La última entrega de Chloé Zhao hila recodos, comunidades y ofertas salariales. Basada en el libro con el mismo nombre del año 2017, la película se encarga de entregar tridimensionalidad a lo cartografiado por la escritora Jessica Bruder sobre migrantes que se desplazan y trabajan –por temporada– a lo largo del territorio norteamericano: se les conoce como vandwellers o workampers. Ni sirenas ni océanos, la experiencia cinematográfica transita lejos de una épica, mediando situaciones ambulatorias que se expanden y se configuran a través de los diferentes hallazgos. Así, el protagónico de Fern (Frances McDormand) suspende toda subjetivación-identificación con lo propiamente espectatorial para apostar por una lectura inmersiva, al mismo tiempo que distante.
Los lugares de la película y los relatos de quienes los habitan, más que elementos puestos para robustecer los saldos de una narrativa, son las vivencias en torno a los territorios y a las temporalidades en constante transformación de quienes se desplazan. Tras el receso económico declarado por la crisis financiera del año 2008 en Estados Unidos y en los países de la orbe del desarrollo, las nomadías laborales aumentaron exponencialmente ante la imposibilidad de ser parte del modelo de asentamiento permanente. Dada estas condiciones, la mirada de Bruder encuadra las respuestas migratorias del colapso económico con el sentido de entregar una reminiscencia transhistórica al ejercicio del desarraigo –a propósito de los grupos trashumantes que fundaron el proyecto país.
La película, para tales efectos, teje un soliloquio de resignificaciones que guarda estrecha relación con su contexto, sin agotarse ni cristalizarse en una retórica específica. El relato insular de Fern no se sostiene en base a una estructura monolítica frente a lo que se vive o se renuncia, más bien nos alcanza en la dualidad cuerpo-territorio y en las múltiples formas de habitar a uno y a otro. En relación a esta idea, lo que podríamos reconocer como el no-lugar de la película, se encuentra en una clave distinta a la idea prototípica de desplazamiento. Su evocación no se debe a un rastreo voraz por lo que no se tiene o de lo que se carece. Por el contrario, el desplazamiento que la película hace cuerpo convive sigilosamente con lo que el sistema declara, es decir, con el diseño de obstrucciones socioeconómicas que no ceden ante el colapso financiero que tuvo lugar en la primera década del siglo XXI. Con esto, la película no es tanto la apuesta por el viaje o Las Itacas de Kavafis, ni tampoco la reconfiguración de un imaginario en torno a experiencias disidentes; pareciera que la película es lisa y llanamente la transparencia de sus (re)configuraciones simbólicas, a propósito de los modelos que hemos naturalizado y que la película desnaturaliza: las (vast)edades y sus autodeterminaciones.
En relación a lo dicho, la experiencia edifica un testimonio colectivo que sin desconocer ni romantizar sus vulnerabilidades, agrega una meseta que permite desarticular la linealidad del fracaso para (re)pensar y remirar los diseños migratorios como reconstrucciones críticas. Más allá de que se pueda rebobinar esta idea del desplazamiento con diferentes significancias, tengo la impresión de que la película acierta en mirar la propiedad privada como totalidad descartada –subrepticiamente– en el año pandémico. Si a esto le sumamos el país donde nos ubica la película, dicha lectura robustece su capacidad de enunciación en torno a lo que nos contrapone con la experiencia cinematográfica.
La película son los trayectos y no la trayectoria. Éstos se condicen con articular diálogos en las múltiples vastedades que se recorren. Los encuentros que construyen comunidad van desarticulando la predictibilidad estereotípica y la tercerización –salarial y etárea– para barrer imaginarios naturalizados. Esto último es una de las cosas que más se destacan, por cuanto hace potencia la distancia que se nos declara desde el inicio. Naturalmente, la frontera que se diseña –desde la película– como recepción espectatorial, guarda estrecha relación con la forma, pero al mismo tiempo con el fondo. Tratándose de una mujer de edad, el mecanismo de no subjetivización que la película instala desde el dispositivo biográfico (forma) funciona como simulacro para entregar una mirada ampliada sobre lo que exhibe (fondo). En este sentido, quiero pensar que el ejercicio del desarraigo que Chloé Zhao profundiza, nos encuentra según como podamos entender la distancia que la película declara. Entonces los trayectos son las insistencias por encontrar un salario, un trabajo de corto o medio plazo, un lugar para pernoctar: las obstrucciones mal llamadas carencias y las decisiones que tenemos frente a éstas.
Lo mismo que la no frontera entre ficción y documental de la película, pienso en Nomadland como sumatorias que si bien son ajenas, nos acercan para desintegrar los pies forzados en torno a las edades y a los vastos cuerpos que habitamos –que somos y seremos.
Por Nina S. Castillo