Me sentía borracha de fiebre, sin saber aún cómo era la experiencia de la borrachera. No lograba conciliar el sueño, pero estaba sumida en un profundo sopor. Pegada a la cama, como si un imán me mantuviera en mi lugar, entre las sábanas, sin frío ni calor, o más bien, con frío y con calor. A ratos despertaba, pero pronto perdía la lucidez. Era un estado intermedio de vigilia, sin angustia, desprovisto de toda emoción. Me entregué a ese sopor, derrotada por una sensación de pesadez en el cuerpo. 

A ratos olvidaba que no estaba sola, mi hermana menor dormía profundamente junto a mí, sin embargo, mi mente y mi cuerpo se encontraban suspendidos en el tiempo y el espacio, creo que comencé a delirar. Algo inexplicable atrajo mi mirada hacia el ropero. Sin entusiasmo alguno, escudriñé cada surco en la superficie de ese viejo mueble. Pronto aparecieron unos puntos en movimiento, montones de ellos, diminutos, casi flotando sobre el costado del ropero que estaba frente a mí. Eran hormigas, bailando frenéticamente ante mis ojos hipnotizados. 

De pronto, oí voces. Voces lejanas, distorsionadas por la distancia, que parecían provenir de algún lugar bajo el agua. El volumen de esas voces aumentaba, pero era irregular, como si el ser en cuestión estuviera luchando por controlar su tono de voz, sin conseguirlo. Al principio no pude distinguir de dónde provenían. Era la música ambiente que acompañaba la danza sincrónica de las hormigas. 

Poco a poco fui recobrando lucidez, reconocí la respiración pesada de mi hermana y recordé que estaba en mi casa. En ese hilo de pensamiento me encontraba cuando oí un golpe seco que me sacó completamente de la ensoñación. Se callaron las voces, sentí un ruido de pasos y una puerta cerrándose de golpe. Mi cuerpo se puso inmediatamente tenso, me contraje de temor, anticipando un castigo. No era extraño sentirme así, me había acostumbrado a vivir acechada por el miedo, pero en ese momento, solo cerré los ojos con fuerza y esperé a que nadie viniera a interrumpir nuestro sueño. Pero no fue así. Con la voluntad de una niña obstinada, mantuve los ojos cerrados mientras mi padre me sacaba de la cama. 

No sé cómo llegamos al auto. Solo recuerdo flashazos de luz, frecuencias etéreas de música y conversaciones lejanas, distorsionadas nuevamente por el sueño y la fiebre, como provenientes de algún lugar bajo del agua. 

Íbamos en auto atravesando la ciudad, en medio de la noche. Mi padre conduciendo, mirando a ambos lados, inquieto. Creo que mi hermana dormía, y si es que no era así, a sus tres años ya estaba fingiendo de maravilla. Una habilidad que también aprendí tempranamente, aunque no siempre diera buen resultado. 

Tengo el vago recuerdo de haber vuelto a casa solos, sin ella. Reconocí en el rostro de mi padre el remordimiento habitual. 

No sé cómo volvió, pero volvió, siempre volvía. Y él siempre pedía perdón, mientras yo los veía preguntándome ¿cuándo será la próxima vez?

 

Fotografía de Alfonso Carrera