Había quedado cesante por cuarta o quinta vez. Vagaba por Ahumada repartiendo curriculum, —que nombre tan alto para logros tan miserables— había tenido trabajos sencillos; conserje, administrativo contable, ayudante de sastre, telefonista, jardinero. Fumaba un Belmont rojo, de filtro corto, el país seguía atento a los partidos del Chino Ríos. Ya había ganado el Torneo de Montecarlo, era 1997. Me detuve con mis treinta y cinco años a mirar las noticias detrás de un ventanal. En casa mis tres hijos y mi mujer se disponían a almorzar algo, que en realidad no me importaba, estar cesante me elevaba al conflicto central absoluto, encontrar empleo era el único fin. Concentrado tratando de ver la hora en el viejo reloj que estaba en el muro de un restaurante feo y cansado en Compañía un tipo me tocó el hombro, era el flaco Bahamondes, tenía los ojos inyectados de sangre, su cuerpo, un temblor constante eludía esquirlas invisibles. Me abrazó, se tiró como loco. Atiné a sentarlo, estaba al borde del desmayo, le pregunté que le ocurría, con garabatos y tiritando me dijo que se le había perdido el hijo de siete años, Alfonsito, hueón lo llevé a mi oficina, le pasé una máquina de escribir vieja que tenemos y lápices de colores, fui al baño, le dije que no se moviera y el pendejo desapareció, en la conserjería del edificio no lo vieron nunca, las cámaras están malas, no sirven. Pacos, lo único que se me ocurría era que llamara a los pacos. Me dijo que no, que no lo podía hacer, que su mujer, lo mataría, que tenía que encontrarlo, le dije, como dándole esperanzas, que tal vez el niño estaba cerca, que lo estaba buscando, algo lo distrajo, pensando en el fondo que era un pobre y triste infeliz, y que yo, si bien cesante, tenía la certeza de que mis críos estaban con su madre. Me pidió que lo ayudara, lo ayudé.
Recorrimos la Plaza de Armas, Huérfanos, Compañía, cada minuto que pasaba lo ponía histérico, tiritaba completo, balbuceaba, empujaba a la gente en la calle y se cayó un par de veces, el hombre estaba al borde de la muerte. Y me estaba contagiando. Comenzó a narrar cuando Alfonsito se había perdido por última vez, era inconcebible que esto ya hubiese ocurrido antes, muy incómodo, pensando en abandonarlo a su suerte, con el miedo que me contagiase su desdicha; yo ya tenía mi propia desdicha. Pero seguí, me dijo que en la playa hace dos años se había perdido cuando se escondió bajo el muelle contando cangrejos, estuvo desde las cuatro de la tarde hasta las siete, hasta que de hambre apareció, su mujer casi lo mató, él era el responsable, pero se descuidó tal y como se descuidó ahora, no le quedaban más lágrimas al pobre Bahamondes. Al final se rindió, llamó a su mujer, sollozando le dijo que el niño había desaparecido. Que lo perdonara, que no lo dejara, que no sabría muy bien qué hacer. Entre gimoteos rezaba el padre nuestro, cuando terminó la mujer rió, una risa escandalosa completa ¡Qué broma de mierda Arturo por Dios! el niño está acá saltando al lado mío. El flaco Bahamondes quedó helado, al final se calmó. Me explicó todo y yo no entendí nada. Me recibió un curriculum, mi pega es monótona y asfixiante, es una notaría en el subterráneo de la Galería Edwards — dijo con una voz entre tonta y lastimera. Lo vi avanzar, sentí que en vez de caminar el flaco Bahamondes bailaba. De vez en cuando paso por fuera de la notaría y lo veo timbrar montañas de papeles, con la cara perdida y la barba a medio afeitar.
Por Carlos Matteoda
Fotografía de Gonzalo O.