Ya habían pasado varios meses, casi un año. Recordaba claramente esa vez que salimos del colegio con la campana marcando nuestros pasos y nos abrazamos entre todos porque al fin habíamos terminado 4to medio. Era un día como cualquiera pero al respirar sentía algo distinto, de alguna forma ya no éramos niños, ya habíamos terminado con esa obligación de 12 años (o más en el caso de alguno de mis compañeros) y nos sentíamos libres.  Cuando me tocó abrazarla a ella, la vi con ojos llorosos de emoción, el verla así con su pelito castaño ensortijado lleno de challas y con lágrimas en los ojos me di cuenta que había pasado los últimos cuatro años mirándola, conversando y riéndome con ella y nunca había tenido el valor suficiente para decirle lo que de verdad quería.

Interrumpí mis recuerdos porque había llegado a mi parada. Su departamento no era mucho más grande que el block donde yo vivía, pero tenía árboles y pasto en el parquecito de entrada, en el mío había una reja desencajada y tierra apisonada. Toqué el timbre y la llamé por el apodo del colegio. Su risa me llegó distorsionada por el citófono (otra cosa que no había en mi block) pero con el mismo tintinear de adornos de navidad de siempre. Salió caminando apurada, dando tres pasos rápidos y luego un saltito para continuar de nuevo con tres o cuatro pasos más acelerados, parecía que el saltito era un método de aceleración; igual como lo hacía cuando llegaba tarde a clases y yo la veía entrar, porque siempre de alguna forma buscaba una excusa para estar en la entrada del colegio para verla llegar. Ahora vestía una falda larga de una tela como el jeans pero más delgada, unas zapatillas de lona celeste sin calcetines y un largo chaleco de lana cruda la cubría. Saltó a mis brazos con alegría, la abracé con un poco de exceso de ternura; la apreté con fuerza y mis brazos recorrieron unos centímetros de su espalda para recordar su figura. Me vi de nuevo en la puerta del colegio abrazándola en la despedida de 4to Medio y dándole un beso en la mejilla, aunque demasiado cerca de sus labios, beso que ella no rechazó y que tampoco continuó porque el resto del curso se nos unió en su jolgorio, rompiendo el momento.

Nos fuimos caminando hasta Montecarmelo, aprovechando que el día estaba soleado. Le devolví su cassette de Marillion, que ella ya daba por perdido, y por eso me gané un sonoro beso en la cara. Quizás demasiado sonoro, quizás demasiado cordial. Al llegar a Providencia nos encontramos con una caravana por el “SÍ”. Iban todos en sus autos, tocando la bocina y moviendo sus banderas, algunos llevaban silbatos y cornetas, se preocupaban de hacer el mayor ruido posible. Le iba a decir que nos uniéramos, por que me parecía divertido no más, pero al mirarla vi como su cara estaba seria y con una expresión que nunca le había visto; tenía incluso la mandíbula apretada, me tironeó de la mano para que nos alejáramos, así que tuvimos que dar un rodeo un poco más largo para llegar a Montecarmelo, no me importó porque íbamos con tiempo de sobra y así podíamos conversar.

Me contó de su vida universitaria, que se le había hecho difícil, pero lo disfrutaba. Yo le conté que había encontrado un trabajo a medio tiempo en uno de los caracoles del centro, atendiendo una tienda de música , así podía juntar algo de plata para estudiar el próximo año, porque aunque me fue bien en la Prueba de Aptitud, no tenía como pagar. Fuimos recordando todas las locuras del colegio, como yo le soplaba en matemáticas y física y ella me ayudaba con las pruebas de historia y castellano. De lo bien que la pasábamos en inglés, usando letras de canciones que la profe nunca conoció porque era fanática de Ubiergo. Nos reímos bastante, escuchar su risa de nuevo fue agradable, no me daba cuenta lo mucho que la extrañaba. Aprovechando una pausa entre las risas le tomé la mano y no se la solté hasta que llegamos.

Durante toda la función estuvimos rodeados del humo dulzón que salía de contrabando en la sala oscura con el proyector de tres focos; rojo, verde y azul. Le puse mi brazo alrededor de sus hombros mientras cantábamos en nuestro inglés mentiroso las letras que nos habíamos aprendido después de haber escuchado cientos de veces el cassette de 90 minutos que grabé del disco de mi viejo. Llegó el momento en que debía empezar a sonar Hey you, era su canción favorita, yo lo sabía, estando en el colegio la cantábamos a coro, según nosotros, nos salía a la perfección. Pero en la película por una extraña razón no aparecía. Nos miramos con desazón, era la parte que habíamos esperado, era una de las pocas canciones en que nos sabíamos bien la letra y la que más nos gustaba. Ella arqueó las cejas y me mostró una media sonrisa con algo de resignación. Seguimos viendo la película, aún abrazados.

Cuando terminó todo nos encontramos con unos de sus amigos de la universidad que también habían ido a ver The Wall pero que no había visto, de seguro porque nosotros llegamos temprano y ellos cuando la proyección ya había empezado. Conversaron de cosas que yo no sabía, que la prueba de tal cosa, que el viejo de tal ramo, que el tal Sebastián y qué sé yo. Eran tres, dos hombres y una gorda pecosa que me miraba con desprecio, los hombres simplemente no se fijaron en mi o decidieron no tomarme en cuenta. La invitaron a un acto cultural a favor del “NO”, ella me miró con esa mirada que sabía que conseguiría todo, pero miré a la gorda pecosa y me di cuenta que ella no quería que yo fuera. Me excusé que no podía porque tenía cosas que hacer. Siguieron conversando un rato, yo me estaba aburriendo así que mientras parloteaban de su vida universitaria, prohibida por la plata para mí por al menos un año más, fui a comprar un Súper 8 para cada uno, porque el hambre ya empezaba a atenazarme la panza. Cuando volví se habían puesto de acuerdo para ir primero a la casa del tal Sebastián y luego al acto cultural del “NO”. La quedé mirando con cara de sorprendido, ella se dio cuenta de que lo que pasaba me había molestado así que nos alejamos un poco de sus amigos. Yo no quería que se fuera, yo quería quedarme con ella, seguir conversando de Pink Floyd, del cassette de Marillion de The Wall, de la vieja de inglés. Quería terminar ese beso a la salida del colegio, quería abrazarla de verdad y no a medias. Quería irme en una caravana celebrando que ella me había dicho que Sí, pero ella prefería el No, quería cantarle Hey You al oído, pero no me atreví, no dije nada, solo le dije que lo pasara bien.

Se despidió de mí con un abrazo al lado de ese muro grande y largo que está en Montecarmelo, demasiado cerca del límite entre Recoleta y Providencia. Repetí la maniobra de fines de 4to medio pero ella ya la conocía, así que me interpuso la mejilla antes de que pudiese buscar sus labios, terminó el abrazó y me lanzó la misma mirada de cejas arqueadas y media sonrisa de hace un rato. Resignación, me dijo con sus ojos. No quise verla alejarse, así que apuré el paso hasta donde debía tomar la micro, ya no me alcanzaba para el Pullman.

Me comí los dos Súper 8 en la micro de vuelta a mi casa mientras en mi cabeza la melodía de Kayleigh daba vueltas sin parar.

Por Rodrigo Muñoz Casaux.