Garten en Trouville, 1882

Los jardines son la expresión del orden; en cada flor, en cada tronco, en cada sendero, está la inteligencia, la voluntad del ser humano. Sembrar la tierra es dominar la naturaleza. De cada semilla brotan flores, árboles, cuerpos fálicos que son como grandes edificios metropolitanos. Construir una ciudad es pavimentar la tierra de nadie, como jardines muertos que el tiempo ha ido sepultando. Los cercos de la capital, de los parques, son los límites del mundo. Un libro proverbial es un jardín de palabras. Cada axioma es el límite del pensamiento. Los jardines son formas del discurso, como grandes bosquejos arquitectónicos.

En la tradición del Corán, algunos aseveran que en el mundo existe una rosa, un fruto, un ave que lleva su nombre inscrito en una de sus plumas. Son, digamos, palabras con forma de cuerpo. Así fueron concebidos, en principio, los objetos que repletan el universo. Del mismo modo, en el paraíso adánico, el primer hombre nomina fácilmente a cada uno de los animales. Luego, los nombres originales se extravían, así como lo está el propio jardín. La relación entre las palabras y las cosas solo es posible dentro del Edén. Un jardín es un inventario. El mundo sin pecado es un simulacro, una virtualidad de la naturaleza. Por el contrario, la selva es una expresión de la malicia. Por esto, la promesa mesiánica constituye la fundación de un nuevo jardín. Al final del camino, todos habitamos en un parque escatológico perfectamente delimitado.

No puedo, me niego a estar de acuerdo con este conjunto de proposiciones. Los jardines son formas apolíneas de la selva.

Parterre de marguerites, 1893

Cuando pienso en los jardines, estoy obligado a pensar en todo lo bondadoso, en todo lo placentero, en todo lo que me satisface. Aun así, sé que en cada una de las flores existe una tentativa de la herida, de la rajadura. Así como en el Edén brotó, en medio de la rectitud, el árbol del conocimiento, en los jardines brotan, para mí, todas las flores del mal, de la concupiscencia. En la plenitud absoluta del orden, bajo un árbol frondoso, Adán y Eva exploran sus cuerpos sin saber lo que es el deseo. Luego, tras comer el fruto prohibido, cada uno huye del otro. El horror de la desnudez los rechaza, los expulsa hacia la profundidad de su propia anatomía. En los jardines, en los parques, en todos los pastizales se refleja lo pulcro, la ausencia del tiempo, la disposición geométrica de los espacios. Pero en medio del orden, de pronto: un terremoto, una serpiente, una ventisca, una incontable cantidad de flores caen sobre mi cabeza. En cada una de las margaritas de Gustave Caillebotte, un ojo abyecto me observa. Algo me interrumpe, me separa de lo que alguna vez fue mío. El mundo es ahora objeto de mi deseo, recipiente de mi erotismo.

Las margaritas pueblan mis sueños, mis fantasías. Puedo ver un prado eterno por horas, repleto de flores silvestres. Digo en mi mente: este es un buen lugar para morir, no me importaría dejar atrás todo lo que amo en este mundo, ahora ni nunca. Las flores son como los sueños, me extravío en ellas como lo haría un durmiente en plena siesta, pero la literatura me lo ha advertido desde siempre. En el dormir, en cada pestañeo, en todas las ocasiones donde mis ojos son clausurados, existe un trozo, un fantasma de la muerte. Las flores son siniestras, perfectamente podría suicidarme bajo un pretexto floral. En los espacios más recónditos de mi interior, quiero ser Ofelia (Millais, 1852). No me importa su piel anémica, sus pulmones anegados por el agua de los ríos. Su cadáver está repleto de flores, esto es lo único que me importa.

Los campos de margaritas pueblan también mis pesadillas. En el cuadro de Caillebotte creo estar viendo un campo cubierto por flores, luego, noto la ausencia de profundidad. No estoy seguro de lo que veo. Pienso: es una muralla, una cubierta, una imagen, como un tapete de primavera. No hay dimensiones, no hay distancias. Todo coexiste en un solo punto, en un solo plano. El purgatorio, el abismo, la no-existencia, quizá, podría lucir del mismo modo. En las margaritas que caen hay cierta pulsión de muerte. Una flor al viento es también un cadáver, como un niño cayendo de los brazos de su madre. El vértigo me atropella como una multitud de animales ciegos.

Les tournesols, 1885

Y en medio del horror, de saberse próximo a la desaparición, recuerdo, reconozco el camino que me llevará a casa. Me anima saber que, a pesar del desastre que es el mundo, tengo un lugar al cual regresar. En aquel sitio, que suele tener la forma de una casa, se encuentran todos los cuerpos, todas las formas de la amistad. Bajo la techumbre que asoma en el horizonte, está el descanso, el perdón. En el paraíso mesiánico, nuestro hogar está asentado en el corazón de un jardín infinito. El planeta entero vuelve a ser el lugar donde los dioses juegan a ser niños. Estoy a un paso de volver al lugar donde fui expulsado, pero de pronto el sendero se cierra bruscamente. Una fila de girasoles corta mi camino. Y así como las margaritas son párpados, pequeñas pupilas obscenas, los girasoles son como espejos terribles, como reflejos humanos, como rostros libidinales.

Detrás de la cabeza de los santos brilla una aureola dorada, un signo de iluminación divina. Por el contrario, la aureola de los girasoles franceses parece tener, más bien, el color de una tierra baldía. Sus cabezas no apuntan hacia los cielos, no existe ningún rastro de lo sagrado en sus pétalos. Las lenguas de fuego de San Pentecostés son como pesos insoportables, como profundas marcas de Caín. Pienso en cierta escena bíblica: Cristo, a la mitad de la noche en Getsemaní, suda gotas de sangre. A un costado, Satanás lo tienta por última vez. Pero lo más importante: el jardín, expresión del orden, y en su corazón sacro, una flor impía brota entre la hierba. Frente a los ojos de Eva, Satanás brota de un árbol en forma de serpiente. ¿Y ahora, cuál es la forma que toma la maldad? Me gusta pensar que lo demoniaco pudo haber tomado la apariencia de los girasoles. Su rostro coronado, su estatura noble, como un cuerpo angelical. Hermosos girasoles, imágenes falsas, ídolos blasfemos. En el primer asesinato, en el primer engaño, en la primera aberración sexual, un girasol servía de testigo. En el campo yermo donde Humbert y Annabella se besan (Lolita, Nabokov), un brote de girasoles, quizá, los oculta de la mirada de los adultos. Desde la ventana más alta de la casona, se hace imposible ver el cuerpo de los niños amantes. El ojo omnisciente de dios atraviesa todas las cosas de este mundo, menos la cabeza de un girasol. Bajo el cuidado de estas flores, la perversión se ha vuelto un horizonte posible.

La plaine de Gennevilliers, champs jaunes, 1884

Pero, aun así, sé que el paraíso tendrá la siguiente apariencia. La pintura me provoca nostalgia, un grado de melancolía. Pero ¿Por qué? ¿Dónde está el motivo? Siempre he vivido en la ciudad, incluso cuando decidí alejarme de la capital durante un par de años. Nunca he pasado más de un mes en el campo, no podría, no lo resistiría. Entonces, ¿De dónde proviene esta sensación, como si mi vida se repitiera una y otra vez en esta imagen?

Barthes mencionó, alguna vez, que la fotografía de paisajes no debe provocar el deseo de la visita. Eso corresponde más bien a la foto turística. Al contrario, la fotografía debe provocarnos el deseo de habitar la imagen. En tal casa, en tal colina, en tal pradera: yo quisiera vivir ahí para siempre, o al menos hasta que mis días se acaben. Pero los jardines, y los cuadros de Caillebotte en particular, me dicen otra cosa. En otro tiempo, en otra época, en algún sitio inalcanzable de la memoria, yo, indudablemente, viví en ese campo de flores por mucho tiempo. Aquel prado interminable, aquella Francia a principios de mayo, sé que no existe y que no ha existido nunca. Caillebotte pintó, sin querer, un retazo de la felicidad que nos fue prohibida, apenas abandonamos la forma del barro primigenio. Antes de que alcanzara mi ruta evolutiva, sé que fui feliz en este lugar.

Sé que las flores del campo pueden ser o son, derechamente, mi perdición, que nunca más encontraré el camino a casa. Puedo ver, desde aquí, los enormes girasoles amurallando el horizonte. Aun así, quien sea que me haya separado de este lugar, por favor, hazme regresar con todo lo que alguna vez me perteneció. Hazme regresar, como lo hacen las almas atrapadas en este plano de la existencia. Hazme regresar, como lo hacen los animales enfermos a la casa de sus dueños. Hazme regresar, como lo hacen las aves primaverales.

Por Víctor González Astudillo