Aún no hay una teratología propia en el cine chileno, un modelo singular de lo monstruoso cinematográfico local. Por ejemplo, la “mujer gato” en la tercera historia de Tres Miradas a la Calle (1957) de Kramarenco, es apenas el esbozo fotográfico de una fantasmagoría reducida al erotismo, y el terror ocular y las criaturas nocturnas[1] de Jorge Olguín son primarias técnicas de simulación de lo escatológico en escenarios ya agotados por la publicidad, ambos son ejercicios de iniciación en el género, no hay mucho más. La falta que notamos es la de nuestras visiones fílmicas monstruosas, determinadas por las fobias locales, retóricas propias del monstruo.

Una voluntad proclive al escándalo diría que la secuencia creciente y políticamente dominante en el cine chileno de películas sobre transexuales, que fue precedida por dramas protagonizados por homosexuales y lesbianas, reúne varios componentes del caso fílmico del monstruo: la discusión sobre la identidad basada en la hipótesis dominante de una naturaleza unitaria, que se niega por su escisión o mezcla; el terror, la histeria, como efectos de la incertidumbre ante las apariencias y la tesis reparatoria de la superioridad moral del monstruo.

Podríamos reconocer la presencia de estos tópicos desde El pejesapo (Sepúlveda, 2007) hasta Una mujer fantástica (Lelio, 2017) pasando por Empanada de pino (Wincy, 2008), Naomi Campbell (Videla y Donoso, 2013), incluso por Joven y Alocada (2012). Aun así, diríamos que el referente simbólico, que el tópico cultural del monstruo, está completamente fuera de lugar más por una escasez o una originalidad iconológica que por una cuestión moral.

Cerraríamos la discusión de esa forma si es que no hubiésemos tenido tiempo, ya fuera de la euforia patriótica, de advertir la sincronía dramática e ideológica en los Oscar recientes entre el filme de Lelio, Una mujer fantástica y el de Guillermo del Toro, La forma del agua (2017), esa semejanza goza de un mismo clima hermenéutico o de una misma oportunidad política.

En ambos se plantea desde la posición del mal, de la fealdad y la sinrazón interiores, la pregunta “qué es esto que estoy viendo”, respecto de Marina Vidal (Daniela Vega) y del Hombre anfibio (Doug Jones); en las dos películas esa pregunta o sanción la formula el poder, político/militar o político/social, que requiere de plenas certezas de las formas para su control.

La legitimidad de la relación entre uno y otro personaje a la luz del problema del monstruo, su coordinación estética, no debiera ofender a nadie, la resistencia legal de parte de la sociedad chilena a igualar en derechos a todas las disidencias sexuales y de género forma parte de la misma actitud que motivaba a los primeros europeos en el continente a dibujar a los indígenas como gastrocéfalos y luego a reconocerlos como legítimos otros bien provistos para el trabajo infinito. No hay que olvidar que esta discusión es acerca de las secuencias de imágenes visuales y textuales que gobiernan los ciclos del presente.

En ambos filmes el monstruo, el disidente, es un ser superior porque está dotado de una bondad, de un entendimiento sensible que les falta a los hombres salvo a los que sufren otras tipologías sociales de la marginalidad. Comencemos por el monstruo literal que interpreta Doug Jones[2], soporte corporal de los más memorables monstruos de Guillermo del Toro.

La humanidad del monstruo anfibio de Del Toro, martirizado por la ciencia y los militares estadounidenses en plena paranoia de la Guerra fría, se expresa como la capacidad de poder sanar a los otros, de comunicarse con todos los sentidos y de poder amar, sin exclusión de la unión sexual, a la aseadora Elisa Esposito (Sally Hawkins).

La propuesta argumental del sexo consentido entre la heroína y el monstruo es una novedad de Guillermo del Toro. Los monstruos sagrados del cine, y el Hombre Anfibio es un caso[3], solían unirse con humanos, con mujeres, en el modo de la violación, recordemos a Bárbara Hershey violada por un ente invisible en El Ente (Furie, 1982) o a Isabelle Adjani poseída por una monstruosidad amorfa en La Posesión (Zulawski, 1981).

Las virtudes más leves del Hombre Anfibio, menos disfóricas/eufóricas (dupla conceptual que Omar Calabrese[4] usó con gran provecho en su teratología de lo pos-moderno, el último momento de pavor teórico a las mezclas) como la empatía, se expresan en relación a la aseadora sorda y latina, a la aseadora negra y con el anciano homosexual dibujante publicitario. Todos representan una gradación decreciente de la alteridad social y una comunidad de socorro mutuo.

La decisión de este grupo de enfrentar la maldad encarnada en la inteligencia militar proviene del ilusionismo existencial, fílmico, televisivo, publicitario, que los bombardea a todos como la sombra cándida de ese mismo poder vil. Pero el valor les surge particularmente de la formación espiritual que les ha brindado el cine, de su ética de lo posible, una influencia que Del Toro propone como declinante a través del vacío de las salas, pero, paradojalmente, también como ascendente, trascendiendo en la pantalla de televisión como la conquista del cuerpo doméstico.

La posibilidad que la amante del monstruo, cuyo apellido Esposito es una solución nominal para la orfandad, pueda vivir con él en el mundo acuático es una propuesta de reivindicación cinematográfica de los marginales que en 2017 resulta tan utópica como el hecho mismo que la aseadora negra o el anciano homosexual realicen su rebeldía, articulen su solidaridad, liberando a un hombre anfibio amazónico secuestrado por un agente militar yankee desde el corazón de una selva. La interacción de unos con otros desrealiza su ejemplaridad política, la contigüidad entre lo marginal y lo fantástico no toca las pretensiones monolíticas de lo real.

Del Toro es el maestro de los mesianismos sin lugar, del refugio de los marginales en lugares imposibles, así ocurre en El Laberinto del Fauno (2006) donde la pequeña heroína, hijastra de un represor del nuevo régimen fascista, recupera su corona en el reino subterráneo o vive en él al precio de morir en la superficie violenta del franquismo recién instalado, o en Hell Boy, donde la salvación del pequeño demonio se expresa como una condena al trabajo vigilado y sin salario y a una vida clausurada como resguardo contra sí mismo. No viene al caso ahora profundizar si este mesianismo insensato, esta caracterización diabólica de las bienaventuranzas, proviene de una mitología mexicana que contiene todas las torsiones del catolicismo y una memoria del mestizaje como encierro que en el Buñuel mexicano congregaba religión, monstruosidad y sexo. Es suficiente advertir y disfrutar tanta riqueza imaginaria.

En cuanto a la provocación visceral, fóbica, a la incerteza figurativa de la identidad sexual, en Una mujer fantástica sucede con menos fantasía cromática, con menos luz clásica y barroca que en La forma del agua, es decir sin jerarquías dramáticas de luz ni proyecciones fotográficas ambientales de lo subjetivo, lo que es coherente con el acostumbrado grado menor de fantasía y espectáculo en la “película extranjera”. A pesar de la neutralidad luminosa del filme, de su palidez cromática, forma atmosférica de un déficit o de una reserva expresiva que sintoniza bien con la escueta personalidad verbal de Marina, hay dos escenarios particularmente coloridos, exóticos, los dos restoranes, uno chino y otro como parque de diversiones, estos sitios reales, como partículas documentales, como partículas de color, son el Palacio Imperial Lung Fung y el Restorán La Diana. En el primero Marina vive sin saberlo su última cena con Orlando y en el segundo trabaja.

Aún antes de que Lelio exponga los sueños evasivos de Marina, musicales, coreográficos, el mundo escenográfico da sustento a su vida. El descubrimiento de la luz como sello ideológico que realizó Pablo Larraín en la trilogía de Tony Manero (2008), Post Mortem  (2010) y No (2012), compromete a través de la cultura de la productora Fábula a Una Mujer Fantástica. La identidad dramática entre este filme y Post Mortem a través de la escena del restorán chino contribuye a la antigua tesis de Chile nación sin color, tesis que problematizan filosófica y estéticamente Luis Oyarzun, Raúl Ruiz, Cristián Sánchez, entre otros.

En la versión de Sebastián Lelio la economía escénica del color forma parte de las aptitudes sociales para la riqueza de las existencias, de las identidades. El exotismo, la imaginación del afuera, que comprende el restorán chino en ambos filmes, se tocan también con la actividad artística, escénica, con las coreografías de revistas, o el canto lírico en los que los personajes de ambos filmes huyen de la historia o se configuran a sí mismos. También en la película de Sebastián Lelio el color, la diversidad, el espectáculo o el arte no tienden hacia lo real sino hacia lo contrario, el interior, el sueño, la ilusión.

Por alguna razón cuya claridad va a quedar en deuda Una mujer fantástica y esta doctrina de la realidad/ilusión, o de la fuga sin lugar, recuerdan los modos y las posibilidades críticas, dramáticas y ontológicas, de dos filmes de Alain Resnais, L’amour a mort (1984) y On connais la chanson (1997). A la más seria caracterización realista de una crisis familiar sigue una coreografía interpretada por los mismos personajes, a la muerte súbita del protagonista sigue la vida regular casi sin huellas metafísicas. La secuencia de la muerte de Orlando en brazos de Marina, la del hospital para constatar la muerte y sus causas, la del retorno sola al espacio de los amantes, los hostigamientos de la familia de Orlando para que devuelva el departamento, el auto, todo es real en el modo del reinado de lo funcional y del silencio.

No es fácil hablar con Marina, la policía y la clase alta subordinan la comunicación a la certidumbre de la identidad sexual, como si la palabra estuviese en el sexo. Marina no contesta a las impertinencias, su silencio inmuniza su vida interior y perfila la certeza de su identidad, explicar su género significa desperfilarse. Desde la irrupción de la muerte, pero a intervalos cada vez más frecuentes surge el sueño, la fuga hacia la fantasía de Marina. Orlando se le aparece como un fantasma silencioso, apacible.

Lelio y Gonzalo Maza, su guionista, en virtud de Marina Vidal/Daniela Vega escriben una especie de elogio del silencio, de la inacción, de la interioridad. Una digresión al respecto: el poder bienhechor de Una mujer fantástica es sorprendente, por ejemplo, la conjunción entre disidencia social y minimalismo expresivo que encarnan el personaje y su drama podría conciliar a los fabuladores del Novísimo cine chileno con sus furibundos enemigos trabajadores de la crítica, una reconciliación impensada.

Siempre en torno a la fantasía en la ganadora del Oscar, Marina va a una discoteca, baila, se besa con un hombre, y suponemos que imagina que es la bailarina central de una coreografía que la eleva hasta sentir la metafísica posición cenital de la cámara. La suposición del sueño es porque no hay un código de raccord que defina el estatuto de realidad de esa escena. Lelio y Maza valoran la desorientación del espectador, de esa manera lo fantástico puede ser político y lo real fantástico. Los intervalos imaginarios, o las figuras metáforicas, son desdramatizaciones de la adversidad, de la crueldad que asedia a la heroína.

Marina va a contracorriente, a contrapelo, camina contra el viento, se inclina hasta los 45º y no se desploma, ese viento no es real como era real la noche de la muerte de Orlando, ese viento es la actividad invisible de la historia, de la costumbre, la energía sin pigmento del poder. Marina, como una acostumbrada heroína marginal de Marvel, sin perder la gracia, se equilibra y presiona el techo del Volvo de los antagonistas, de la familia de Orlando, de esos mismos que la golpean, que la insultan y que la expulsan de la misa fúnebre. Esa alternancia entre la hostilidad del mundo, los castigos de la sociedad, y el despliege ético o estético de un poder escénico, concluyen en la recuperación por el arte, en el lugar de la representación, de la sublimación lírica del habla.

Estas tierras prometidas del arte, del espectáculo, para Marina son como la salvación de los pobres, la fuga de los invisibles en La forma del agua, huídas, colonizaciones de ninguna parte. Lelio desde La Sagrada Familia (2006) nos acostumbró a esa doctrina, cuya verosimilitud específica es de la comedia musical y del cine fantástico. Su idea del mesianismo siempre significaba volver al origen, a la casa y a la fe mancilladas por los depositarios de la ley.

En La sagrada familia se trataba de la Semana Santa, en El año del tigre (2011), la iglesia era la penúltima estación antes que la cárcel, la primera y la última, en Una mujer fantástica, la misa, la iglesia, es el lugar más legítimo, más íntimo que Marina podría profanar con su presencia. El presidiario (Luis Dubó) evadido de la cárcel durante el terremoto de 2010, después de verificar que ha perdido todo, la casa, la madre, la hija, un amigo, el tigre, vuelve al único lugar con sentido, la cárcel, lo mismo ocurre en el segundo relato de la novela Palmeras Salvajes (1939) de Faulkner, la fuga hacia la cárcel es la huída a ningún sitio.

En virtud de este sentido utópico, combinación realista de violencia social y fantasía y de una edificante realización dramática de este principio, centrada en el hecho que Daniela Vega sea idéntica a Marina, como en el espíritu dramático del Neorrealismo, Una mujer fantástica es una película política y una fantasía evasiva. Por eso Daniela pudo circular con éxito dentro y fuera de la ficción. Aún antes de que el filme fuera galardonado ofició como una celebridad entre los presentadores de los Oscar, desfiló como una celebridad de verdad por la alfombra roja del Festival de Viña y llegó hasta el Palacio de la Moneda para ser agasajada por la Presidenta de la República. Como Marina en el filme, aún hoy Daniela lleva hasta los lugares más luminosos su discurso escueto, casi sin palabras, su convicción en el poder de la presencia aurática.

[1] Particularmente en Sangre Eterna (2002)

[2] En El Laberinto del Fauno (2006), interpreta al Fauno y a Pale man, el monstruo con los ojos en la palma de las manos; en HelI Boy I (2004), La ciencia del mal, y Hell Boy II, El ejército dorado (2008), protagoniza a la ilustrada y telepática criatura anfibia denominada Abe Sapien.

[3] Consideremos otros monstruos anfibios en el género fantástico hollywoodense: El monstruo de la Laguna Negra en el filme homónimo (Arnold, 1952), otra invención de Del Toro, el precedente y referente del Hombre Anfibio, el Abe Sapien en Hell Boy I (2004). Ninguno de ellos protagoniza el amor con una hembra humana, menos la unión sexual. Abe Sapien observa como un asunto científico el amor y la desastrosa vida doméstica entre Hell Boy y la mutante pirokinésica Liz Sherman. Por más antropomórfico que sea Abe posee una gran proporción de pez o de anfibio que lo veta para la unión sexual con los humanos. Desde el génesis el antagonismo específico, zoomórfico, del hombre es el de la piel lisa, de la piel fría y de unos miembros con tendencia a desaparecer. La posibilidad amorosa o sexual de Hell boy y Liz no es una contradicción, un demonio no es lo mismo que el mal, la forma humana o el fuego de ambos es la clave de la atracción.

[4] La era neobarroca, Bari: Laterza. 1987.

Por Pablo Corro.