Este fugaz texto ensayístico procura poner de relieve una problemática histórica acerca del arte cinematográfico. Se trata de un aspecto crucial y nodal que, de alguna manera, se mantiene aún latente a propósito del objeto-cine: su consideración como arte seriado y  reproductible.

No seamos ingenuos: sabemos que pretender trazar recorridos y repasos historiográficos sobre la consolidación del cine en tanto medio de manifestación artística desde la actualidad puede resultar infructuoso y hasta iluso. Hoy, el cine ya no es cine. El cine se desprende cada día más de su manto institucional y eso lo lleva a una inexorable e  inminente desaparición de muchos de sus aspectos fundacionales que supieron reafirmar ese mencionado carácter de institución simbólica (el más reconocido, tal vez, sería el ya corroído aura de la sala oscura cinematográfica, en franca extinción).

No obstante, somos obstinados y nos gusta seguir pensando el cine y rescatando hipervínculos y reminiscencias con el pasado. Reenvíos y relaciones que, de algún modo, entran en diálogo con el agitado presente seriado gobernado por TikTok y Netflix y que de ninguna manera apelan a una edulcorada visión romántica del cine, sino todo lo contrario: se apuesta a la problematización constante y la apertura crítica, para evitar que el mundo del arte se siga burocratizando.

Benjamin y Adorno

Durante los años 20 surge en Alemania la Escuela de Frankfurt, el reconocido colectivo de jóvenes filósofos, investigadores y pensadores teóricos que, alineados en su mayoría a los ideales y postulados de Marx y Hegel, se atrevieron a revisar, entre otras cosas, las nuevas formas y transgresiones en torno a la concepción de la obra de arte moderna. En pleno auge de los regímenes fascistas totalitarios encabezados por Hitler y su nacionalsocialismo en la región, autores como Walter Benjamin y Theodor Adorno supieron hacer entrar en tensión abordajes sobre los efectos, las consecuencias y las estrategias de propaganda acerca del cine como medio de expresión en la sociedad.

Walter Benjamin (1892-1940), célebre y reconocido teórico y pensador, ha puesto en manifiesto en muchos de sus trabajos analíticos una concepción emancipatoria de las técnicas de la reproductibilidad en el arte. En su escrito La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica (1936), el autor desanda los caminos del arte y sus preconceptos y horizontes empíricos; su tesis, entonces, es clara y oportuna: el surgimiento de las técnicas de reproducción en serie, tales como el mismísimo arte cinematográfico, son las que permiten un acercamiento masivo del arte a la población. Aquí es donde Benjamin encuentra el verdadero poder del arte, con el cine como el caso ejemplar al que el autor atribuye gran parte de la incumbencia de la cuestión. En otras palabras, el acceso de las masas al cine comenzó a ser evidencia clara del concepto de potencialidad emancipatoria en el arte reproductible; una utopía marxista proyectada en las masas adueñándose de una vez por todas de los medios de producción y desarmando así las pesadas cadenas de un sometimiento de clase histórico.

El arte, a partir de los planteamientos del autor, es capaz de introducirse de lleno en las mentalidades del pueblo, que ya no se deja inducir por medio de una sugestión hipnótica hacia ese anticuado arte digno de los dioses y las deidades eternas, esa obra pictórica que representaba la sacralización absoluta y por tanto restrictiva de ciertos sectores sociales determinados. La concepción elitista del arte moderno ubicaba a la figura del artista como un genio semi-dios (el desplazamiento antropocéntrico del postulado iluminista) mientras que su labor creativa adquiría el rango de una obra divina. Pero la concepción de la obra de arte como tal, comprendida por los cánones de la Modernidad como el objeto distante y de aspecto reverencial ideado por el intelecto celestial del artista cuasi divino, se fractura terminantemente con los nuevos devenires del siglo XX. El arte se ve expuesto a una renovada forma de reproducción seriada y, siguiendo a Walter Benjamin, eso representa el sueño eterno de la manipulación industrial para el alcance de las mayorías. Frente a eso, el pueblo debe lograr emanciparse y, finalmente, sembrar la reflexión y el autogobierno de sí mismos y del pensamiento propio para la revolución.

Mientras que Benjamin se encarga de defender este acercamiento del arte a las masas, Theodor Adorno (1903-1969) critica y problematiza ciertos planteamientos de su colega, afirmando y realzando el carácter fetichista de este tipo de artes, distanciadas de la noción de autonomía, propia del sistema tradicional histórico de las artes. La estética y la política se vuelven importantes en el análisis de estos autores: Benjamin está convencido de que el cine significa un instrumento y una herramienta para las masas, un medio con el cual llegar a constituir una ideología, un pensamiento, una actitud progresista. Con esto se relacionan intrínsecamente los conceptos de estetización de la política y politización del arte. Frente al advenimiento de las dictaduras a nivel global y su fortalecimiento tanto en el plano político como en lo social, y en el caso particular de Adolf Hitler y el nazismo en Alemania, surge también la utilización de los medios de reproducción como el cine y la radio para exaltar continuamente la figura del gobernante. Esto es: un medio más de propaganda socio-política frente a la gran avanzada de los regímenes totalitarios que lograron fortalecer el apoyo popular y masivo, una instrumentalización de los recursos visuales y estéticos del cine en su momento de máximo apogeo y expansión mercantil. Se trató de una íntegra utilización del arte como medio expresivo para manipular y dominar a las masas, en forma de estetización de la política; donde a través de la impenetrable imagen del fascismo ilustrado era posible alcanzar semejantes grados de placer estético. Vale revisar los registros filmográficos del Tercer Reich (disponibles en YouTube) donde la figura del dictador se evidencia exaltada y enaltecida a partir de tomas de cámara contrapicadas (con perspectivas desde abajo hacia arriba).

Llegamos así a la mera contemplación de la “belleza de la guerra”, un punto extremo que llevó a considerar la experimentación de la muerte y la destrucción devastadora de la población como un suceso relacionado al goce estético. La politización del arte representa lo mismo pero desde un posicionamiento opositor; se trata de la más pura respuesta frente a las políticas fascistas y a la posibilidad artística de utilizar a los medios reproductibles para la expresión revolucionaria, atribuirle al objeto artístico una función político-social, de intervención, de cuestionamiento, de sublevación. Si queremos citar un ejemplo histórico en el cine, aunque célebre y comercial, podríamos mencionar el film El gran dictador (1940) de Charles Chaplin. Seguramente, a algo de todo esto se refería Walter Benjamin al evidenciar el poder del cine en cualquiera de ambos casos: en el puño de acero del dictador o los múltiples puños en alza del pueblo.

El pato Donald

En relación con esto, en tiempos de plena Segunda Guerra Mundial, el teórico Adorno argumenta que tanto el nazismo como la democracia estadounidense comparten una misma estructura en cuanto a la represión y al control ideológico del que se valen los medios y la construcción adoctrinadora de sus mensajes para la sociedad. Ambos establecen una manipulación de las masas a través del cine como medio expresivo, pero mientras que el nazismo se vale de la propaganda política, Estados Unidos lo hace desde la interpelación a la cultura de masas a través de fuertes y evidentes símbolos y elementos de competencia (que al fin y al cabo representan otra forma de voraz propaganda). Vale revisar el renombrado episodio Der Fuehrer’s Face (1943) del preciado pato Donald, personaje ideado por el eternizado y prolífico Walt Disney, donde se lo observa enfrentándose a tareas serviles en condiciones inhumanas y bajo el mando represivo y dictatorial de los nazis, mientras entonan una canción de contenido fuertemente explícito. En este sentido, surge como lectura obligada el célebre Para leer al Pato Donald (1972), de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, que sin hacer una alusión directa al material audiovisual, se encarga de abordar este tipo de análisis de revisión ideológica a través de las tiras gráficas cómicas del mismo emplumado personaje.

Por otro lado, Theodor Adorno insiste en que el sistema que conforman el cine y su conglomerado de artes visuales se expone ante la población como un simple (y aún así grandilocuente) negocio superficial, que no tiene siquiera por qué aparentar su autoproclamación de manifestación artística. Por lo tanto, siguiendo estas ideas y concepciones, no habría posibilidad de que estas grandes industrias culturales conduzcan a las masas a una toma de reflexión crítica y consciente; a una consideración del sendero utópico de la verdadera revolución, de la sublevación ante lo preconcebido, de la insurrección ideológica ante los cánones artísticos, sociales y políticos instaurados. El autor exponente de la Escuela de Frankfurt afirma que debiera existir una relación dialéctica desde el punto de vista de los intelectuales del mundo de las artes (las incipientes artes de vanguardia) y cada individuo en particular; lo que claramente lo diferencia del pensamiento lógico emancipatorio promovido y pregonado por su colega Walter Benjamin.

Para finalizar esta arrojada reflexión en torno a las transgresiones de la obra de arte y su conformación a lo largo del tiempo (o al menos en el periodo aquí precisado), valdría hacer mención a la siguiente -esclarecedora- cita de Benjamin:

A saber, en los tiempos primitivos, y a causa de la preponderancia absoluta de su valor de culto, la obra de arte fue antes que nada un instrumento de magia que sólo más tarde fue reconocido hasta un cierto punto como obra de arte; de manera parecida, hoy la preponderancia absoluta de su valor de exposición le asigna funciones enteramente nuevas, entre las cuales bien podría ocurrir que aquella que es para nosotros la más vigente –la función artística- llegue a ser accesoria. Por lo menos es seguro que actualmente la fotografía y el cine son claros ejemplos de que las cosas van en ese sentido. (Benjamin, W., 1989 [1936]).

Cualquier semejanza con el acontecimiento TikTok es pura coincidencia.

En síntesis, la idea del quiebre absoluto de la obra de arte aurática[1] en su concepción moderna es atendida por ambos autores de una manera común y semejante, puesto que no hay modo de negar una realidad evidente de principios de siglo XX. La fotografía ya había anticipado esta ruptura del orden de la serialidad y la reproductibilidad técnica, y el arte del cine acabó por consolidarlo: a partir de esta consolidación, nuevas operaciones y estrategias de instrumentalización fueron saliendo a la luz, como los modos de propaganda y difusión política en el marco del fascismo y la sanguinaria Segunda Guerra. Lo que ocurrió después, sigue reverberando en la actualidad, en sus múltiples desprendimientos y rizomas.

Ahora bien, nos queda la reflexión de cara al futuro próximo y a nuestro incierto presente posmoderno y desestabilizador: ¿es el cine capaz de seguir sembrando y alimentando un posicionamiento ávidamente crítico y reflexivo en el espectador común, aún en los tiempos que corren? ¿Fue, es o sigue siendo el cine, al fin y al cabo, sinónimo de emancipación para las masas? ¿Tiene sentido seguir estimulando y nutriendo debates de este tipo en furiosos tiempos de hiperflujo virtual? ¿o acaso los estándares de producción y representación dominantes (como el persistente Hollywood) son formas rigurosamente estructuradas y estudiadas de instrumentalización y supremacía ideológico-político-social que continúan impiadosamente operando bajo el mando de un líder tácito, evasor de impuestos, que se disfraza de un actualizado Pato Donald? ¿Sigue reinando el Pato Donald? ¿Quién es hoy el Pato Donald? ¿Y Mickey Mouse?

Por Juan Velis

 

Referencias:

– Benjamin, W. (1936). La obra de arte en la época de su reproducción técnica, en Discursos interrumpidos I, Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S.A. de Ediciones, Buenos Aires, 1989.

– Der Fuehrer’s Face (El rostro del Führer, 1943), escrito por Joe Grant y Dick Huemer, dirigido por Jack Kinney, producido por Walt Disney Production.

– Entel, A., Lenarduzzi, V., Gerzovich, D. Escuela de Frankfurt. Razón, arte y libertad. Buenos

Aires, Argentina: Eudeba, 1999.

[1] Tanto W. Benjamin como T. Adorno acordaban en que la obra de arte desde la perspectiva moderna era portadora de un aura que la mantenía distante y autónoma y, a la vez, le atribuía esa condición de sacralidad propia de la creación de un artista-genio divino.