Se ha escrito muchísimo sobre el estilo tardío, aquel momento de gracia en la vejez del artista que le permite crear algunas de sus mejores obras. El viejo en cuestión del que quiero hablar es Paul Schrader, a propósito que su última película ya puede descargarse en torrent y tuvo un par de funciones en el último BAFICI; se llama The Card Counter y Oscar Isaac es el protagonista, un milico gringo retirado que no hace más que ir de casino en casino haciendo plata –pero nunca mucha– cumpliendo una especie de condena entre el Black Jack y el Poker de los paños verdes de cualquier estado gringo.

Hay, no obstante, algo que anda pésimo, y Schrader, como en toda la película, elige una gran manera de contarlo: el personaje está completamente trastornado y ya no es necesario para Schrader poner a De Niro frente al espejo como en Taxi Driver, sino que le basta con mostrarnos a Isaac llegando a un cuarto de hotel que paga religiosamente en efectivo, donde apenas entra deposita su maleta en la cama y saca un montón de sábanas blancas y unas cuerdas, todo para cubrir cada objeto de la pieza: mesa, silla, cama, lámparas, completamente de blanco. No han pasado quince minutos y ya está claro que otra vez estamos ante un prodigio trastornado. Schrader muestra la locura de un personaje a partir de su hábito más enfermizo, sin patologizar ni juzgar.

Schrader ha tenido una carrera muy ambivalente, sin ir más lejos, a propósito de la muerte de Ray Liotta dijo “ojalá yo hubiese hecho una mejor película para ambos” (hablando de Forever Mine, 1999). Sus últimas dos películas, sin embargo, First Reformed y The Card Counter, muestran un dominio o control de aquel exceso desprolijo que por mucho tiempo pareció ser una de sus cualidades distintivas. Si en First Reformed fue la dosificación del fantástico y el quiebre con el cura rural bressoniano, en The Card Counter es la dosificación de la violencia y de la puesta en escena de un Pickpocket del siglo XXI.

El ex milico de The Card Counter fue torturador, que en tanto reproductor de la violencia también fue torturado, y parece ser esa recursividad la que lo asedia, es el entredicho que funda su carácter. Fueron aquellos que lo mandaron a torturar los mismo que luego le soltaron la mano cuando terminó en la cárcel. Allí se dedicó a amaestrar su crimen, dominar sus procedimientos y técnicas, su pantomima y causalidad. Contar cartas, nos cuenta en el genial principio de la película, no es para cualquiera, es el resultado de una fórmula compleja que debe ser domada previamente porque cualquier distracción significará la pérdida total de la lógica. Y este tipo no puede permitirse nuevamente algo así, el control de su artesanía criminal es su manera de controlarse a sí mismo. No es casual, entonces, que todo comience a descontrolarse cuando le proponen jugar para otra persona por más plata, en torneos oficiales, lo que le quitará el anonimato, aspecto fundamental para cualquiera que pretende pleno control de su propia identidad.

No hace falta contar mucho más sobre de qué va la película. Vale la pena mencionar el por qué pareciese que Schrader está en estado de gracia. La primera decisión formal que atisba lo anterior es cuando elige el gran angular deforme para las escenas de tortura perpetradas por los soldados gringos, en lo que es una de las mejores representaciones de la violencia gringa que algún gringo haya grabado, y de paso nos recuerda que el gran angular puede usarse de una forma más o menos atractiva, algo que por ejemplo Lanthimos, que tanto usa el mismo procedimiento en La Favorita, pareciera no entender. Por otro lado, hay un aprendizaje constante en Schrader de lo que puede el fuera de campo, en este caso la escena que podría ser más violenta, donde toda la rabia del protagonista se descarga, se deja visualmente afuera, y solo nos enteramos por los gritos de su violencia, y por una elipsis magistral en cuadro entendemos que dicha violencia duró de la noche al día y posibilitó al personaje pasar de su propia oscuridad a la luz del día.

Por último, si bien Schrader es dado a la referencia en clave homenaje para luego derivar hacia otra cosa, siempre más suya, acá la manera en que Pickpocket asoma todo el tiempo es impresionante, basta ver aquel plano de la cama en la cárcel, igual al de Bresson, –el final, narrativamente, también es igual­– para entender que la referencia a Bresson no es solamente narrativa o formal, es plástica y lo absorbe todo, afortunadamente no de una manera en que lo único que queda es un homenaje referencial, sino que produce cierto enrarecimiento atmosférico constante. Incluso la manera de actuar de Isaac recuerda a aquellos modelos de los que escribió largamente Bresson en sus Notas sobre el cinematógrafo, aunque esto se subvierte, por ejemplo, en el gran beso que se da con el personaje de Tiffany Hadish. Así como en Pickpocket el método del crimen importa mucho más que la justificación del crimen, deriva en la soledad del criminal experto, en la perfección de la repetición y después del crimen, el amor. El criminal no puede decir por qué lo hace, pero sí puede, con un crimen final, dejar de ser criminal para pasar a ser amante, tras las rejas, sí, porque es el mundo quien lo hizo criminal. Lo bressoniano, por supuesto, no queda solo en la constante alusión intertextual a Pickpocket, sino que también se advierte en quizás el rasgo más mencionado del corpus de Bresson: el protagonismo de las manos, y The Card Counter es una película de manos.

Se podría decir mucho más de The Card Counter, abordar su enfoque procedimental del crimen como lo hicieron antes las mejores películas de Dassin, Becker e incluso Melville; o la manera de construir el vínculo entre el criminal avezado y el aprendiz a partir de una deuda, tal como lo hace Paul Thomas Anderson en Sidney; o de aquel gran personaje que es el “USA guy” que se pasea por los torneos de poker, pero todo esto la película lo muestra tan bien que no tiene mucho sentido ir por las ramas, hay que aprovechar que Schrader sigue vivo y que probablemente esté haciendo el mejor cine de su vida, habrá que esperar a ver si se hace realidad aquel sintagma que reza que no hay dos sin tres.

 

Por Miguel Ángel Gutiérrez