Vivimos años dorados, primero fue la historia de nuestro querido oso (sí, es nuestro) escapando de los soldados/guardias del circo, ahora es una mujer haciendo respetar su identidad y su derecho a amar, quienes ungen con un dorado bálsamo las alas del cine chileno. Más allá de la euforia colectiva y las reivindicaciones de derechos de los históricamente desplazados, con la última estatuilla surgió un pequeño problema, casi minúsculo. Se pudo apreciar en varias redes sociales como muchos felicitaban a Daniela Vega por su Oscar y también a Sebastián Lelio por el mismo logro, entonces surge la pregunta ¿De quién es una película?

Los productores de un filme de seguro levantarán sus acaudaladas manos para decir que ellos son los dueños. Tienen razón, son los dueños de los derechos comerciales de las películas. En este momento recordamos que el cine es un curioso matrimonio entre negocio y arte. Pero ¿Respecto a la propiedad intelectual?

Cuando François Truffaut presentó en Cahiers du Cinéma los preceptos que dieron origen a la teoría del autor, decía que una película debería presentar el punto de vista personal del director, que eso era lo que un verdadero autor debiese hacer, sin embargo, tal como mencioné antes, en este matrimonio extraño del cine como arte y negocio a la vez, el concepto de autor se fue desfigurando con el tiempo.

Al principio, cuando Truffaut dijo “hágase la luz” (o algo parecido), los directores comenzaron a colocarle “una película de…” a sus realizaciones, así como los pintores firman sus cuadros y los escritores sus obras literarias. De la mano de la idea de autor surge la crítica cinematográfica, no la humilde reseña con estrellitas en los diarios y revistas, sino que verdaderos ensayos teóricos acerca de las dimensiones expresivas y comunicativas que pudiese tener. Entonces a los amantes del cine se les hacía mucho más sencillo saber qué tipo de película iban a ver, ya no era necesario leer la prensa o la crítica, bastaba con ver el afiche y si decía “una película de…” ya podían reconocer el sello estilístico del autor y qué se podría esperar de una obra en particular. Posteriormente se convirtió en una herramienta de marketing e incluso se distorsionó la idea, ahora nos presentan “una película de los productores de esta otra película”. O como vi en un afiche tiempo atrás “una película de uno de los productores de (*Inserte nombre de película exitosa)”. Truffaut, sacúdete en tu cripta.

Dicha costumbre prevalece hasta ahora en que podemos ver como una persona de la cual no conocemos nada como realizador audiovisual le pone su nombre a la película, incluso a producciones cuyo sentido es mucho más comercial que artístico. Pero seamos honestos, eso ocurre solo en las pequeñas producciones. Cuando hay una danza de millones, los productores ejecutivos no son tan permisivos a la hora de dejar que el director le coloque su firma a una película. Opinando desde detrás de las cámaras es muy comprensible dicha intención de firmar tu propio trabajo, mal que mal, la gran mayoría de las óperas primas en cine, rara vez son acompañadas por una segunda película, así que muchas (y tristes) veces, es la única opción que tiene un realizador de decirle al mundo que fue capaz de hacer una película.

El año 1995 surge el manifiesto DOGMA en los países nórdicos, con Lars von Trier como niño símbolo que tiene como objetivo renovar el cine. Es considerada la propuesta teórico-práctica más ambiciosa desde la teoría del autor de Truffaut y el choque entre ambas es evidente. El Dogma 95, tiene un decálogo de reglas o voto de castidad que dice específicamente en el punto 10 “El director no debe aparecer en los créditos de la película” lo que contradice directamente a Truffaut. Se postulaba la película y un comité de realizadores decía si la película era digna de llevar el sello Dogma 95.  Cuenta la leyenda que Spielberg dijo estar interesado en hacer una película en ese estilo, pero Lars von Trier le dijo que Dogma era precisamente para que directores como él dejasen de filmar. En respuesta al rechazo Spielberg se propuso rodar una película en el estilo dogma, pero desobedeciendo todos los principios del voto de castidad, y el resultado es “Rescatando al soldado Ryan”. Dicen, y me encantaría poder decir que es 100% cierto, que hay cosas que es mejor dejarlas en leyenda.

La iniciativa Dogma decae porque la mayoría de las películas no cumplen a cabalidad el decálogo y los realizadores se esforzaban mucho más en burlar sus propias reglas que cumplirlas y tras 35 filmes (uno chileno) se cierra definitivamente. Sin embargo, aún los directores al renunciar a su potestad de firmar la película y no aparecer en los créditos, incluso sin aparecer en el material publicitario de la película, no pierden esa noción de autoría. Pero veamos otra propuesta. Si se recuerdan al principio dije que “Historia de un Oso” era nuestra, no estoy negando que fue dirigida por Patricio Osorio, pero el hecho que sea una pieza audiovisual animada la vuelve muy interesante para lo que quiero proponer. Una cinta animada requiere muchas más horas de trabajo humano, el trabajo del director es mucho menor en tiempo que el que realizan los animadores, se entiende mucho más como un trabajo colectivo que como la realización del punto de vista de un solo autor. Veamos por ejemplo, las películas de Pixar son todas obras que podemos valorar por su calidad artística, pero ¿Sabemos quién dirigió Wall-e o Buscando a Nemo? ¿Acaso se puede negar que hay una intención estética o comunicativa en las películas de Pixar? Diciéndolo de otra forma ¿Se puede negar que las películas Pixar tienen una visión autoral? Esto pasa en los estudios de animación, Punkrobot lo mostró con nuestro oso (ya volveré a eso) y los japoneses del Estudio Ghibli también han logrado un sello propio, aun cuando se tiene un destacado autor entre sus filas como Miyazaki, lo que se traduce en que sean sus películas las que se destaquen, pero no es el único director, la verdad es que Ghibli hace muchas más películas que no llegan a estas latitudes. Solo como un ejemplo, el recientemente fallecido Isao Takahata también destacó, sin perder el sello de Ghibli que él mismo ayudó a fundar.

En mi opinión personal, como obrero algo retirado del cine aunque sin tanto currículum como me gustaría, considero que el cine es un arte colectivo en donde todos los participantes, desde el director hasta el último asistente de un asistente, tienen algo que aportar. Por la misma razón es que no adhiero mucho con la frase de “una película de…” porque considero que todas las personas acreditadas, a la sazón, los nombres que aparecen al final de la película son responsables del resultado final, son todos autores. Sí, es cierto que quien dirige propone los lineamientos generales y conduce la realización, pero al igual que el director de una orquesta, no es nada sin las personas que ejecutan el instrumento. El cine es un arte que tiene tantos niveles de creatividad involucrada que la autoría es compartida entre todos.

Pero el verdadero depositario de una realización cinematográfica es el público, la multitud anónima en la cual los realizadores deberían estar pensando constantemente cuando se hace una película, porque las películas se hacen para ellos, aunque a varios se les olvida y piensan más en el jurado del festival de turno o en la comisión evaluadora de los fondos concursables que en el público; debe ser por eso que el año que se estrena el primer largometraje ganador de un Oscar es también el año con menos público de los últimos 20 años. (Menos del 1% de los espectadores de cine en Chile fueron a ver una película nacional, vergonzoso). Es por eso que digo que “Historia de un Oso” o “Una mujer fantástica” son nuestras, del público; y si consideramos que el deber del realizador audiovisual es pensar constantemente en el público, pues entonces la audiencia tiene cierta responsabilidad en la creación, indirecta, por cierto.

Eso por ahora, si me disculpan, iré a ver una de nuestras películas.

Por Rodrigo Muñoz Cazaux