La primera comprobación de quienes se propusieron comparar el lenguaje del cine y el de la literatura sigue siendo válida: la palabra connota, la imagen denota. El texto escrito suscita en el lector ecos que la imagen prevé, fija, agota.

“David y Lucien estaban cerca de la ventana emplomada del patio, en el momento en que, hacia las dos, cuatro o cinco obreros abandonaron el taller para ir a cenar. Cuando el patrón vio a su aprendiz cerrar la puerta con campanilla que daba a la calle, llevó a Lucien al patio, como si el olor de los papeles, los tinteros, las prensas y las maderas viejas le hubiesen resultado insoportable” (Illusions perdues, primera parte, capítulo “Une imprimerie en province”). La traducción en imagen de este párrafo analizaría ad infinitum cada elemento: el aspecto de David y de Lucien (no sólo sus rasgos, su ropa en ese momento; también sus gestos, el andar o las actitudes en la inmovilidad), la ventana emplomada (¿sus cristales tienen forma de losanjes? ¿son de colores? ¿permiten ver el patio? ¿cómo es este?), los cuatro o cinco obreros que en la imagen serán, ineludiblemente, cuatro o cinco, figuras distintas, con el taller que abandonan y la calle (¿hay sol o está nublado?) a la que ingresan como términos visibles del acto “salir”.

No es necesario proseguir la descomposición, por otra parte apenas esbozada, de una cita tan breve. La imagen cinematográfica individualiza todo lo que la palabra rehusa particularizar; sin embargo, no es exacto suponer en la mente del lector una tarea de compensación, equivalente a la de colorear un libro de dibujos infantiles. Es, más bien, en un limbro impreciso entre el signo (la palabra escrita) y el resultado de la operación llamada lectura donde la connotación opera libremente y cada lector responde con diversa literalidad a su estímulo.

Y, sin embargo, tanto la página escrita como el trozo de celuloide impreso parecerían sufrir, aun rehusar, el carácter de los límites donde reside si intransferible riqueza, tender hacia las posibilidades del otro: inalcanzables, pero en cuya busca se cumple esa exploración de las posibilidades propias, que confirma aquellos límites en el acto mismo de ponerlos a prueba y los agota al demostrarlos.

El texto no puede sino enumerar cada uno de los elementos que recoge, ordenarlos sucesivamente en una línea que es la del discurso verbal. El modesto ejemplo usado en el párrafo segundo ya sugiere que, como la paradoja de Zenón, será imposible agotar verbalmente las precisiones que la imagen denota, porque cada una estalla sucesivamente, inagotablemente, en otras nuevas. La imagen las incluye, casi con desenvoltura, en un solo cuadro, donde, si bien la atención del espectador no las descifra exhaustivamente, sabe captar un todo sintético en el que cualquier variación, aún indiscernible, modifica las relaciones del conjunto.

Al mismo tiempo, en esa incapacidad de la palabra para dar cuenta de la superficie de toda (cualquier) percepción reside su poder: le permite desentenderse de trivialidades que la imagen no puede eludir; esta, en cambio, aun severamente despojada, difícilmente alcanzará una austeridad tan estricta como la palabra. “David y Lucien”, ante el lente de la cámara, son dos continentes que mantienen en difícil pero sostenido equilibrio innumerables particularidades, que los nombres David y Lucien han desprendido de un contexto anterior, o no, que han podido suscitar en el lector, o no, por su capacidad de nombrar sin mostrar.

Corolarios. Jean Ricardou: Si la rareza (o, por lo menos, la limitación) de los objetos descriptos por el novelista es necesaria, la de los objetos filmados es contingente. Pier Paolo Pasolini: el escritor utiliza signos que están (deben estar) recogidos en un diccionario, es decir: cuya limitación es obvia. El director de cine opera con signos innumerables para los que la idea misma de diccionario es impensable.

La imagen cinematográfica, por otra parte, vive en un perpetuo presente del indicativo: su capacidad de mostrar una acción en el proceso de cumplirse es, también, su don y su límite. Tiempos y modos verbales le son ajenos, excepto en clave metafórica, no implícitos en la misma acción mostrada. También aquí el intento de desafiar estos límites los confirma e ilustra las posibilidades de un lenguaje.

En la secuencia de Pierrot le fou (Godard), donde Belmondo y Karina huyen de París, las imágenes, brevísimas, los muestran en distintas actitudes que se excluyen entre sí y en un orden temporal discontinuo: “une sorte de séquence potentielle” (Christian Metz), “the first sequence ever shot in the conditional tense” (Richard Roud). Pero, aun admitiendo esta extensión del “modo potencial”, cabe señalar que el aspecto verbal está sugerido por sucesión contradictoria de imágenes: cada una, mientras dura sobre la pantalla, es cierta, en un presente del indicativo solo modificado por la yuxtaposición con otra imagen que la contradice. El modo verbal, por lo tanto, surge de la incongruencia semántica de una imagen con otra, y no está en cada una de ellas como en el verbo que dice una acción. El texto puede decir: “escaparía de este modo” y “escaparía de este otro”; la imagen solo puede decir “escapo de este modo” e, inmediatamente, “escapo de este otro”, provocando con esta contradicción un modo ilusoriamente potencial.

La imagen cinematográfica puede intentar la abstracción por medio de una depuración de los elementos visuales, pero no alcanzará el plano del razonamiento discursivo puro, en el que la palabra se mueve con naturalidad; esta, a su vez, puede apelar a la metáfora y a la descripción, instancias de “imagen” verbal, pero en ambos casos la eficacia de estos recursos de poesía o precisión dependerá más de lo que mantienen tácito que de lo que nombran.

Por ello el cine resulta más propicio para la creación poética, donde juegue más plenamente el carácter mágico, o simplemente imaginario, de la imagen convocada y suscitada. Aunque ya Eisenstein* se consideraba capaz de filmar El Capital, solo recientemente se han comenzado a explorar las posibilidades de que el cine acceda a registros (como el ensayo) que tradicionalmente habita la palabra. Y el interés de estos ensayos (ya mezclen ficción, “documental”, encuesta o exposición didáctica) no depende de su capacidad para traducir un proceso verbal sino del descubrimiento de caminos propios para avanzar hacia una meta común desde distintos puntos de partida.

Todo análisis fundado exclusivamente sobre las propiedades de la imagen, aun del montaje (entendido como compaginación de una imagen con otra o como principio de construcción del film), se revelará insuficiente para comprender al cine moderno (a los films hechos como a los films posibles) porque en el cine sonoro coexisten sistemas de signos diferentes. La imagen misma puede ofrecer a) una imagen propiamente dicha y b) textos propuestos para la lectura. Estos, a su vez, pueden estar dirigidos al espectador en forma convencionalmente informativa (“Londres, 1876”, “Pasaron cinco años” o cualquier otra precisión parecida; también, textos más prolongados que resumen, por ejemplo, los antecedentes históricos o ficticios de un episodio, o citan a modo de epígrafe un texto literario) y pueden ser los que lee un personaje en la ficción y la cámara alcanza servicialmente al espectador para permitirle participar en la situación (cartas, periódicos, una dirección anotada en un trozo de papel). La banda sonora no solo recoge a) música, incidental o de acompañamiento, y b) ruidos, en clave naturalista (motivados por la acción visible) o, aunque este sea un uso poco practicado, expresionista; sino también c) la palabra misma en diversas claves: diálogo, narración en off, monólogo interior.

La capacidad del cine actual para explorar y codificar su propio sistema reside no tanto en la suma de estos órdenes parciales sino en un campo fluctuante pero no impreciso, determinado por las relaciones posibles entre esos órdenes: suerte de variable espacio central, donde se contrapone a la naturaleza sucesiva y concreta de la imagen la capacidad de abstracción de la palabra, para impugnarla o corroborarla, y se juega con la duración de ambos discursos.

*En la versión original, en vez de Eisenstein se lee Einstein, quien obviamente nunca pensó en filmar El Capital.

Publicado originalmente en la revista Los Libros en agosto de 1969. Todos los derechos reservados a Edgardo Cozarinsky. Pueden consultar todos los números de Los Libros en el Archivo de Revistas Argentinas (AHIRA.com.ar).

La imagen de portada corresponde a Medium, la última película de Cozarinsky.