I

Hay un principio que edifica la identidad de la figura del Estado: una inauguración de la potencia y la actualización de su imperio sobre las corporalidades que la conforman. Este cuerpo social que se cierra en sí mismo se nos da como la imagen de una musculatura monstruosa. La ley que se impone como un origen siempre difuso, que moviliza la voluntad al interior de este órgano monumental, y se estructura como el principio regente que accede a la condición histórica del cuerpo-Estatal. Es la expresión de aquello que se nos niega: el acceso a la experiencia desnuda de la violencia.

Los distintos estratos de esta monstruosidad son los espacios donde el cuerpo-Estado impone sus fuertes. Aquí hay que señalar algunas condiciones: un cuerpo es siempre colectivo. Es cosa de ver los procesos de militarización para caer en el impacto de la imagen. La resistencia de cuerpos contra cuerpos, la imposición de un límite que no existía antes de la toma de espacio y tiempo, y que  hoy es la consolidación del poderío (el gesto disciplinado del militar, su unicidad en fuerza y forma) como administración de la violencia. Es la violencia originaria que fundamenta el peso de la República y su configuración geo-política concreta: la ininteligibilidad de su extensión, la contradicción de su funcionamiento.

Esta violencia que se da como condición de sí misma, y que en la lógica del Estado como organismo consume y codifica las potencias de la vida. La corporalidad que se auto engendra, que devora y expulsa aquello que no lo nutre. En la Filosofía del derecho de Hegel, se caracteriza el Estado como esta figura que se configura como lo Uno: el orden de lo sustancial cuya naturaleza es el espíritu de la experiencia de la libertad. El imperativo de la comunidad que a la vez es su imposibilidad, la digestión del orden político y cuyos excesos nos representan en la homogeneidad de su expresión material. Según este criterio, fuera de la corporalidad monstruosa no queda ningún exterior fácilmente reconocible, solo el ícono ausente de lo común. Finalmente, ¿qué nos reúne en este cuerpo que llamamos Estado? Nada más que la potencia de sus movimientos internos.

Esta violencia original que es la fundación de la ley. Schmitt y Benjamin ambos coinciden en una suerte de ontología de la ley: su vínculo directo con la violencia, la constitución de una identidad comunitaria que se presupone y conforma la corporalidad del Estado. El deseo del Estado de volver a su propia representación, de producir y ocultar la ceguera ante un mundo fuera de sí. Tanto la Crítica de la violencia de Benjamin como El concepto de lo político en Schmitt generan un entendimiento de la ley que se fundamenta en el orden de cierta fuerza, aunque ambas lógicas son testigos de dos facetas totalmente contrarias de esos procesos de unión y expulsión. En ambos autores, la ley es la conformación de un límite: entre lo interno y lo externo, la amistad y la enemistad, lo mítico y lo divino.

La unidad orgánica del Estado exige esta ley y su libre ejercicio: no podría, a sus ojos, haber mayor libertad que ser parte de su cuerpo. Su unidad exige la encarnación de la ley en otra corporalidad libre, la militarización es esta forma del encarnamiento de la energía historizada de la voluntad nacional en un cuerpo-soldado. La pregunta, entonces, es por este cuerpo abierto como materia situada para la codificación y reproducción de tal fuerza. ¿Quién es el sujeto voluntario de este vaciamiento? ¿Quién es el arma?

II

El cuerpo del soldado es el resultado de un proceso de técnica y colectivización. Es la aplicación de la forma de ley en un cuerpo que se dispone como materia administrable, es la aparición pública del cuerpo. El soldado le pertenece a una corporalidad mayor a la que se encuentra integrada: es la economía de la energía generada por una realidad colectiva. Son la dimensión técnica de lo que Foucault famosamente llama políticas de la vida. La movilización de sistemas musculares, nerviosos, éticos e intelectuales es aquello que se pone en juego en la constitución de este agotamiento programado: esto es lo que algunos, volviendo a Hegel, llamarían espíritu. Entonces, cuando preguntamos quién es el arma, nos preguntamos por este vaciamiento total de la energía individual: hay una uniformidad que viene del deseo replicado en el espíritu de lo patrio, el afán de encerrarse en la forma y la fuerza. El cuerpo del soldado es uno que en su vaciamiento busca identificarse con el despliegue de esta violencia colectiva. Esto debido a que cuando tal corporalidad se vuelve materia dispuesta, la energía generada solo puede ser colectiva.

El soldado, entendido como apertura disponible para la edificación de las Fuerzas Armadas (la extensión técnica de la corporalidad estatal), tiene como afán la manifestación de la profunda naturaleza del Estado: el deseo del soldado de inscribirse en la vida de la nación. El ímpetu aquí presente es darle una restricción coherente a la fuerza monstruosa del cuerpo estatal en pos de dirigir sus energías. Es la forma de la disciplina como una práctica específica que no es un ejercicio de sujeción, sino una forma de acción. Es la voluntad a disponer de tu voluntad, el consenso para adentrarse y al mismo tiempo silenciar el principio de violencia que le otorga su carácter histórico a las instituciones nacionales. Ser un arma es desplegarse como dispositivo del vaciamiento de energía contra un Otro, es la administración técnica de la fuerza para exigir una forma y temporalidad productiva a un territorio que rechaza naturalmente esta codificación histórica.

El cuerpo-militar, entonces, es la resolución de un vínculo entre pasado y futuro, la posibilidad de cederle un terreno encarnado a la ocupación del lenguaje estatal, a la cadencia de la expresión de los sistemas técnicos de lo nacional. No basta con la metáfora de lo mecánico para dar cuenta de este encarnamiento de la realidad nacional, en todos los niveles disponibles de profundidad, lo nacional en la economía de la materia propia vislumbra el movimiento de la gestión de lo “interior” como política del enemigo interno que se expulsa. Pienso en el cuerpo de un niñx mapuche enfrentándose al desengaño de su unicidad cuando un arma le habla de lo que es, de la necesidad de su borramiento para la actualización permanente de la unión de lo patrio en su muerte. Es el gran cuerpo que nace y muere, todos los días.

Esta ocupación inaugural de un espacio y de un tiempo es la estructura basal de la consciencia colectiva del Estado. Pero esa coherencia siempre estará amenazada mientras existan corporalidades donde esta violencia inaugural esté inscrita: la experiencia encarnada de la violencia y que es el resultado natural de una “necropolítica”. La inscripción de lo común pareciera darse en estos espacios de muerte, la corporalidad que expresa el trauma y la memoria como condiciones históricas de la violencia codificada técnicamente en el cuerpo de soldado y luego proyectadas en la mortalidad omitida por la lengua estatal. En este sentido, el cuerpo del soldado es técnica encarnada, es la energía que traduce la ley como una síntesis del sentimiento monstruoso del cuerpo-Estado, siempre remitiendo a un momento aún más profundo de su oscura memoria.

III

Un Estado no es un monolito, mucho menos una experiencia clara de sus propias pulsiones. Esto se debe a que la expresión del Estado siempre se configura como una imagen incompleta que apunta a su propia confirmación. La ley es su palabra, la materialización de la memoria de su monstruosidad. Pero con ley no me refiero simplemente a los principios jurídicos de la institución republicana: sabemos que la imposición de la voluntad estatal se aplica de manera más potente en los espacios de elisión donde lo que rige es su irracionalidad y el carácter contradictorio de este gran monstruo. Aquí aparece el problema de la memoria muscular del Estado y la posición que ocupa el cuerpo-militar al momento de definir las funciones políticas de la muerte y de la violencia.

Hablo de memoria ya que la interiorización del militar y su condición histórica es una que se adentra en la negación de las propias formas de la ininteligibilidad del cuerpo-Estado. Es una rama de la sistematización histórica de la memoria, el manejo de sus excesos en las ya conocidas ausencias de la memoria colectiva. Si el sistema de la memoria muscular consiste en la repetición permanente del acto inaugural de la violencia, sintetizada en la corporalidad del soldado que representa la aparición pública del cuerpo, entonces los cuerpos desaparecidos producto de la violencia y de la muerte son el fundamento de su anatomía: la imposibilidad de lo común en la fuerza de lo nacional.

¿Por qué la comunidad no es un cuerpo siempre constituido? He ahí el trauma que se inscribe en todas las corporalidades producidas en el marco del cuerpo-Estado: el hito histórico del desmembramiento, del ejercicio de la fuerza sobre mí y para mí. Un hombre aimara puede decidir tomar un arma: hacerla suya o hacerla patria. Puede ver en el centro de la técnica política de la violencia y entender: la muerte es el tejido que conforma la musculatura del mundo. Pero este horizonte común que es la muerte no es la experiencia personal de un individuo con el mundo, la muerte es la condición de la relación con el Otro. En el cuerpo del Estado nadie muere, la violencia y la muerte son la opacidad inaccesible de su memoria, o también es el asunto simbólico de la muerte del soldado que reúne e identifica.

 

Por Daniel Ahumada