Existe una premisa básica en el cine documental que es la fidelidad al mundo real, o, como lo denomina Bill Nichols, el “mundo histórico”. Este, sin embargo, no puede ser representado de forma exhaustiva, abarcando todas sus aristas. Por consiguiente, lo que se hace en cada documental es descubrir una “ventana” sobre la parte del mundo que le interesa a su director, y acerca de ella construir un argumento (154 y 155).

Haciendo un esquema general de su evolución, se puede afirmar que el cine documental ha transitado desde momentos en donde el/la cineasta confiaba en poder representar la realidad tal como es, y hacía evidente su voluntad de controlar la “objetividad”, a momentos en donde el/la cineasta demuestra incertidumbre sobre el medio cinematográfico y recorre un camino más libre, permitiéndose la subjetividad de manera abierta (Nichols, 95).

Actualmente, las modalidades del documental descritas por Nichols (expositiva, observacional, interactiva, reflexiva y performativa) siguen con plena vigencia. No obstante, en las últimas etapas la referencialidad al mundo histórico se torna más difusa, haciendo difícil comprender las modalidades en estado puro y no desconfiar de su promesa con lo real. El cruce con la ficción, que ha sido un problema desde los inicios del género, se hace más patente, e incluso llega a consentirse por parte de los mismos documentalistas. Así, en vez de categorías definidas, han terminado cobrando mayor relevancia las poéticas personales, es decir, los acercamientos a la realidad que son propios de cada realizador.

Las películas de Maite Alberdi ilustran esta tendencia. La directora se ha caracterizado por emplear, de manera conjunta, técnicas de observación y puesta en escena, generando discusión respecto a cómo se logra establecer un cierto control sobre la realidad que se propone capturar. Antes de llegar al éxito internacional con “El Agente Topo” (2020), Alberdi realizó “La once” (2014), su segundo largometraje, donde se reflejan algunas de sus temáticas y estrategias discursivas.

“La once” narra los encuentros mensuales de un grupo de amigas ancianas con buen pasar económico. Desde que salieron del colegio, hace más de 60 años, las amigas se reúnen a tomar “once” y se dedican a conversar de sus vidas, sus amores, y los cambios sociales que ocurren en Chile. La historia tiene un reparto coral, pero se destaca el rol de la abuela de Maite Alberdi, quien abre el relato con su propia voz en off y termina falleciendo al final de la película.

Alberdi se basa en el modo observacional para “La once”, pero lo hace a su propia manera. Además de las técnicas usuales de observación, que terminan por invisibilizar la “voz” de la directora, lo que se desarrolla por debajo es una puesta en escena (por parte de Alberdi) y una performance (por parte de los sujetos representados). Esto da pie a una obra que se percibe como pura observación, pero es una ficción camuflada.

Dentro de la crítica chilena, existen autores que han escrito sobre el panorama del documental reciente en Chile, y que aluden directamente a “La once” en sus escritos. Uno de ellos es Iván Pinto, quien en su análisis del género establece la cercanía de varios filmes documentales con el cine de ficción. La película de Alberdi es tomada como ejemplo, y es ahí donde Pinto señala los conceptos de “puesta en escena” (composición del espacio y las acciones, a cargo del director) y “performance cotidiana”, para referirse a la ritualidad de los encuentros entre las ancianas protagonistas (110).

Luego está Pablo Corro, quien observa el tema de la memoria en el documental. Para el caso de “La once”, concluye que es gracias al montaje que la directora logra aunar los diferentes fragmentos grabados en una especie de “presente perpetuo” (6), pero lo que prima por debajo es una incertidumbre respecto al tiempo.

La particularidad de “La once” no es única en el contexto nacional, sino que se enmarca en todo un período de “renovación” del documental en Chile (Pinto, 103), que se caracteriza por la apertura a nuevas materialidades y formas expresivas, y por el acercamiento a temas como la memoria y la identidad. En toda esta ola de cineastas contemporáneos, el documental no se afronta desde una mirada tradicional, sino personal, y llegan a haber puntos comunes entre ellos, como es el “zigzagueo” entre la ficción y la realidad.

Para profundizar en el análisis, primero es pertinente delimitar algunos conceptos. El modo observacional, definido por Nichols, es una categoría que surge a partir del cine directo de los años sesenta, y se basa en la no intervención de la realidad por parte del realizador (72). Esto supone que el tratamiento visual y sonoro sean dispuestos de tal modo que los personajes tengan mayor control sobre el discurso. La “voz” del director no desaparece, pero queda escondida. María Luisa Ortega recalca que los defensores de esta modalidad han buscado apuntar a un cine “no controlado”, donde tengan plena cabida el azar y lo imprevisto (19). En este tipo de formato, se evitan las entrevistas, intertítulos o voces extradiegéticas.

Luego, es necesario definir otras dos modalidades que, si bien no son predominantes en “La once”, contienen elementos que se incorporan al método desarrollado por Alberdi. Primero, está el modo interactivo, que se suele atribuir al cinéma verité. Este cine se caracteriza por permitir la intervención del realizador en la realidad; el discurso se construye en conjunto con los personajes (de ahí la idea de “interacción”). Por ello, un elemento común de este tipo de documental es la entrevista. Aquí se puede incorporar también el concepto de “comensalidad”, desarrollado por Edgar Morin, que se refiere a “la captación de los diálogos espontáneos, la palabra vivida, de un grupo de personas surgidos alrededor de una mesa” (García, 80).

El otro es el modo performativo, surgido entre los años ochenta y noventa. Se distingue por afrontar la realidad de una manera menos referencial que los modos anteriores, por eso puede decirse que escapa de los límites tradicionalmente asignados al cine documental. Pone mayor énfasis a la subjetividad del realizador, en la experimentación formal, en la evocación más que en la representación (Nichols, 98). Al cuestionar la posibilidad de una voz omnisciente y objetiva, se acerca al cine de ficción apropiándose de sus técnicas.

Si entendemos “La once” como una película de observación, se hace muy evidente la elección de esa modalidad al momento de representar a sus personajes. Durante el grueso de la cinta, las ancianas protagonistas, así como las breves apariciones de sus maridos y empleadas, se muestran con absoluta naturalidad y control de sí mismas. No hay intervención aparente de la directora en los temas que se hablan (son relevantes las conversaciones sobre sexualidad femenina, tal vez los momentos donde Alberdi pone más claro su estudio sobre la sociedad chilena). Ante todo, hay que aclarar que solo en momentos muy específicos aparece un tono expositivo (cuando habla la abuela de Alberdi al principio y cuando se intercalan fotos y textos que dan cuenta del paso de los años), pero estos solo sirven para encauzar la narrativa y no afectan el modo de observación predominante.

Al contemplar “La once”, y considerar la intimidad que la directora logra recoger, surge la inevitable pregunta de cómo se llegó a tal grado de cercanía en la observación de un grupo humano. La respuesta no es simplemente que Alberdi haya escogido a personajes cercanos, como lo son las amigas de su abuela. Según se explica en diversos textos, entre ellos el de Iván Pinto, el proceso de investigación que realiza Alberdi es muy importante para conocer el mundo que aborda en sus películas. Esto le permite a Alberdi “sostener la filmación a lo largo de muchos meses” (Pinto, 110). Así, de la observación previa se pasa a una observación al momento de filmar, cuyo resultado es el montaje de meses de material referido a un mismo rito (Corro, 3).

Sin embargo, lo que parece solo una observación exhaustiva como método de trabajo no es tan así. Como se dijo de un principio, Alberdi combina técnicas variadas, las cuales incluso pueden contradecir lo que es el modo predominante.

Sobre el concepto de “comensalidad”, es discutible el hecho de que Alberdi proponga o suscite conversaciones entre las ancianas que toman el té, si recordamos el hecho de que la directora nunca aparece en escena compartiendo la mesa con ellas. Lo que sí está claro es que la verdad surge de sus palabras, radica en el diálogo, entonces hay una multiplicidad de voces operando al mismo tiempo. Entonces, si no está presente frente a la cámara, ¿dónde interviene la voz de Maite Alberdi? Esto lleva directamente a la puesta en escena.

 Retomando lo que se define como modo performativo, existe en el documental moderno una tendencia a traspasar los límites del género y acercarlo a la ficción. Esto lo confirma Iván Pinto en relación con el caso chileno (108). “La once” forma parte de ese proceso, y lo hace mediante la utilización de una puesta en escena. El procedimiento de Alberdi se da “a partir del conocimiento de las condiciones del universo que se está abordando” (110) (la misma observación que se menciona anteriormente), pero aplicado a componer la disposición de los personajes frente a cámara, sus acciones y reacciones. Las ancianas resultan siendo ubicadas en posiciones definidas alrededor de la mesa, permitiendo montar horas de conversación para simular que se trata de un momento único. La directora, a su vez, aprovecha la “actuación” reiterada de sus personajes, y así puede prever posibles intercambios verbales o gestuales entre ellas. Las ancianas realizan una performance, tal vez sin estar conscientes de ello.

Como reflexión final, surge preguntarse cuál es la intención de Alberdi con llevar a cabo toda su operación. Volviendo a las palabras de Ortega respecto al cine directo, cuya máxima era registrar lo incontrolable de la realidad, quizás lo que busca Alberdi es subvertir ese principio. A través de la puesta en escena y la identificación de una performance, se puede dar el lujo de controlar lo que en el documental parecía imposible. El método funciona por su rigor, pero aun así deja una puerta abierta a lo imprevisible. Como señala Pablo Corro, la inesperada muerte de la abuela termina revelando el artificio.

Por Tomás Benavente

Bibliografía

Corro, P. (2012). Sustraerse a la historia.

García Díaz, N. (2008). “Jean Rouch. Crónica de un cine de verdad”. En Cine directo. Reflexiones en torno a un concepto. Madrid: T&B Editores.

Nichols, B. (1997). La representación de la realidad . Barcelona: Paidós.

Nichols, B. Performing documentary (capítulo).

Ortega, M. L. (2008). “Cine Directo. Notas sobre un concepto”. En Cine directo. Reflexiones en torno a un concepto. Madrid: T&B Editores.

Pinto, I. (2016). Formas Expandidas. Límites y entre-lugares del documental chileno 2004-2016.