De niño, los lugares en los que puedo jugar son: el patio, el living, algunos pasillos de la casa, pero nunca lo puedo hacer en la cocina, en el baño o en la pieza de mis padres. En cada uno de estos cuartos está el peligro. De algún modo, comienzo a entender que el riesgo y el horror son una misma cosa. Es en la cocina donde mi madre quemó su mano con aceite, es en el baño donde papá vomitó por horas, luego, es en el cuarto de mis padres donde los adultos discuten, y luego, donde escucho ruidos, gemidos, muebles que se mueven de un ladro a otro sin ningún tipo de sentido. La casa se configura, desde la infancia, entre lo sacro y lo profano.

Años más tarde, ya adulto, repito esta secuencia. En cierto lugar de mi habitación está mi billetera, las cartas que acumulo desde la adolescencia, algunos objetos que aprecio, las fotografías que miro antes de dormir. Nadie puede entrar en este lugar, es aquí donde, de algún modo, soy. Curiosamente, Silvina Ocampo escribía que el cuerpo se distribuye del mismo modo: zonas prohibidas, territorios felices, lugares del horror, cuevas donde me oculto hasta que la tormenta se acaba.

El miedo, una especie de cuento-ensayo, propone la siguiente pregunta: “¿En qué parte del cuerpo se localiza el miedo? ¿En qué parte se multiplica? ¿En el centro del pecho? (…) Yo aconsejaría no consultar ningún espejo cuando el miedo coloca la mano sobre la garganta.” (Ocampo, 855). La recomendación tiene que ver con la misma problemática de lo obsceno. Hay ciertas cosas que están mejor ocultas, otras, mejor no saberlas. Respecto al cuerpo, el ejercicio es el mismo. Ignoramos los componentes de la saliva durante un beso. Los fluidos del cuerpo desaparecen durante el sexo, y luego, en su reaparición, tomamos una ducha. Cierta malformación en alguna extremidad, una uña, una cicatriz, un montículo de pelos, algunas manchas, todas están ocultas estratégicamente bajo la ropa. Pero, aun así, al mirarnos al espejo, todo se hace más claro: a excepción de Narciso, el reflejo suele ser una experiencia catastrófica. ¿Dónde se concentran los miedos? En mi versión plastificada, en todo lo que soy resumido frente a un espejo. Artefacto maléfico, origen de la mala suerte, de una serie de patologías psiquiátricas. En la superficie del cristal florecen los demonios, los fantasmas, todo aquello que he evitado mirar a lo largo de mi vida.

Pero a pesar de la catástrofe, aquel reflejo, aquel resplandor humanoide sobre el cristal, soy yo, no es otro. Esto es, sin duda, mi pecho, mi pierna, mi mano. ¿No es esta, acaso, la misma sensación que nos recorre cuando llegamos a nuestra casa? No se puede huir del propio cuerpo, de la casa, si no es con la muerte. “El corazón late, único signo de vida que no deja de respirar. Las maderas crujen, suena un timbre. ¿Quién es? Al aproximarme a la puerta, el timbre deja de sonar. ¿Quién? Nadie contesta.” (855). Los crujidos de la madera son los latidos de la casa. El viento entrando por una ventana, las cortinas moviéndose, su boca, su lengua gesticulando un lenguaje doméstico. Luego, las temperaturas, el frío o el calor que desprende el techo. Estos son sus humores, sus estados de ánimo. Pero la casa no es otro, no es alguien con quien se pueda conversar. Voy a la puerta, la abro, no es nadie. ¿Quién la había tocado? Yo mismo.

Todo mi cuerpo está dibujado en la casa, la contamino, la ensucio, la mancho como una herida abierta que no deja de sangrar. Aunque es cierto, he caído en un error. Sí puedo hablar con la casa. Le pregunto: ¿Qué son estas marcas, estas huellas? ¿Por qué el polvo, por qué tal disposición de cuadros, de libros, de plantas? ¿Qué significan estas cosas? De algún modo, conozco todas las respuestas, pero no las puedo pronunciar. Sin notarlo, mi cuerpo se ha organizado de forma autónoma. Del mismo modo, la casa se ha articulado espontáneamente como un reflejo, como un cuerpo doble que se mimetiza con las luces eléctricas, los colores de las paredes, las frutas y los ornamentos que Ziqian Liu fotografía una y otra vez, como si fueran exoesqueletos, como extensiones orgánicas de su propia piel.

Visitar una casa ajena es visitar al otro. Entrar en sus cuartos, en las graduaciones de lo sacro y lo profano, es aproximarse, ser invitado al otro. Tocar la piel se parece a la entrada de un pantano, de una arena movediza: mi mano se pierde en una profundidad sin fondo. En tal muralla, en tal puerta, en tal despensa, está la piel del otro desplegada en su totalidad. Dañar una casa, irrumpir en ella, destruirla, es también destruir al otro. De aquí el modo en que nos solemos relacionar: tal grado de confianza equivale al acceso parcial o total de la casa. Entonces, finalmente, habitar una casa es habitar en uno mismo, esta es la máxima burguesa. Habitar al otro es habitar su hogar. Freud mencionó alguna vez que por esta razón amamos, irracionalmente, a nuestra madre. No hay otro lugar en el cual podamos decir, con tanta certeza, que vivimos y habitamos en él. En la muerte de la madre desaparece también la totalidad de la genealogía doméstica. Podemos, satisfactoriamente o en la plenitud del desastre, abandonar la casa.

Y en la mudanza, en la entrada al nuevo cuarto, algo vuelve a nacer. Yo reaparezco en todos los espejos que son las murallas de la casa nueva. Otra vez el cuerpo toma forma, otra vez la casa se contamina, otra vez la decoración se propaga como el resplandor de una linterna dentro de la cueva tenebrosa, de la boca del lobo, de la habitación de los padres, del baño de mis pesadillas, de la cocina donde las manos hierven con el aceite.

Cuando no hay miedo no hay ganas de morir y lo atroz se vuelve hermoso, de modo que todo lo que no me había gustado antes empezó a gustarme. La felicidad nació. Todo es felicidad porque lo abstruso gobierna el mundo, lo imposible también. Decime ahora si vale la pena morir. (857).

Negarle la casa a otro ser humano, prohibir que habite el mundo, cancelar su propagación, su cuerpo que es territorio arquitectónico. No hay mayor crimen que este. Negar la casa es negar la felicidad, la vida digna de algún otro. Es condenarlo a lo fantasmático, a la desaparición, a deambular por el mundo sin tener un lugar en el cual mirarse, por horas, por años, por vidas enteras, a sí mismo.

Referencias

Ocampo, Silvina. “El miedo” en: Cuentos completos. Buenos Aires: Emecé, 2017.

Liu, Ziqian. Fotografías sin nombre. Website: https://www.ziqianqian.net/ Instagram: @ ziqianqian

Por Víctor González Astudillo