Recuerdo 1996 como el período de tiempo en el que comencé, con una serie de dificultades, a leer y escribir. Quiero decir: yo tenía seis años y escribía vocablos extensos que comprendían varias palabras dentro de sí. Quiero decir: no alcanzaba todavía a poder descifrar cómo y por qué cada termino debía ser escrito separado por espacios en blanco. Leía entrecortado, lentamente, sin interpretar signos de puntuación, sin metabolizar aún la sintaxis, la música de los textos. Entonces, mi madre, ya entrado el año, llegando casi a la mitad del ciclo lectivo, se acercó a hablar con Magalí, mi maestra de primer grado, una mujer de unos treinta años que tenía a cargo uno o dos cursos más, para comentarle una inquietud: que su hijo todavía no sabía leer y que esto le parecía grave. La maestra le preguntó si en casa teníamos biblioteca. Mi madre le respondió que no. Entonces acordaron un plan: ella me compraría todas las semanas revistas y libros infantiles y Magalí, en la escuela, me instaría a leer en voz alta; mi madre me ayudaría a terminar los ejercicios de escritura que tendría como tarea y Magalí en la escuela los corregiría. Así construyeron la biblioteca de casa: mi padre armó unos estantes de madera que instaló en un rincón de mi habitación y, cuando salíamos a hacer las compras, con mi madre nos deteníamos frente a un kiosco de diarios y yo elegía algún comic o algún ejemplar de Anteojito de la época en que solía venir acompañada por clásicos como Hansel y gretel o Blancanieves. Mi abuelo me regaló, obviamente, Mi planta de naranja lima.  Y ya de adolescente, cuando empecé a estudiar en la facultad, mi padre me preguntaba si necesitaba libros y yo mentía diciéndole que necesitaba los Cuentos completos de Fogwill o Punctum de Martín Gambarotta mientras leía, en paralelo, filosofía antigua en fotocopias. Todo ese material se fue reuniendo en la biblioteca que comenzaron a elaborar algunos años antes. Desde entonces, me acompaña la certeza de que la relación con la técnica y los diferentes mecanismos civilizatorios algunas veces puede ser difícil.

Veinte años después, es de noche, tengo varias cosas que hacer, pero solo doy vueltas en Twitter. Las luces del edificio de enfrente están apagadas. “Ya no hay sol en este mundo” pareciera decirme todo alrededor. Scrolleo un poco: “Me parece que voy a empezar a bloquear a los que tienen contratos albertistas… o que no entienden un carajo de política”. Sigo: “soy la persona que más está haciendo una cosa y se pone a hacer otra que conozco”. Sigo: “¿Perón era militar?”. Me da gracia esa ironía. Le doy like. Sigo: “Poesía y oralidad”, “Marino Mariano y trece personas más lo siguen”. Sigo: “Al varón le mostrás literalmente media teta y lo tenés salivando como un perro al que le mostrás un asado. Cómo no los vamos a querer un poco?”. Oh, hermosas e improductivas oraciones breves de fuerte impacto. Oh, sintaxis publicitaria. Tweets que funcionan como si fueran publicidades de uno mismo, de una interioridad única. Dejo mi teléfono a un costado y miro el techo. Ya no me alumbra la luz de la pantalla. No tengo sueño. Cierro los ojos. Pienso en cómo se vinculan lectura, escritura y técnicas de poder, en cómo regulan las redes sociales la producción de sentido, en cómo estos dispositivos condicionan nuestra forma de amar y estar con los otros.

En Teoría de la mediatización: una perspectiva semio-antropológica, Eliseo Verón sostiene que hace dos millones y medio de años atrás se habrían producido sistemáticamente las primeras herramientas de piedra que se constituirían, según Claude Lévi-Strauss, en un sistema de significación secundario, dado que la percepción por parte de los miembros de una comunidad primitiva de una punta de flecha implicaba la activación de un proceso semiótico propiamente dicho, quiero decir: había que comprender en su instancia de producción cómo fabricarla y en su instancia de recepción cómo hacer uso de este instrumento para obtener alimento. Este sería un hito fundamental para pensar la historia de la mediatización. Luego seguiría la aparición de la escritura, el pasaje del rollo al códice, la aparición del libro, la revolución que constituiría la imprenta. Cada uno de estos avances técnicos supondría efectos radiales y transversales que afectarían de diferentes formas y con diferentes intensidades todos los niveles de la sociedad de manera no lineal en tanto implicarían una red extensa de relaciones que se retroalimentaría. Así la alfabetización y la escritura se constituirían en los primeros fenómenos mediáticos, trayendo como consecuencias la posibilidad de reflexionar sobre el lenguaje, el estímulo del sentido crítico, la racionalidad, el escepticismo y la lógica, al dejar de ser las palabras señales audibles que no quedaran fijadas en el tiempo para pasar a ser objetos duraderos. Entonces, los textos adquirieron el carácter de testimonios materiales del transcurso del tiempo medidos por diferentes calendarios que comenzaron a tomar forma y por un proto-género de gran protagonismo como la lista, en tanto habría cumplido un rol fundamental en el control político y administrativo de las nuevas sociedades. Esto nos indicaría que la escritura produjo desde sus comienzos un instrumento ideal de nuevas formas de control, burocratización y dominación que hicieron posible la expansión y estabilización de los crecientes grandes imperios. Lejos de poder concebir a la escritura ligada a la expresión o a la noción de escritura creativa, la mayor parte del material escrito con el que podemos encontrarnos no tiene como tópico el relato o la narrativa como forma de creación literaria o de registro del mito, sino que en su lugar tiene la forma de documentos administrativos y económicos. Verón afirma, entonces, que podría pensarse la cultura escrita como una facilitadora de las dimensiones organizacionales y burocráticas de la sociedad. Entonces, si los propósitos iniciales de este avance técnico se relacionan con escrituras que funcionan como sistemas de registro y con dinámicas estatales vinculadas a la documentación de transacciones, pagos de tributos, registros de actos celebratorios, de movimientos de bienes, administración de la justicia y fijación del sentido, estableciendo el poder un universo simbólico anclado en la dinámica estatal ¿Qué sucedería si pensáramos a partir de esta perspectiva las diferentes implicaciones que trajo consigo la aparición de internet y las redes sociales? Según Oscar Traversa en Sobre la noción de dispositivo, no habría posibilidad de semiosis que no se presente dentro de un dispositivo semiótico determinado, por lo que siempre estaría regulada por las condiciones que ofrezcan los dispositivos en los que se emplaza el discurso, ¿Podemos pensar, entonces, hoy las técnicas de poder vinculadas a una lógica ligada a intereses privados más que a la administración de bienes públicos? ¿Cómo inciden las redes sociales en tanto dispositivos técnicos en nuestra forma de amar y producir sentido?

Veo una selfie de una amiga en una quinta, detrás suyo hay un cielo celeste que cubre toda la tarde. Sigo scrolleando y veo la foto de un plato de comida en la cuenta de un desconocido. Un familiar lejano fue papá y sube una foto de su hijo recién nacido. Pareciera imperar una lógica de la transparencia, como si no hubiera distinción entre la vida privada y la vida pública y en una supuesta exhibición clara y diáfana de la intimidad, como si hubiese algún tipo de recompensa social, como si todo se exteriorizara para volverse información (más información y más comunicación en las redes sociales significan más productividad). Pareciera no haber secretos, extrañeza, alteridad en este espacio. Quizás estos representen obstáculos para una comunicación ilimitada, en tanto la comunicación se acelera cuando se allana, cuando se eliminan barreras, muros. Pero también se desinterioriza a las personas porque la interioridad ralentiza y obstaculiza la comunicación. Y esta desinteriorización no se da de forma violenta sino más bien voluntaria. Se desinterioriza la negatividad de la otredad o de la extrañeza en pos de una diferencia o de una diversidad comunicables. Así se puede generar un efecto de conformidad como si cada uno vigilara al otro. Pensado en términos políticos, podríamos decir que la vida pública y la ciudadanía, estarían así más vinculadas a una lógica del consumo pasivo que a la libertad de un sujeto civil: podemos ver en Twitter que los usuarios tienden a reaccionar de forma pasiva a la política a través de la queja, como un consumidor ante un producto o servicio que le desagrada. Pareciera no haber afán real por comprender la configuración activa de la comunidad, ni por ejercer una acción política común sino más bien la expectación escandalizada de la vida político institucional. Así Twitter, como dispositivo, puede ser pensado como una técnica de dominación que cumple un rol similar, en contextos y periodos históricos diferentes a la escritura en su comienzo. Se controla la vida pública pero ya no por parte de una maquinaria burocrática estatal sino por corporaciones privadas que disputan ese espacio. A diferencia de las técnicas de poder en la modernidad, no se tiende a prohibir o eliminar palabras, sino que su incremento sería una de las características de la sociedad de la información actual. La técnica del poder en nuestra época no es inhibitoria o represiva, sino más bien permisiva y proyectiva. El consumo no se reprime, por el contrario, se maximiza. Y se explota esta libertad.

En su artículo titulado Mr. Spectator y la esfera pública de las coffeehouses, Brian Cowan critica la idea de que las casas de café surgidas en la Inglaterra pos-Restauración representarían una clase de forma social que encarnaría en lo que Jurgen Habermas conceptualizó como esfera pública, considerándolas una forma novedosa de vida pública burguesa dedicada a la producción de discursos de alto nivel sobre un amplio rango de asuntos. Este ámbito sería considerado por el pensador alemán un espacio abierto a la participación de cualquier persona, impulsado por una creciente habilidad de los individuos para distinguir entre la vida privada y la vida pública y por el desarrollo de una variedad de nuevas formas de interacción social y comunicación, como los clubes y la prensa. Cowan, por el contrario, sostiene que una de las principales fuentes del concepto habermasiano de esfera pública fue la imagen idealizada que el periodismo de la época elaboró sobre la sociedad de las cofeehouses, considerando que este proceso ofreció el cimiento crítico para la expresión y legitimación de una opinión pública, democrática y racional. Entonces, plantea que publicaciones como The Spectator colocaron la reforma y la disciplina de la sociabilidad pública en el centro de su agenda como parte de un proyecto de reforma social vinculado al cierre y la moderación en lugar de la apertura de espacios para el debate público y especialmente el debate sobre asuntos de importancia política. Lejos de defender la existencia de una esfera pública encarnada en coffeehouses, tenía como objetivo moderar y disciplinar estas prácticas buscando aplacar y volver anodino lo que Habermas llamaría público político, de manera tal que nos encontramos con la promoción de una vida pública más civilizada por parte de la articulación entre la prensa y el poder burocrático estatal. ¿De qué manera podemos pensar esta articulación entre los dispositivos donde se emplazan los discursos a través de los que se produce sentido, el desarrollo técnico de la era digital y nuestras conductas en el espacio público y privado? ¿Cómo se introyectan estos dispositivos en nuestra intimidad? ¿Condicionan nuestra forma de amar? silenciar, reaccionar, postear, comentar, retweetar, megustear ¿Cómo las redes sociales, en tanto dispositivo técnico, regulan y condicionan la producción de sentido en nuestra época? ¿Retweetear es una demostración de afecto? ¿Estamos ante una transformación civilizatoria que alcanza nuestras formas de concebir y practicar el amor? ¿El narcisismo contemporáneo y la dimensión del interés con el que hoy parecieran organizarse las conductas amenazan la posibilidad de amar? De fondo subyace una cuestión común a todas estas preguntas: nuestra relación con la técnica. Si el amor no es un simple pacto de coexistencia agradable entre dos personas, sino una experiencia radical de la existencia del otro, ¿Podemos amar sin quedarnos antes anonadados, sorprendidos, abrumados? En su prólogo a La agonía del Eros de Byung Chul-Han, Alain Badiou afirma que la irrupción de lo puramente externo, de lo totalmente otro, constituye un desastre para el equilibrio habitual del individuo, pero a su vez permite un vaciamiento del mismo que constituye una vía de salvación. Pero por la configuración misma de estos dispositivos podría dificultarse tener una relación satisfactoria con un otro o una otra. Así estaríamos ante el peligro de transitar por mapas que nos conectan más bien con iguales antes que con quienes nos distancia algún tipo de alteridad. Pero una crítica romántica a los avances de la técnica tampoco puede augurarse como una solución. Porque la técnica constituye una dimensión propia de la especie humana. ¿Y si nuestra apuesta fuera redefinir nuestra relación con lo humano en lugar de solo repensar nuestra relación con la técnica?

 

Por