Lo primero que escuchamos al asomar la vista en el conjunto es una advertencia: «No anda así (…) Si es que había sido su origen / una interrupción en la historia». Enfocamos la vista, la mantenemos; la vista se hace doble primero, luego se aguza y exploramos preguntándonos ¿qué es esto? «Un proceso de erosión reconocido», nos responde Kurt Folch entre las sombras del primer poema de Enolebrum (Bisturí 10, 2022). Un proceso de erosión, ¿sobre qué? Pareciera que el poeta nos hace una primera indicación, levanta el dedo frente a un laberinto —de sentidos, de sensaciones— y declara en voz baja: el libro es un proceso de erosión. Imagino —porque imaginar es lo único que podría hacer—, imagino que la indicación, esta imposibilidad del origen en el primer poema «No anda así» es la más transparente del libro. Es como si el poeta nos diera una clave importante, nos dijera: «esto es la erosión de un lenguaje». Vuelvo a imaginar este proceso, traer a la cabeza las metáforas con que otros y otras poetas describen la escritura de un poema: excavar, nadar, un trabajo del cuerpo. Y sí, la relación de Kurt con la tierra, el barro, los fósiles, la destrucción y el hastío podrían mostrarnos una pala de inmediato. Pero solo puedo pensar en un laberinto: Ariadna entrega el hilo dorado a Teseo, y a medida que él entra a la estructura, ella toma una tijera y va cortando el hilo en tramos. Al interior, Teseo debe escuchar los pasos del minotauro y recolectar los fragmentos del hilo. Desesperado por entender se aferra a los retazos, aunque sabe que «entender» no es posible.

Esto es un inicio: declarar mi imposibilidad. Pero puedo ensayar otros. La tarea de introducir un libro al mundo siempre corre por carriles que se balancean sobre clichés. «El libro teje un correlato acerca de…», «el conjunto propone esta metáfora…», «sus temas son precisamente estos…». Y, claro, entrar a un libro de esa manera podría constituir un atajo, librarse de una complicación. Presentar un libro es interrogarlo. Poner sobre su portada una luz brillante en una sala oscura y empezar a preguntar. Definitivamente un rol policial, un interrogatorio. Pero entrar así a un libro de Folch no solo es un error, simplemente no es posible. Quizás la imagen del laberinto viene de conocer esa imposibilidad. Lo que puedo hacer: proponer leer el libro desde la incomprensión, desde su resistencia a la claridad.

Con esto me aferro, quizás, a otro lugar común, pero este lugar común me ofrece una manera. Para Susan Sontag, el interés por el contenido debe silenciarse en favor de la descripción de la forma. Una descripción cariñosa de la aparición del arte. Recontar, rearmar una experiencia de lectura parece más apropiado para un libro como este que caer en el trabajo de descifrar. Incluso Kurt nos dice en un pasaje, como si anticipara que estaríamos en este problema:

                decía citando en una retirada la disciplina

                es cien veces más necesaria que el heroísmo

                el anhelo desatendido por un pasado mejor

Aunque acá nos pisamos la cola: ¿el heroísmo puede ser una épica o un interés por el contenido? Caemos en la trampa de la comprensión. De fondo, Kurt Folch nos ofrece cajas en apariencia vacías: el nombre de un río, desastres naturales en alguna zona de Victoria, Australia, un título que demuele la toponimia transformándola de Melbourne a Enolebrum, un procedimiento que resulta en otra cosa: otra trampa. Caer por horas en la revisión de grandes incendios forestales, preguntarnos ¿estuvo el poeta aquí?, ¿qué atestiguó? Vuelve entonces esta tierra, su incendio, su barro. Un campo abierto como un campo semántico; un campo semántico como un campo minado: aluviones, incendios, damnificados, fósiles, líquenes. Cuida tu paso al entrar, en cualquier momento puedes accionar la red de trampas que nos presenta el libro. Mejor quedarse a apreciar las texturas, los patrones tejidos con que las imágenes se anudan y superponen, recordar este verso para calmarnos: «Nada de eso ocurrió. Perfecto, nos vemos algún día».

Folch pareciera volver a un terreno derruido ya tratado, pero del que no puede desprenderse. Barro y calor se pegan a la piel y el hablante retira de a poco su presencia en el texto. No, no quiero decir que desaparece, pero es un testigo que se asume como tal y que, a veces, renuncia a lo que ve y sigue adelante. Así, el «yo» contraépico característico de la poesía de Folch reaparece, no habla por nadie y se limita al oficio de tejer, hilvanar imágenes y situaciones, observar, intervenir lo mínimo, que su presencia se vuelva imperceptible. Desde esa posición, despliega un abanico de formas que recuerdan a sus libros anteriores, acá cristalizados, Paisaje lunar y Líquenes. El conjunto heterogéneo, que podría parecernos una feliz anomalía en la producción literaria chilena de los últimos años, entrecruza poemas de verso largo, casi prosaicos, poemas cuyos versos apenas superan las tres palabras y otros que funcionan como entramados de pequeñísimas estrofas que ocupan la hoja jugando con los vacíos. Los registros y las imágenes se nos ofrecen trenzados. Trenzas que toman una aparición literal en algunos de los poemas compuestos por medio de la repetición que reorganiza, verso a verso, estrofas completas. En el poema «El segundo intercalar» por ejemplo, esta estrofa:

                                el yarra el maribyrnong se unen como nunca

                                suponiendo que son promesas que se mantienen

                                llamaron a la responsabilidad de lo contrario

                                o las grietas de unas tablas que encontró

                                el tratamiento de las piedras litográficas

                                era un hombre de la industria de otra época

                                escuchan las campanas del infierno

se reorganiza como:

                el yarra el maribyrnong se unen como nunca

                llamaron a la responsabilidad de lo contrario

                el tratamiento de las piedras litográficas

                o las grietas de unas tablas que encontró

                suponiendo que son promesas que se mantienen

                era un hombre de la industria de otra época

                escucha las campanas del infierno

Estos poemas son especialmente intrincados en su rechazo a la comprensión, pero, a la vez, su resonancia casi de oración —la oración que se dice a uno mismo— construye un lenguaje texturado, su propio laberinto de imágenes y sensaciones que no requiere movilizarse, pero que, al mismo tiempo, se afirma de la ilusión de recontar. Revisita una memoria, probablemente ficticia, pero no la usa como una vía o como un hilo que conlleva el desarrollo de una trama. Los elementos narrativos —personajes, lugares— parecieran constituir ladrillos independientes que, al ser a la vez ingredientes de una historia y elementos descontextualizados (en términos de la unidad de sentido que componen), hacen una superficie en apariencia continua. Podríamos y queremos suponer una relación familiar, que en el cofre de materiales del pasado que nos muestra Folch hay contenido un relato de amor o de pérdida, algo reconocible. Volvemos a la trampa: la ilusión narrativa a la que el poeta se acerca y se aleja en el desarrollo del conjunto.

¿Cómo podríamos desmembrarnos la interpretación? Leer sin un brazo, perdiendo un sentido, en el desequilibrio, cojeando, tanteando. Hacemos una lectura corporal pero incompleta. Vemos la mitad de una cara. Una persona de espaldas saluda a un otro. ¿Otro quién? No es importante. Sigue. Los damnificados de un incendio se sientan ante los escombros. «Si no fuera por ti al aire libre no sé». Recopilo y junto versos, rastreo un tú: «una hora que hace de ti / la forma que no se puede retratar». Busco más instancias del no poder, del yo tímido que aparece resignado a la imposibilidad. Víctima de una ficción, entro a la dimensión paralela donde está ese Melbourne invertido del título. Busco agentes soviéticos en los escombros, recorro una tierra lastimada con líquenes y fósiles, un espacio que, como cualquier construcción en barro, trabaja a compresión, acumulándose, aglomerándose, unida por un légamo pastoso. Esto también es una trampa. La trampa del entendimiento al que nos habituamos. Excavar como podríamos decir que hace Folch, pero en busca de ese relato que gobierne el conjunto. Aunque no creo, en realidad, que el poeta cave: su pala a un costado, las manos desnudas se hunden en un lodo y esparcen, mezclan, difuminan. El trabajo del cuerpo es el desdibujo, el montaje. El libro como la balsa de un náufrago.

La ilusión de relato culmina en su propio ápice, una última trampa. «Fin de la novela» es el título del último poema. ¿Novela? ¿Cuál novela? Si este libro contiene una, ¿a cuál nos aferramos? La novela de un pueblo degradado o arrasado por un gran volcán, de los agentes encubiertos viviendo el episodio de una guerra —no sabemos cuál—, o es quizás esa otra en que existe un tú particular, un tú aparte que hace que el hablante aparezca y se retire, que se muestre extenuado por el paisaje y las circunstancias. En el fondo, el problema del pensamiento, de ese interior donde un «taladro desmenuza el pensamiento», debe ser el cómo entendemos no el poema, sino la comprensión misma. Probablemente la poeta estadounidense Mary Ruefle lo ha dicho mejor: «(…) si están dando un examen y el profesor les pide explicar un poema, quiero que escriban: “Este poema me produjo placer, por lo tanto lo entendí y no tengo nada más que decir al respecto”». En esa misma línea, quisiera ya dejar de interrogar y mirar las trampas con las que se arma el libro, estos callejones sin salida donde la oscuridad se materializa en el lenguaje, y en cambio decir: este libro me produjo placer, por lo tanto lo entendí y no tengo nada más que decir al respecto.

 

Por Francisco Cardemil Pérez

 

Enolebrum
Kurt Folch
Bisturí 10
62 pp.
2022