Theo Anthony parte su nueva película mirándose a sí mismo, o más bien, apuntando la cámara hacia su ojo, buscando su nervio óptico, ese que es “el único lugar donde el mundo y el cerebro se conectan” pero que, a pesar de lo anterior, es un “punto ciego” donde el cerebro invierte el mundo para darle sentido.

La tesis que Anthony parece desarrollar es la de que una imagen cualquiera mostrará exactamente lo que el instrumento que la crea puede mostrar, pero que eso también siempre dependerá de quién esté manipulando ese instrumento. Para el documentalista de Baltimore no es algo nuevo, incluso es lo mismo que trató en aquel mediometraje sobre el ojo de halcón en el tenis llamado Subject to Review, donde intentaba mostrar cómo, a pesar de los intentos del ojo de halcón por llegar a una precisión absoluta en el pique de la pelota, este aún tenía un margen de error que provocaba algunas fallas considerables. Es que no basta con diseñar el instrumento para que este, una vez enfrentado a la realidad, actúe tal cual como ha sido diseñado.

En All light, everywhere Anthony combina distintos hilos narrativos acerca de lo anterior. Primero sobre la empresa Axon, responsable del famoso Taser que hace ya varios años los gringos quieren venderles a las policías latinoamericanas, y que últimamente han estado desarrollando un montón de nuevos softwares interconectados para los procedimientos policiales: taser, drones, autos, y la famosa body cam, pensada para que los policías puedan grabar sus procedimientos y luego esos archivos de video puedan ser usados en un potencial juicio. Anthony se introduce entonces en la capacitación que la policía de Baltimore hace sobre la body cam, una camarita que mediante un imán se ancla al cuerpo, generalmente en el pecho; y además va a la fábrica de Axon, donde lo recibe un tipo que es un gran personaje porque encarna a la perfección -e involuntariamente- a la figura del emprendedor gringo que metaforiza todo el mundo a su alrededor a partir del éxito de su negocio.

Otra vertiente que Anthony muestra es la de Eyeview, una empresa de vigilancia, “un google earth, pero en vivo” tal como su jefe quiere venderla a municipalidades y juntas de vecinos. Mediante aviones automatizados para crear imágenes todo el tiempo, Eyeview forma una visión cenital de un territorio específico que puede dar cuenta de todo lo que está pasando en un momento preciso, ya sea pasado o actual. Es, en el fondo, una tecnología similar a la que usa Estados Unidos, mediante drones, para vigilar cualquier país potencialmente peligroso para sus valores o sus negocios, finalmente la misma cosa.

La preocupación de Anthony es variada, parece ser por momentos la automatización de la mirada, o que la subjetividad de las imágenes esté conformando una nueva y peligrosa objetividad, o el refinamiento de los procesos de captura y procesamiento de datos a partir de delegar el control de las imágenes del mundo a las corporaciones. Para expresar todas estas preocupaciones Anthony historiza, y quizás es allí donde más se acerca al que evidentemente es su mentor, Harun Farocki. Anthony se remonta Janssen y su pasaje de Venus, hacia Neubronner y sus palomas con bodycam, o hacia Bertillon, el criminólogo francés que estandarizó la famosa ficha policial. Nos dice que esto no es nuevo, que no hay que tomarlo como un crecimiento espontáneo o un milagro tecnológico porque ya la historia ha sido testigo de aquellos intentos que posteriormente la sociedad ha desarrollado. También nos dice, quizás sin demasiado énfasis, que los anteriores intentos fueron fácil y rápidamente cooptados por militares para desarrollar sus propios artefactos, el mismo caso que actualmente sucede con Axon (que está ideado principalmente para estos fines) y Eyeview (que tuvo su origen en las guerras de Irán y Afghanistán). Finalmente la historia de las imágenes, sus medios y artefactos, es también la historia de los poderes que la posibilitaron, de los que vieron una oportunidad para invadir un territorio o sacar ventaja en la carrera armamentista. El desarrollo de las cámaras actuales, de los drones, body cams y estabilizadores, sin ir más lejos, se la debemos a los milicos gringos, a sus programas de desarrollo tecnológico, a su activa participación en los horrores del mundo. Ante esto último Anthony no tiene mucho para decir, se limita a intentar mostrar las contradicciones ópticas/ideológicas de las empresas y las policías, o a poner el grito de alerta en la formación de nuevas AI que dotarán de un poder inimaginable a los represores de siempre.

No quiero dejar de valorar algunas decisiones de Anthony, por ejemplo la de intentar realizar nuevamente el vuelo de las palomas de Neubronner, o la de evitar mostrar imágenes de brutalidad policial -de las que ya tenemos bastante en el día a día-, o la de, a pesar de tener una voz en off aparentemente narrativa (que habla sobre lo que está dentro del cuadro), usa el texto como una voz en off “documental” que habla sobre lo que está fuera de cuadro, cuestionando la manera en que la voz transmite autoridad; y finalmente, que no tenga miedo del plano feo, desprolijo, de intentar cosas que, si bien no son nada nuevas, podrían parecer decisiones inoportunas en las escuelas de cine o en el circuito de festivales. Anthony piensa su época y sus imágenes e intenta poner eso en sus películas de una forma que demuestra que ha comprendido, fianlmente, que la belleza edulcorada de las imágenes documentales, o más bien, del cine de nuestros tiempos, son pura superficie, solo belleza anestesiada. Y eso se agradece un montón.

*All light, everywhere puede verse actualmente en el Festival de Cine de Mar del Plata

Por Miguel Ángel Gutiérrez