La máquina va casi suspendida, su fricción anulada por una fuerza que la empuja con su propio peso. El viaje está impuesto por la altura desde la que se parte, 4800 metros sobre el nivel del mar en el lugar de extracción del mineral que carga este ferrocarril, una de las ciudades más altas del mundo en Perú. Allí comienza el viaje que se emprende en Vida Férrea (Steel life) de Manuel Bauer, trayecto de cordillera a mar, de extracción a exportación, que hace aparecer como fantasmas a la orilla de la vía, las ciudades o pueblos que en su descenso ofrecen una detención. Ciertas personas o sus voces saldrán a dar testimonio de un momento de la vida que se relaciona con esta máquina, historias de abandono, contaminación, orgullo o cambio, que se entregan como puntuación del recorrido a ser reabsorbidas por la reactivación del motor. El tren se come los paisajes diversos porque se trata de una suerte de plano subjetivo de la máquina que sumerge las cuestiones humanas en el tiempo histórico de la empresa extractivista, sus exigencias destructivas sobre los habitantes o las consecuencias ambientales que enfrentan las nuevas generaciones. Postal del movimiento que determina la existencia de un país —como el nuestro también—, donde gravedad y máquinas le ponen cierto aire irremediable a la bajada del tren, cierta colateralidad de la situación que las voces testimonian.

Dogwatch de Gregoris Rentis

Es el primer recorrido que me ofreció la competencia de largometraje documental, a través de la ventana virtual abierta por los organizadores del Festival Visions du réel 2022. El desplazamiento se impone como una forma que atraviesa varías de las películas que compitieron aquí y como en el caso de Vida Férrea, este movimiento encuentra distintos pesos, distintas gravedades que le determinan. El trabajo es una de ellas. Por ejemplo, por medio de un vaciamiento humano del tiempo ferial, en Vardia (Dogwatch) de Gregoris Rentis se tratará la espera de aquellos que quedan dentro de las máquinas. En este caso, el seguimiento se centra en el trabajo de los guardias militares privados, también conocidos como mercenarios, que se encargan de resguardar la seguridad de buques de carga expuestos a la amenaza de los piratas somalíes. Amenaza que en la actualidad es casi inexistente o inexistente debido a la presencia precisamente de los guardias, lo que hace que los tres personajes del filme emprendan un viaje lleno de cierta impotencia y nostalgia. Cada capítulo de la película aborda una etapa en la vida de estas personas. En el primero se trata de la juventud, el entrenamiento y la espera del embarque, donde además se retrata con una marca impresionista la vida nocturna en la ciudad. El segundo, quizás el más efectivo visualmente por su relación con el barco y el mar, es el trabajo propiamente tal: seguimos a los guardias en el buque llenando el tiempo de vigilancia junto a la tripulación. Los detalles del cuerpo en entrenamiento, sudor y músculos en fragmentos, o las cámaras gopro en un POV desde el cuerpo de algún guardia durante una simulación, que se monta en cámara lenta y con música estetizante, ofrecen un contraste entre una potencia masculina y la ausencia de una prueba que les permita corroborarla. Por ello lo que queda es el simulacro, la preparación siempre irresoluta entre la espera y la camaradería. La última sección nos remite a la vida del guardia en retiro, que busca abandonar el barco por un trabajo de oficina. Se trata del ajuste a la vida en tierra y el cierre del ciclo a través de asumir la posición de preparar a otros, sin saber bien para qué. Se trata de un trabajo de hombres que se transforma en desocupación y en el simulacro constante de un momento probatorio que no llega.

Bitterbrush de Emelie Mahdavian

En un contraste de paisajes, temas y género, Bitterbrush de Emelie Mahdavian, nos lleva también a un espacio de trabajo que está destinado al desplazamiento. La máquina ahora es reemplazada por animales —caballos, perros, vacunos—, y los hombres en distintas edades por mujeres en su adolescencia. Hollyn y Colie, las protagonistas, se enfrentan a un trabajo estacional que consiste en transportar y llevar animales a un corral, lo que las obliga a recorrer largos senderos y montañas desoladas. La música puntúa distintos momentos de su desplazamiento y actividad con un piano que interpreta a Bach y sublima la crudeza de la relación entre vaqueras y paisaje. Se trata de nuevo de la resistencia de paisajes y animales a la actividad humana, ahora esparcida en un espacio inhóspito que cede al saber de un oficio. Clave en este sentido es el largo plano en que Colie intenta domar una yegua que se resiste a ser montada, bajo la mirada de Hollyn sentada en una cerca, y que termina con la aparición de su pareja masculina quien intenta resolver el entrenamiento. Porque si bien el trabajo marca el filme, la cuestión que desde las protagonistas produce una gravitación interna es la relación con sus familias, en su dependencia a los mandatos de otros y la autonomía que les es posible en su calidad de mujeres trabajadoras precarizadas.

Dicho peso, la gravedad que expresa las complejidades de la acción de las mujeres en un contexto patriarcal, organiza también otros recorridos. Particularmente notable es su expresión en Chaylla de Clara Teper y Paul Pirritano, que sigue el proceso interno de una joven madre hacia la separación y persecución judicial de su pareja —un hombre maltratador y alcohólico—, por violencia intrafamiliar. Desde un profundo respeto fílmico, generación de una distancia que posibilita que la historia se organice internamente sin hacerle el quite a las complejidades del deshacimiento de una relación afectiva, Chaylla va desmarañando en cámara el proceso de esta renuncia, a través de las acciones y las instituciones que traban y destraban sus posibilidades de decidir lo mejor para sí y sus hijos. Momentos de una gran intensidad emocional, que en otro contexto podrían resultar invasivos como los testimonios de su proceso de terapia o la escucha del testimonio de su pareja en el juicio, logran marcarse como puntos de un trazado lleno de dificultades que ha exigido de la protagonista un importante cambio.

En este mismo plano de crudezas, en Ma vie en papier (My paper life, 2022) de Vida Dena el orden patriarcal también se pone en juego en la vida de mujeres jóvenes. Quizás en este caso de un modo más silencioso, desindividualizado, que activa por ello y con mayor fuerza una diferencia cultural. Se trata aquí del acercamiento de la directora a una familia siria que ha emigrado a Bruselas escapando de la guerra. Las dos hijas mayores de la familia, Hala y Rima, actúan como personajes principales sin impedir que los demás estén presentes siempre, por estar presentes en el pequeño espacio del departamento de paredes rosadas donde se producen las conversaciones. Allí hablan de su vida pasada y su viaje, pero también dibujan y estos dibujos permitirán figurar en animación la experiencia del desplazamiento forzado, desde el recuerdo originario de la casa familiar hasta el viaje en barco por el Mediterráneo, lleno de accidentes y barreras. Ya en Europa una de las niñas decide casarse y esto abrirá el cuestionamiento de la directora que desde la cámara va a interpelar si esta decisión le pertenece a ella o es impuesta, una cuestión que no logra cerrarse sino en el montaje narrativo, en un silencio final introducido por un nuevo desplazamiento y una nueva historia que se abre al final.

My old man de Steven Vit

Quizás el cuestionamiento que se provoca desde la cámara provoca dificultades cuando se filman trayectorias impulsadas. Las personas se ven obligadas a detenerse y hablar, explicarse a sí mismas con la misma dificultad que tienen los artistas explicando sus propósitos. Otros directores apostaron también por dirigir su cámara a la interpelación de transiciones, aunque en sus propios espacios. Por un lado, en Für immer Sonntag (My old man) Steven Vit cuestiona la figura de su padre, un ejecutivo de una compañía relacionada con autos, para comprenderle y comprender la vida que decidió tener o la persona que es, en medio de su paso a la vejez. No hay nada notable o espectacular en su padre, nada ominoso u oculto a explorar. Simplemente el director decide acompañarlo a sus últimos días en el trabajo antes de jubilarse y continuar entrevistándolo durante distintos encuentros en los viajes que realiza a visitarle. Se trata de un encuentro constantemente fallido —como la esperanza de encontrar una conmoción en la visita al pueblo natal de su padre—, ocasionado por un hijo que demanda de sus progenitores el acceso a una perspectiva sobre sus vidas que quizás simplemente no es posible darle y que termina socavando el potencial de ciertos temas, como la vida familiar monotizada en la crisis de roles que impone la vejez o la emocional determinación del valor de la vida de cada quien en el final de los días, opacado por el cierre que impone un relato reflexivo de búsqueda personal.

Algo cercano me sucedió con 神人之家 (A holy family) de Elvis A-Liang Lu, donde también el director decide volver a su casa a filmar la vida de su propia familia: un padre adicto a las apuestas, una madre de carácter intenso, un hermano con poderes de médium, una hermana y su sobrino. El hermano ha recibido el don de comunicarse con un dios y las personas acuden a él para pedir favores o respuestas, lo que se contrapone a su situación financiera complicada. El director parece estar rondando una pregunta que no termina de formular, entre el apego a las supersticiones y su propio distanciamiento con ellos, pregunta que en definitiva parece estar dirigida a una madre que no le va a contestar. Por ello en cambio el seguimiento se centra en el hermano y el proyecto de cultivar tomates cherry en un campo, que la falta del favor divino en sus inicios hace peligrar. En una pequeña conversación, la madre dará cuenta de la sensación de deuda que les habita, la imposibilidad de haber nutrido los talentos del hijo director a causa de la vida precaria que les tocó vivir. El hijo los llevará a una sesión de fotos para preparar sus “retratos de viejos”, aquellos que podrán usar en sus propios funerales, para luego hojearlos y elegirlos cuidadosamente, siempre con una tensión atravesada que las interpelaciones no lograron deshacer.

How to save a dead friend de Marusya Syroechkovskaya

Tal vez se trata de un peso cuyo empuje es más manejable cuando se lleva al plano de esa familia que uno supuestamente elige, la amistad. En How to save a dead friend (2022) de Marusya Syroechkovskaya, la directora rusa revisita su archivo fílmico personal para preguntarse por su amigo Kimi y su suicidio. Con un tono de desencanto fisheriano, el relato recorre la historia de esta amistad desde una adolescencia depresiva marcada por el postpunk y el consumo de drogas hasta su matrimonio, vida en común y fracaso amoroso. La historia tiene un ritmo potente y sonoro, hilado a través de la música que les hizo de escenario esos días, mostrando también la evolución de la situación política rusa que puntúa distintas etapas de su relación, hasta los continuos internamientos psiquiátricos que Kimi debió soportar. Los videos son cercanos, directos, caseros y enfatizan el carácter de ensayo y bitácora que toma el filme, organizado en torno a la pregunta de su título sobre la cuestión de la supervivencia, la posibilidad de salvar a alguien de un destino que ya se dibujaba en su adolescencia, pero sin que este carácter trágico invada la totalidad del documental que más bien se aleja de cualquier arrepentimiento para celebrar lo escuchado y lo consumido, en una desnudez atravesada por las señales de paso que le impone el repetitivo discurso anual del jefe de estado ruso de turno.

Porque también se puede celebrar el tiempo robado por una supervivencia, buscar en la desobediencia del destino aquello que compone un alegre empuje. Algo así creo haber encontrado en Al-Yad Al-Khadra (Foragers) de Jumana Manna, una historia que entre el registro y la ficción retrata el modo en que la prohibición que las leyes conservacionistas de israel violentan la tradición Palestina de recolección silvestre de plantas como el za’atar y el akkoub, práctica que, a pesar de la persecución expansiva que patrulleros y camionetas ejercen contra pequeños recolectores, persiste. A partir de la historia de los recolectores a baja escala que se internan en el parque nacional de israel a extraer las plantas, se descubre el lugar que este vegetal tiene en la gastronomía palestina y árabe y el modo en que la prohibición también está motivada por el negocio israelí que busca monopolizar la venta de esta. Los forrajeros palestinos son una resistencia que escapa a las imágenes conocidas, viejos y viejas armados con bolsas de plásticos, agachados entre matorrales acumulando hojas; ofrecen la imagen del ambicioso gesto de aniquilación que pesa sobre ellos y al mismo tiempo de su fracaso, encontrando en los diálogos ficcionados, ya sea en su calidad de detenidos o acusados por las autoridades israelís, un modo de expresar cómo se hace sobrevivir una práctica cuando resulta tan básica para transmitir una forma de vida.

En la misma línea, la poética Inner Lines (2022) de Pierre-Yves Vandeweerd ensaya desde los 16mm la generación fílmica de esas rutas de escape en zonas de guerra a la que alude su título, los trayectos y dolores de aquellos que logran huir y sobrevivir para enviar un mensaje, un testimonio como el que metaforizan las palomas con un papelito enrollado en sus patas. Se invocan recuerdos hechos de voces, reiteraciones pausadas a media voz, entre confesiones y sueños que hablan sobre genocidios y persecuciones de pueblos completos —yazidíes, armenios, nagorno karabaj—, imposibles en cualquier caso de imaginar. “Nadie ha visto lo que hemos visto. Lo perdimos todo” dirá una de las voces, mientras otras harán listados de hijos muertos, cuerpos desaparecidos o ataques que no pueden dejar de recordar, para que las imágenes repliquen reconstruyendo esas rutas y paisajes, jugando en cavernas o cerros a cantar, bailar o encontrar una luz.

Rojek de Zaynê Akyol

Casi como una respuesta, en Rojek (2022) de Zaynê Akyol vemos un fuego inextinguible que se quiere comer el paisaje de pastizales y que no se detiene a pesar de los intentos que la gente hace por golpearlo con mantas y sacos. Ahora hablan los victimarios, en su calidad de presos por su participación como soldados de la Daesh o Isis. Hablan como prisioneros, sentados frente a una cámara frontal y respondiendo a las preguntas que se les hacen. En las sintéticas intervenciones que nos dirigen, se permite hacer concreta la imagen de nuestros terrores, el reclutamiento de occidentales, el lugar de las mujeres, el comercio y la pacificación de los territorios ganados, así como los planes fallidos para salirse de la organización. Es una de esas ocasiones (como Dead Souls de Wang Bing) en que el busto parlante tiene sentido: no hay otra posibilidad sino escuchar atentamente lo que tienen para decir, mirar los ojos y los gestos, sentir los recortes, las ganancias y las aprehensiones de un relato que les pone también en peligro. El efecto final es la ominosa posibilidad de identificación con los terroristas: nada hay tan lejano en aquello que los fascinó y los llevo a participar de la guerra como ese fuego, figura de una de pasión ciega y devastadora.

Habría que terminar con agua entonces, quizás un río y el sonido apabullante de un bosque que no se calla durante la noche. Al lado de los árboles, un barrio y dos guardias que tienen una misión misteriosa: impedir que la gente baje al agua. ¿Por qué? No lo saben, no lo sabemos. El barrio Faverges y los guardias, Daniel y Ammar, que actúan como protagonistas en L’îlot (Like an Island) de Tizian Büchi, están marcados por una tranquilidad que hace innecesaria la seguridad. Daniel debe enseñarle a Ammar, el nuevo, el trabajo de guardia y lo hace con gran amabilidad, pero la tarea de dar seguridad al barrio y en particular al río resulta vacía ya que como comentan desde el inicio, allí no pasa mucho. Por lo mismo, frente a ese vacío las acciones se vuelven casi parodias: pasear con una linterna por los caminos nocturnos del parque o poner y reponer una cinta de plástico que señala la imposibilidad de bajar al río. La gente habla de los guardias sin entender bien qué hacen ni para qué. Hay un tono cómico en los paseos entre los dos, en sus diálogos y discusiones marcados por la migración desde sus países de origen, y la huida de las reglas que no podían cambiar allá, que se va tiñendo por una atmósfera ominosa, como un liviano limbo, que la inevitable atracción hacia el río le va entregando al documental. En una escena, unas mujeres del barrio se juntan a conversar y coinciden en dar cuenta de que todas llegaron allí por un tiempo corto, simplemente de visita y se terminaron quedando. “Cuando tu te vas no sabes por qué te quieres ir” y quizás ahí está el misterio del bosque, sus aguas y lo que por su propio peso empuja el movimiento.

Por César Castillo