Apenas supe que el viaje al Festival de Cosquín era factible fui donde mi abuela –amplia conocedora del interior de la Argentina– y le pregunté por Cosquín. Me contó que fue un viaje que hizo muchísimo tiempo atrás, movida principalmente por la curiosidad de que el pueblo se llama así por ser un “pequeño Cuzco”, y también porque en Cosquín se instaló el primer hospital de tuberculosos del país, entonces era común, según me contaba, que alguien dijese “estoy para Cosquín” queriendo decir, medio en chiste, que estaba tuberculoso. Todo esto en el tiempo en que los anticoagulantes y la penicilina aún no existían.

El viaje en auto desde Buenos Aires es largo, y cumpliendo una gran tradición personal dormí todo el tiempo, excepto cuando había que comer en algunas de las tantas YPF Full que hay en la ruta. Desde antes de llegar, de alguna u otra forma, Cosquín, o más bien su promesa, me ponían frente a la repetición y la intertextualidad, justo cuando en la YPF apareció un camión que tenía en el parabrisas, bien grande, el apellido Dybala, y tuve que sacarle una foto porque siempre me han fascinado las referencias e intertextualidades que se ven cotidianamente. Me pasó exactamente lo mismo cuando llegamos a Cosquín y entendí que quizás había algo ¿una especie de tradición producto de la nomenclatura del pueblo? Entonces cruzamos ese arco lleno de guitarras eléctricas y cachivaches rockeros varios, y al otro día nos topamos con un bar llamado Breaking Bar, un lugar llamado Rancho Stone, un Goku argentinizado en una gráfica de clases de artes marciales, y todo el tiempo sentí el peso de otro texto sobre el lugar, como si un halo referencial cubriese todo el pueblo. Circulaban algunos chistes respecto al festival que posiblemente también estén dados por la facilidad referencial, se le llamaba, con cariño, Cosquinnale, Cosqarno o Cosqannes, por ejemplo.

Como si todo estuviese especialmente en orden, la impecable programación del FICIC proponía una serie de repeticiones: la retrospectiva de Kiro Russo, por ejemplo, donde sin esfuerzo alguno es posible trazar un recorrido de una coherencia abrumadora entre sus primeros cortos y su último largo, basta con ver al señor que se echa el mueble a la espalda en Enterprisse (2010) y en El gran movimiento (2020). También el gesto repetitivo es una característica de lo que fue la retrospectiva de Pablo Mazzolo, allí el parpadeo y las pinceladas lumínicas tuvieron su merecido lugar, en lo que fue la gran noche del festival, pasando del Super 8 al 16 y finalizando con el 35mm, una proyección que nunca olvidaré, no solo porque pude ver aquellas geniales películas en su formato correspondiente, sino también porque fue una clase magistral de lo que puede la voluntad de programadores, proyeccionistas, productores, cineastas y públicos. Se pueden hacer funciones que pasarán a la memoria de aquellos que tuvieron la suerte de estar, y el poder o no hacerlas, si bien depende muchísimo del financiamiento disponible, también se trata del tipo de cine que cada festival quiere que sea protagonista, y realmente no sé cuándo será la próxima vez en que seré tan suertudo de ver, en la misma función, tres proyectores distintos, cada uno con sus dificultades y bellezas, dándonos una noche increíble.

La repetición, por supuesto, no terminó allí, algunos días en la noche, alrededor de las 23, Fernando Peña exhibió algunas películas soviéticas en 35mm. Lamentablemente no llegué a ver ninguna por culpa de otras dos repeticiones, la de ir todas las noches a Saravá, un bar donde quizás nos regalonearon demasiado; y por culpa de una familia de palomas que vivían en el cuarto del hotel, más precisamente en el aire acondicionado, y aleteaban y pululaban toda la noche, en una escena que no pude evitar relacionar –insisto, la intertextualidad se respira en Cosquín– a las palomas de La novela luminosa de Mario Levrero, cuya presencia abre y cierra sus días.

El otoño y sus días fríos pero soleados fueron ideales para recorrer el río y las calles principales Perón y San Martín, comer algo rico al paso entre películas y vivir por un rato más –una semana antes, recordemos, había terminado el BAFICI– en esa especie de realidad paralela que ofrecen las películas y las conversaciones sobre ellas con amigues. Cosquín, en ese sentido, me recordó a Valdivia, y así como me gustaría ir allí todos los años de mi vida, hasta quedar ciego o hablar estupideces en voz alta, también me entraron ganas de ir todos los años a Cosquín a mirar el sol poniéndose en las montañas y que el festival, en sí mismo, se transforme para mí en una nueva repetición, una hermosa repetición.

 

Por Miguel Ángel Gutiérrez