En el universo ficticio que propone David Foster Wallace (1962-2008) en La Broma Infinita (1996),  exageradamente dominado por las marcas y el marketing, donde incluso los años se llaman por su auspiciador -tal como pasa hoy con el Movistar Arena o la Copa Santander Libertadores, imaginen el año Movistar o Soprole o Viagra-, hay un vaticinio que hoy a más de veinte años de su publicación podemos dar como un hecho: las relaciones de las personas con sus redes sociales generan altos grados de estrés emocional y eleva desmesuradamente su vanidad física. D.F.W. relata magistralmente cómo cambia la experiencia desde el teléfono de fines del siglo XX a la comunicación interpersonal audiovisual propia de la segunda década del siglo XXI, aquí radica lo pitonisa, ya que en el año 1995 –en el que se terminó La Broma Infinita- no existían aun las videollamadas y nadie sabía lo que era el wi-fi, aun así D.F.W. logra entrar en la cabeza de una generación que experimentará estas nuevas formas de comunicación y predice un futuro nada resplandeciente para el culto a la vanidad que hoy vemos en todas las redes sociales (Instagram y Snapchat las que más), y el estrés emocional que nos genera la obvia frustración que todos tenemos de no ser superficialmente tal como lo hubiésemos elegido si tuviésemos la opción.

El fragmento que leerán a continuación es sólo un brevísimo esbozo de la irrisoria distopía que D.F.W. transita en más de un millar de páginas, riéndose de la idiosincrasia estadounidense (tan lamentablemente parecida a la chilena) y augurando –no sin miedo- las contradicciones y brumas que el siglo XXI heredó de su antecesor, las que nunca termina de encarnar y retorcer.

“1.- Resultó que había algo terriblemente estresante en las interfaces visuales telefónicas que no existía en las interfaces solo verbales. De repente, los consumidores de videofonía se percataron de que habían sido víctimas de un engaño insidioso, pero totalmente maravilloso, en lo que respecta a la videofonía sólo verbal. Antes no habían notado el engaño, como si fuera algo tan complejo emocionalmente que solo se pudiera valorar en el contexto de su pérdida. Las viejas y buenas conversaciones solo verbales de antaño te permitían suponer que la persona del otro extremo de la línea te prestaba toda su atención mientras que a ti te tenía sin cuidado lo que ella dijera. Una conversación tradicional solo auditiva –utilizando un teléfono manual cuyo auricular solo tenía seis pequeñas aberturas, pero cuyo auricular significativamente tenía 36- te permitía entrar en una especie de fuga hipnótica o autopista de semiatención: mientras conversabas, podías mirar la habitación, garabatear, acicalarte, arrancarte diminutos trozos de piel de las cutículas, componer haikus en la agenda telefónica, remover lo que estabas cocinando; incluso podías mantener toda una conversación adicional en lenguaje de signos y mediante exageradas expresiones faciales con la gente que estuviera a tu lado, y todo esto mientras parecías estar prestando la debida atención a la voz del aparato. Y no obstante –y esta fue la parte retrospectivamente maravillosa-, incluso mientras dividías tu atención entre el teléfono y toda una serie de pequeñas actividades, nunca te sentías acechado por la sospecha de que la atención de tu interlocutor podía estar tan dividida como la tuya. En el transcurso de una conversación tradicional, digamos que te entretenías buscando con los dedos algún granito en el mentón y de ningún modo te sentías deprimido por la idea de que acaso tu interlocutor estuviera haciendo lo mismo. Se trataba de una ilusión, y de una ilusión auditiva con una base auditiva: la voz del otro extremo de la línea era densa, fuertemente comprimida y con un vector directo a tu oído que te permitía imaginar que la atención del interlocutor era igualmente comprimida y concentrada… aunque no lo fuera tu atención. Esa era la cuestión. La ilusión bilateral de atención unilateral era casi infantilmente gratificante desde el punto de vista emocional: tenías que creer que recibías toda la atención de alguien sin tener que devolverla. Vista con la objetividad de una percepción a posteriori, la ilusión parece irracional, casi literalmente fantástica: es como si las dos partes se mintieran, pero confiaran una en la otra al unísono.

David Foster Wallace

La videotelefonía hizo insostenible esta fantasía. Los usuarios descubrían ahora que tenían que poner la misma expresión casi demasiado intensa de quienes hablan cara a cara. Aquellos usuarios que, por la fuerza de una costumbre inconsciente, sucumbían a acicalarse o alisarse la ropa, ahora daban la impresión de ser groseros, estar distraídos o de prestarse una infantil atención a sí mismos. Los usuarios que, aún más inconscientemente, se exprimían granitos o se metían el dedo en la nariz, se encontraban con expresiones de horror en el rostro del otro extremo de la línea. Todo lo cual daba como resultado un evidente estrés videofónico.

Aún peor, por supuesto, era la impresión traumática de ser expulsado del Edén cuando, al levantar la mirada tras pasar un dedo por tu agenda de teléfonos o ajustar el ángulo de reposo de tu viejo aparato sobre tus piernas, veías que tu videofónica interlocutora jugueteaba con los cordones de sus zapatos mientras te hablaba y te dabas cuenta de pronto de que la fantasía infantil de tener toda la atención del otro mientras tú hablas haciendo otras cosillas como pequeños ajustes en tus partes genitales era una quimera y que en realidad a ti no te prestaban más atención que la que tú prestabas al otro. Los usuarios videofónicos descubrieron que todo lo de la atención se convertía en un asunto monstruosamente estresante.

2.- Y el estrés videofónico era aún peor si tú eras ligeramente vanidoso, es decir, si te preocupaba tu imagen. De cara a los demás. Y, bromas aparte, ¿quién no lo es? Las viejas llamadas auditivas se podían hacer sin maquillaje, peluca, prótesis quirúrgicas, etcétera. Incluso sin ropa, si te apetecía. Pero para los conscientes de su imagen la videofonía no ofrecía la menor posibilidad de contestar a una llamada tal como estaban; de ese modo, los usuarios empezaron a sentirse ya no como cuando sonaba el viejo teléfono sino como si llamaran a la puerta y ello los obligara a vestirse en un santiamén y ponerse las prótesis y verificar el estado del pelo delante del espejo antes de contestar al timbre.

Pero el verdadero tiro de gracia para la videofonía fue cómo se veían las caras de los usuarios en la pantalla. No la cara del interlocutor, sino la propia cuando la veías en el video. Al fin y al cabo, usar la opción de registrar la llamada para grabar ambas pulsaciones y luego ver cómo había visto tu cara la persona que te había llamado solo era un trámite de tres botones. Esta especie de chequeo visual no era más llevadero que el espejo. Pero la experiencia resultó ser casi universalmente horripilante. La gente se horrorizaba de cómo se veía su rostro en la pantalla. No era simplemente la hinchazón, esa conocida impresión de sobrepeso que el video inflige a una cara. Era algo peor. Incluso con pantallas de alta definición, los usuarios percibían algo esencialmente borroso y de aspecto húmedo, una indefinición pálida que les parecía no solo muy poco lisonjera, sino también evasiva, furtiva, algo desagradable, muy poco digno de confianza. En un primer y aciago estudio de InterLace/GTE, al que nadie hizo caso en medio de la tormenta de entusiasmo empresarial que levantó aquella tecnología de ciencia ficción, se dice que casi el sesenta por ciento de quienes tenían acceso a sus propios rostros durante las llamadas videofónicas se manifestaban específicamente en términos de imagen “de no fiar”, “desagradable” o “difícil de gustar” al describir su propio aspecto en la pantalla; hubo un setenta y uno por ciento fenomenalmente desastroso de ciudadanos de la tercera edad que compararon sus propias videocaras específicamente con la de Richard Nixon durante el famoso debate con Kennedy en 1960.

Nixon durante el famoso debate

La solución propuesta a lo que los psicólogos asesores de la industria de las telecomunicaciones denominaron Disforia Video-Fisionómica (o DVF) fue sin duda el advenimiento del Enmascaramiento de Alta Definición; de hecho fueron esos empresarios, que gravitaron hacia la producción de imágenes videofónicas de alta definición y luego directamente a las máscaras, quienes superaron la corta vida del fenómeno videofónico sin perder hasta la camisa y bastante forrados.

En lo que respecta a las máscaras, la opción inicial fue de Imágenes Fotográficas de Alta Definición; es decir, coger los elementos más atractivos de un conjunto de fotografías en distintas poses favorecedoras de un determinado usuario y –gracias a los equipos disponibles de configuración de imágenes de los que fueron pioneras las industrias de la cosmética y del orden público- combinarlos en una composición de alta definición muy atractiva de un rostro con una expresión honesta y con el exceso de intensidad justo para una atención completa, pero fue rápidamente reemplazada por la opción un poco más económica (usando el mismo software de la industria cosmética y del FBI) que consistía en fundir la imagen facial mejorada en una auténtica máscara de resina de polibutileno; los consumidores pronto descubrieron que valía la pena pagar el alto coste de una máscara permanente y portátil porque, si se tenían en cuenta los beneficios de reducción de estrés y de DVF y las eficaces cintas de Velcro para atarse la máscara, entonces la cabeza del usuario salía por muy poco dinero; y durante un par de ejercicios fiscales, las compañías de cable telefónico pudieron recuperar la confianza de los consumidores afligidos por la DVF uniéndose en una operación horizontalmente integrada por la cual se entregaban las máscaras en el momento de instalar el aparato. Las máscaras de alta definición, cuando no estaban en uso, simplemente colgaban de un gancho al lado de la consola telefónica del ordenador, dando sin duda una imagen un tanto surrealista y desconcertante cuando se las colgaba vacías y arrugadas; a veces había un problema de identidad errónea potencialmente negativo cuando se trataba de un servicio de multiuso familiar o empresarial que implicaba una apresurada selección de la máscara correcta de una larga hilera de máscaras vacías, pero de cualquier modo al principio las máscaras parecieron una viable respuesta de la industria al problema de la vanidad, del estrés y de la imagen facial nixoniana.”