El imaginario de las cartas regresa en esta última película en forma de imagen. La imagen mental de una carta al interior de una botella se representa como aquella antigua historia que habita en los recuerdos de la infancia. No vemos la imagen de la botella en la película, pero la cineasta nos cuenta sobre ello durante los primeros segundos de filmación: este documental, al igual que la carta que viaja en una botella, es una carta hacia el futuro. La proyección de un paseo por el mar es capturado con un rollo en blanco y negro abriendo paso a la última película que organiza la trilogía de cartas visuales.
Una de las producciones más íntimas de Panizza se proyecta en esta última carta dirigida a su hijo Vicente. Producida en 2012 y con una duración de treinta minutos, Al final: la última carta se forja entre un formato a color mezclado con proyecciones en blanco y negro, dando forma a una estructura de imágenes entrelazadas con la poesía melancólica de las frases enunciadas. La carta se pronuncia como un contenedor de recuerdos, no solo de los que intenta coleccionar para su hijo sino, también, como una necesidad de retener el tiempo para sí misma. La cineasta vuelve a retomar el ejercicio del interior/exterior, los paisajes comunes, las calles y la naturaleza, regresa al relato sobre los puntos cardinales y el misticismo que sugiere Atahualpa, también la contingencia nacional y los maniquís con letreros que unos años más tarde sólo reducen frases para decir lo mismo: todo para el enfermo. Se evidencia una intención de detener el tiempo y guardarlo en estos contenedores de cartucho.
Entre las grabaciones de un niño sin memoria, se concibe también, el recuerdo de aquellos que ya no pueden recordar. Esto último hace referencia a sus abuelas y la propia Panizza lo intenta registrar, no solo en imágenes de ellas habitando cuartos oscuros, recostadas con la asistencia de una enfermera o en compañía familiar, sino que también a través de la voz en off en una comparación constante con la imagen de su hijo: Hoy mis abuelas habitan un tiempo sin memoria y mi hijo aún no puede conservar recuerdos (…) Caro mío, vives en un tiempo sin memoria (…) ¿un tiempo sin memoria es tiempo?
Si bien las proyecciones en blanco y negro se las dedica al recuerdo de sus abuelas, el color se lo concede a realzar la figura de Vicente. Aquellas imágenes, junto a la voz en off de Panizza no solo dan espacio a las cosas que la cineasta quiere enseñarle a su hijo, o las imágenes que quiere que conozca y entienda sobre el tránsito del tiempo y la memoria, sino que también se disponen los espacios simbólicos (interior/exterior) donde se ponen en juego las contradicciones existenciales y la complejidad de la realidad.
Al transcurrir los primeros minutos en la película, Tiziana Panizza nos hace recorrer su casa, un lugar que habita y que parece ya no ser el hogar de sus padres, sino la construcción de un espacio propio e íntimo donde habita ahora su familia. Las primeras imágenes nos recuerdan las tomas al sol del labrador que aparece en Remitente, Atahualpa, representado ahora como el amigo de Vicente. Continuando con los fotogramas a color, Panizza le presenta a su hijo -mediante la voz en off- la casa de su Nonna. Volvemos a captar un registro sintomático de las extremidades de su hijo, las pequeñas manos de un niño, conociendo a través del tacto los objetos por primera vez. Los incipientes pasos de Vicente se corresponden con las representaciones de las tomas en blanco y negro de mujeres ancianas que ya no pueden desplazarse con seguridad. Durante tres minutos la película es un fluir de imágenes con un sonido difuso, tosco, metálico, imposible de definir, asistido con pequeños retazos que en forma de intertítulos nos presenta la película. Unos segundos más tarde, la voz en off de Panizza se hace presente: “Este momento, ahora. Este momento, ahora. Soy la única que recordará este momento. Filmar este momento, filmar ahora”, mientras son proyectadas en blanco y negro la imagen de un hombre y Vicente caminando por un puente hacia el mar. El sonido que guían estos primeros fotogramas se hacen visibles ahora como campanas a lo lejos, al mismo tiempo que se percibe el sonido de un proyector de celuloide en marcha.
La cineasta revive nuevamente la imagen de las montañas como monstruos dormidos y las sugerencias sobre la preponderancia del Este como punto cardinal que guiará su camino. Posteriormente Panizza escribe sobre la imagen fílmica: dentro de un nudo está detenido el tiempo, seguido de un breve corte en negro para volver a incorporarse a la representación de imágenes que ahora registran -en varias tomas continuas- a su hijo balanceándose sobre un columpio que un hombre instala en el patio de la casa. Luego de esta acción la cineasta acelera el tiempo y despliega en pequeños recortes el crecimiento paulatino de Vicente sobre el columpio que permanece meciéndose, mirando a la cámara, a su madre y la naturaleza que lo rodea. El sonido de los pájaros y la frase: Un nudo contiene tiempo concluye este proceso de intervenir un período de crecimiento. Panizza se apodera de las posibilidades de la cámara para capturar y expandir un recuerdo que sería imposible de reconstruir tan fielmente en la memoria, como lo hace en este proceso de registro fílmico.
Llama la atención que cada vez que la cineasta filma a sus abuelas, no intervienen ni los intertítulos ni la voz en off, solo irrumpen en la escena los sonidos que se desarrollan en los mismos espacios donde se graba. Una preocupación sobre esta condición de silencio y mero registro podría sugerir que Panizza en esta última carta ya no pretende dar espacio a recuerdos activos de sus abuelas, –como realiza en Dear Nonna y Remitente– sino filmar aquella inercia y disposición casi lúgubre de sus cuerpos reposados, como una decisión que trasciende las estrategias formales del lenguaje cinematográfico, y que tienden a una captación contemplativa de la muerte futura, pero a la vez imprecisa. De forma casi continua, es posible identificar que los sonidos de campanas que se orientan de forma constante en las escenas devienen de un recuerdo que Panizza va articulando sobre un paseo con Vicente, que a sus dos años de edad, tras escuchar las campanas de una iglesia, se entristece cuando termina, pidiéndole más.
Lo experimental en esta película se logra identificar transcurridos varios minutos de filmación. El sonido casi irrepresentable e irreconocible podría sugerir una elaboración tecnológica -y que es reproducida constantemente en la película-, pero más evidente es cuando Panizza se decide a evidenciar la imagen fílmica justamente cuando el rollo comienza a expandirse, consumiendo los recuerdos de otros.
De este modo la cineasta vuelve a introducirnos a la técnica de metraje encontrado y nos interpela en la búsqueda -como espectador- de aquellas imágenes que describe como recuerdos nómades, recuperadas del mismo galpón Biobío, repitiendo el mismo ejercicio cinematográfico que utiliza en Remitente.
En Al final: la última carta las nociones sobre la cualidad de poseer la memoria se hacen constante. Diálogos que articula para Vicente pero que determinan reflexiones tan íntimas como lo son los espacios que habitamos, y que son elaborados a partir de la voz en off cuando señala: la casa de mi abuela la demolieron. Sus espacios eran mi tiempo ahí (…) Filmar para olvidar lo que filmé, lo que está entre tomas, la elipsis invisible entre tomas que esconde el corte. El espacio es tiempo, nada se olvida. Pero algunas cosas se recuerdan.
De esta forma Panizza va dando término a lo que organizó en la trilogía de cartas visuales: postulados sobre la memoria, el recuerdo, el olvido y el tiempo condensados en un ejercicio de imágenes, intertítulos, sonido y voz en off que van alineando el imaginario estético del arte de la correspondencia.
Por Luciana Zurita