Sobre la historia del cine, tendemos a leer y relatar una sola: la de Hollywood. Solemos admirar y vanagloriar obras y autores geográfica e ideológicamente lejanos, resaltando su estatus en el arte cinematográfico. Pensamos, quizás, que en nuestra región llegamos tarde, o no contamos con aquellos privilegios que Hollywood supo instaurar. Es menester que nos habilitemos a recorrer e investigar sobre nuestra propia tradición y sobre los modos de hacer cine, nuestros recorridos y cualidades que nos son propias, precisamente por vivir de este lado del continente y haber atravesado ciertos sucesos socioculturales. Sería una pretensión muy grande intentar importar modos y narraciones de otros lugares que poco y nada tienen que ver con lo que acontece en nuestros países latinos. Pensando particularmente en la historia del cine argentino, es vital rescatar la figura de un autor, de un emblema que ha caído en el olvido, un hombre cuyos aportes son reconocidos por unos pocos. Se trata del director Leopoldo Torre Nilsson, autor que durante décadas construyó historias de las más variadas, representando un período de absoluta vanguardia en el modo de hacer cine. Esta vanguardia no sólo aconteció en Argentina sino que el trabajo de este director es paralelo a un proceso que se reprodujo simultáneamente en distintas partes del mundo.

Durante los 60s tenemos a Godard, Truffaut y Resnais en Francia; Antonioni en Italia; Bergman en Suecia y Tarkovsky en Rusia. Muchos nombres más, que ya no son sólo nombres sino precursores de un estilo cinematográfico; creadores de estilos que instauran una idiosincrasia narrativa que les son propias. Cada uno, a su manera, ha creado un corte, una disrupción en la construcción de historias e imágenes, en el modo de trabajarlas y moldearlas. Las preguntas existenciales, las emociones humanas plasmadas en la mirada de los personajes, los silencios y los planos secuencia que se prolongan más allá de lo esperado, son algunos de los elementos característicos que cada uno ha hecho su sello distintivo.

En Argentina, durante esta misma época, comenzó a gestarse lo que se conoce como nuevo cine argentino, que no es sino un modo de nombrar cierta ruptura respecto a los modos de operar con las imágenes, del mismo modo que sus contemporáneos hacían en el continente europeo. Es importante tener en cuenta que dicho movimiento no fue homogéneo, sino que implicó la creación de distintas obras, en su individualidad, por parte de directores que se encontraban dispuestos a lo largo del país. Aunque las narraciones y los temas poco coinciden, algunos dedicados más a lo documental y otros a la ficción pura, intentan bordear y atravesar un contexto social escabroso. De aquí se desprende también la noción de que el cine no es ajeno a su coyuntura social y que, en algunos momentos, logra construir algo a partir de esas ruinas y situaciones críticas que acontecen en el país. De algún modo, algo de lo sombrío se deja traslucir en las imágenes que de esta década son producto. Leopoldo Torre Nilsson es uno de ellos: mas longevo que sus colegas cineastas, aunque ya venía produciendo y creando películas, supo sumergirse en una lógica que desprende otras miradas respecto a la vida durante este período. Sus películas usualmente contienen guiones que no son escritos por él mismo, sino que son una colaboración con su esposa, la escritora rosarina Beatriz Guido. Juntos, han creado una dupla que indaga sobre las incertidumbres de los sujetos, las parejas y las familias, con la particularidad de que en todas sus películas se instala una atmósfera siniestra e incómoda, plagada de secretos que nunca logran ser dichos. Además, ha adaptado obras literarias harto conocidas, como el Martín Fierro de José Hernández o Boquitas Pintadas de Manuel Puig. Adaptaciones y guiones ajenos a los que logra darle una impronta propia y una perspicacia inherente a su mirada cinematográfica.

Debemos aclarar que Nilsson comenzó su carrera con un terreno ya allanado; su padre fue uno de los nombres más importantes a la hora de construir los cimientos del cine argentino. Acaso ese privilegio le posibilitó andar con más soltura y jugar con las historias y sus límites. Sus primeras creaciones cinematográficas surgieron de la mano de su padre durante los años 50, y posteriormente logró desprenderse creando un estilo propio que persiste hasta sus últimas películas. Estilo que continúa apoyándose en producciones literarias ajenas y de gran renombre para darles imágenes. Los obstáculos a la hora de hacer cine aparecieron en un comienzo debido a la gran censura cinematográfica que se había instalado en nuestro país en la década de 1950. Sus creaciones debieron ser estrenadas entonces a posteriori, lo cual no impidió la continuación de su trabajo como director. Es probable que algo del vanguardismo narrativo se vaticinara a fines de esta década, ya que aquí encontramos películas como Días de odio (1954), La casa del ángel (1957) -que fuera proyectada en el Festival de Cannes-, El secuestrador (1958) y La caída (1959). Todas ellas adaptaciones, dirigidas con muy pocos años de distancia, tienen la particularidad de abordar temáticas que persisten a lo largo de su filmografía. Principalmente, en las narraciones hay algo de la inocencia que comienza a borrarse; no hay pureza inherente a los personajes y ni los más buenos lo son tanto. Se instala algo del orden del enigma y de la ambigüedad, que sin dudarlo se traslada a la imposibilidad de la toma de decisiones de los personajes. Quizás esto deriva en un choque interesante, acostumbrados los espectadores a ver escenas limpias, donde los actos son claros y devienen de una causa conocida. Aquí poco podemos saber, y si sabemos, no comprendemos. Acaso sea una forma de hacer al cine más cercano a la realidad cotidiana: aunque rara vez hayamos vivido los eventos azarosos o anecdóticos de los personajes (burgueses en su mayoría, herederos, huérfanos, etc), sí podemos reconocer que las relaciones en la vida no se muestran transparentes, y siempre queda un punto incierto que se recubre de oscuridad. Nilsson fue un hombre muy ambicioso a la hora de concretar sus películas, buscaba de algún modo la coincidencia entre las obras adaptadas y las imágenes, los planos. Pretendía la excelencia de las escenas, no para decirlo todo, sino para justamente intentar traducir en imágenes de alguna manera novedosa esos puntos donde las palabras hacían de límite, en pos de una creación artística. Su mayor interés residía en intentar captar “las reacciones psíquicas”[1] a través de los rostros de los personajes, estar lo más cerca de los actores; por ende no es extraño que sus películas estén plagadas de primeros planos, tradición heredada enteramente de su padre. En la imagen superior podemos ver a la joven Elsa Daniel, actriz que acompañó a Torre Nilsson en muchas de sus películas y cuyo fresco rostro otorgó el tinte de ambigüedad buscado en algunos films. Aquí, en La Casa del ángel (1957) este personaje se ve inundado por cierta pureza que comienza a desbaratarse a lo largo de la película, enfrentándose a los aspectos más corruptos de la vida cotidiana. Vemos constantemente cómo, a partir del rostro de la joven, se expresa la caída de las ilusiones y el registro de la crudeza del mundo. En la imagen siguiente, María Vaner -también asediada por primeros planos- logra en El perseguidor (1958) transmitir algo de esa ingenuidad que se pierde ante la presencia de un hombre vil con intenciones inciertas. De esta forma, nos anticipamos a algo que sería un sello característico del cine de Nilsson: casi retomando los aportes de Carl Theodor Dreyer con su primerísimo primer plano, busca configurar emociones muchas veces poco identificables, en pos de una expresión sensible que el espectador pueda leer a su modo.

Ya en los 60s, explota sus virtudes artísticas y con ello el reconocimiento entre sus pares. Sin dejar de trabajar con jóvenes promesas (Elsa Daniel, Leonardo Favio, Graciela Borges y Alfredo Alcón), presenta una serie de películas que son escabrosas en su simpleza. Aquí, por ejemplo, podemos ubicar a Fin de fiesta (1960), La mano en la trampa (1961), Piel de verano (1961) y La terraza (1963). Situando similitudes, todas ellas explicitan aún más una atmósfera claustrofóbica y asfixiante, creando dramas profundamente cerrados. Desde afuera, como espectadores, podemos incluso pensar en el sin sentido de los problemas que atormentan a los personajes; sin embargo, ellos no pueden registrarlo, están tan sumergidos en la escena que no logran ver salida alguna, ante problemas que ellos mismos se crean imaginariamente. En algunas, ese encierro es dado por un ambiente endogámico que impide ver más allá de los dilemas cotidianos. En Fin de Fiesta y La mano en la trampa, Favio en la primera y Elsa Daniel en la segunda, luchan contra los secretos heredados de sus familias. Secretos y mandatos que hacen sombra sobre sus espaldas y crean un peso del que les resulta imposible deslindarse. Alejándose apenas de los rostros, Torre Nilsson emplea el uso de planos picados y contrapicados dando cuenta de la perspectiva en que los personajes ven los acontecimientos. Aunque se encuentran inmersos en ellos, logran mirar desde afuera y con un atisbo de distancia ciertas escenas, sin poder hacer nada. Son espectadores de una obra trágica que comenzó mucho antes, y poco pueden cambiar el final. Es la puesta en escena de la soledad, sentimiento que se mantiene implícito en la mayoría de sus películas. Personajes solos y desamparados en un vasto mundo cruel que no logran comprender.

Respecto a sus otros films de esta época, nos trasladamos al verano; verano que trae el sol avasallante consigo, pero que no es clima propicio para ninguna alegría. Piel de Verano y La terraza representan la desidia de personajes jóvenes, que no tienen escrúpulos ni proyectos a futuro. En la inmediatez del presente sólo se juega la rivalidad especular entre pares y la sensación de que cualquier acto no va a acarrear consecuencia alguna. En ambos, la actriz Graciela Borges representa historias donde ella no mide que sus intenciones pueden instaurar decisiones permanentes. Como dicen en otra película, es un verano teñido por algo oscuro y fatal que se parecía a la muerte[2]. La muerte está ahí pugnando incluso cuando no sucede nada. La quietud de los personajes instaura una inercia en las tardes de verano que incomoda por su absurdo. Y ahí espera la muerte. En este punto es donde puede observarse la esencia del cine de Torre Nilsson que, en menos de 120 minutos puede -al igual que Bergman- trasladarnos a un ambiente aterrador que no posee nada sobrenatural. Son los actos humanos los que nos resultan temibles: la crueldad está ahí sin poder ser entendida, oculta tras rostros amables.

El resto de su filmografía continúa agregando adaptaciones de otros escritores, como así también ciertas colaboraciones con Estados Unidos a fines de los 60s (El ojo de la cerradura; La chica del lunes; Los traidores de San Ángel). Algunas de estas obras en particular son muy difíciles de conseguir, por no decir imposible. Aquí también nos encontramos en una encrucijada: hemos perdido gran parte de nuestro patrimonio fílmico debido a que en nuestro país no contamos con una cinemateca nacional que pueda preservar estas obras. Vivimos con esas ausencias e intentamos reconstruir nuestra historia del cine de a fragmentos y en calidades que no son las deseables. Quizás esa sea nuestra identidad. Pero volviendo a Nilsson, culminando con su carrera encontramos un conjunto de films singulares. Si observamos bien, cada momento de su filmografía puede ser fácilmente distinguida por los temas que aborda. En este caso, un período que va desde 1970 a 1976, da cuenta de una nueva perspectiva: se trata de mundos ya en ruinas, donde la corrupción no es vista como en sus primeros films desde la mirada de los jóvenes, sino que es relatada en primera persona por aquellos que corrompen la ley. Hombres prestigiosos, mafiosos, sin escrúpulos, pero que paulatinamente se ven atacados por sus mismos actos, perseguidos por su pasado. En casi todas ellas el director colabora con el actor Alfredo Alcón quien da vida a estos hombres sin límites. Esto también da cuenta de los vínculos sólidos que Torre Nilsson ha forjado con sus pares: en cada período de su vasta obra, hay núcleos de colaboraciones con distintos escritores, productores y actores que logran como producto un pequeño universo ficcional. Él, que supo hacer ficciones con el contexto escabroso de su país, nos entregó una serie de historias, de universos, para que no reneguemos de nuestro cine local. Esto lo cataloga sin dudas como un cine de autor, porque una vez que te adentras en sus imágenes, resultan tan fácilmente reconocibles por su estética idiosincrásica y su sensibilidad, a veces cruda, para retratar emociones y dilemas propios de los seres hablantes.

Su trabajo representó una apuesta firme al cine argentino, en épocas donde el consumismo se veía avanzar, y con ello, la importación de películas estadounidenses que se venden por sí solas, por los nombres que integran sus pósters. Es también una invitación a descubrir nuevos pequeños universos ficcionales en los cines de nuestros países. Sin dudas que encontraremos algunos tesoros que merecen ser pulidos.

[1] Expresión utilizada en una entrevista del programa televisivo A Fondo realizada en el año 1976.

[2] Frase enunciada en un monólogo del personaje de Leonardo Favio en Fin de Fiesta (1960)

 

Por Agustina Cabrera