De las axilas como cuerpo de agua

 

1.

Supongamos, por ejemplo, que una axila es como un estanque: una cavidad pequeña, mojada, con fines meramente ornamentales. Descansa en la articulación entre un brazo y un torso, oculta detrás de una mata mínima de plantas acuáticas -también conocida como pelos de sobaco- que puede, o no, podarse a gusto de cada propietario. La axila se esconde, pudorosa, cubierta en perlas de sudor que recuerdan al rocío. Huele como la hierba fresca que se poda a primera hora de la mañana. Es el mejor accesorio para dar cuenta del buen gusto.

 

2.

Podría decirse, sin exigir mucho de la imaginación, que una axila también es como una pileta de natación. Es, al mismo tiempo, finita pero insondable. Sus límites no son claros, es convexa y de profundidades variables. Ni unas ni otras aguantan una unidad convencional de medida. ¿Alguna vez se oyó a alguien preguntar: ‘¿de qué tamaño es tu axila?’? Para hablar de ellas, es necesario innovar: una pileta mide 13, 26, 32 brazadas. Una axila, por su parte, puede medirse en la cantidad de lengüetazos que sean necesarios para abarcar la totalidad de sus dimensiones. O en la cantidad de pelos que la pueblan.

De superficie hipersensible, a veces tendiente a los sarpullidos, es hermana de las aguas excesivamente clorificadas: si no se la cuida lo suficiente, puede erosionarse, llenarse de imperfecciones, sean hongos, ronchas o moho. ¿Y qué peor que una pileta en la que no está permitido zambullirse? ¿Qué de más frustrante que una axila que no se puede acariciar?

 

3.

Una axila es, entonces, una zona de conflicto: desdeñada por los puritanos del olfato, insultada por la prohibición de musculosas en ambientes laborales, bastardeada por la futilidad de las hojas de afeitar, no puede sino quedar relegada al régimen de la vida privada. Debe consolarse con el secreto que implica el fetiche: no son muchxs lxs valientes que se atreven a declarar su amor por ellas. 

Sin embargo, si uno mira con atención, puede ver, en cualquier viaje en tren, en un día de verano, los ojos expectantes y sedientos de los pasajeros. No pueden más con su ansiedad, les tiembla todo el cuerpo pensando en cuándo será el momento en que un movimiento brusco del tren obligue a un sinfín de axilas a salir de su escondite y llevar a sus dueños a tomarse del pasamanos. Se abren como una flor en primavera, mientras el resto de los pasajeros se estremece, lleno de esperanza de que venga otro sacudón y haga volar esos pequeños diamantes de sudor directo hacia las comisuras de sus bocas. 

O, sencillamente, el curioso no tiene más que entrar a una iglesia cercana y observar, una vez dentro, a cualquiera de los jovencitos que ahí se encuentran. De rodillas frente a un Jesús crucificado, esperan. Ya no rezan, no suplican, no piden por su propia salvación. El creyente desvía sus ojos de los de Cristo, esquiva su mirada y se detiene, incansable, en la cuenca de sus axilas. Frota sus rodillas contra el piso, a la espera de un dolor, encandilado por esa piel tersa y dorada. El tiempo de lo sagrado ya no se reduce a una determinada cantidad de padres nuestros, repetidos hasta el cansancio. Se transforma y se desenvuelve en una meditación lenta, que podría durar para siempre, estancada en el deseo de ver correr una gota real por esas axilas. 

Un cauce de sudor como el milagro definitivo; las axilas son como una fuente para el acetre del que se sirven los fieles. 

¡Agua bendita corriendo por nuestras gargantas! ¡Al fin! ¡Qué delicia! ¡Agua de beber, camarada! 

 

4.

Con el regusto que invade la boca, las ideas, los sentidos, se puede afirmar que no hay nada tan salado como las axilas de un amante. El sudor es salado. El sedimento que deja el desodorante, incluso más. Aunque pasar la lengua por ahí pueda parecer un gusto adquirido, siempre han existido esas personas que salan la comida antes de siquiera probarla. No es de sorprender, entonces, esta devoción torcida: los mismos que prefieren el bacalao o las anchoas por sobre cualquier pescado blanco, o las aceitunas por sobre las pasas, pueden ser parte de esta extraña familia. La salinidad de la axila es un sabor único y variable, que cambia de cuerpo a cuerpo pero que mantiene ese gusto ácido que solo tiene lo que fermenta en la oscuridad. Una delicia de lujo, el elixir que le falta a las vinagretas y licores que conocemos.

Insisto, no hay nada más salado que las axilas de un amante.

Nada, excepto por el Mar Muerto: que no es ni mar, ni está muerto, pero que se ganó su título por sus altísimos niveles de salinidad, que son tales que no permiten que casi ninguna forma de vida se desarrolle dentro, así como tampoco son muchxs lxs que eligen habitar la extensión de un sobaco. Si un pez entra en esas aguas por error, seguramente muera en cuestión de minutos, y su cuerpo se cubra de cristales salinos, parecidos al rastro del desodorante seco en la piel de la axila con el discurrir del día. Solo algunas bacterias invisibles y algunos visitantes discretos insisten en visitarlos. Son paraísos de pocos, pequeños desiertos mojados.

Como el Mar Muerto, una axila es acuosa y salada, pero jamás calmará la sed. Las ruinas de Sodoma y Gomorra, escondidas bajo sus aguas pero nunca encontradas, son tan míticas e inhóspitas como las axilas de un amante. La lengua intentando acceder a ellas, igual que exploradores y arqueólogos, es insaciable. La axila, ella sola, también lo es: no resiste la falta, se quiebra de tristeza cuando no la acarician. Es un terreno infértil: un falso oasis en el Medio Oriente de los cuerpos, castigado por un Dios rencoroso que lanzó sobre ellas una lluvia de azufre. Y, sin embargo, de Sodoma y Gomorra quedaron sobrevivientes: Lot, buen samaritano, y sus hijas. Su mujer podría haberlos acompañado, pero como Orfeo, miró atrás para contemplar la ciudad que se desmoronaba y terminó convertida en un pilar de sal. 

La cuestión, entonces, es algo así: si de tanta destrucción pudieron salir vivos unos pocos, quizás todavía haya oportunidad para los borrachos de axilas. Quizás, aunque difícil, no quede otra opción que salir a la búsqueda de Lot y su descendencia. Sí, ellos huyeron de Sodoma y Gomorra; se salvaron porque no pecaban del desaforo propio de sus conciudadanos. Pero el exilio no los salva, no pueden ni podrán escapar de las huellas de la ciudad sobre sus cuerpos. Esa memoria que late en ellos los convierte, a su pesar, en una suerte de Sodoma portátil, aunque mesurada y artificiosa. La única Sodoma posible, en fin. Hay que, entonces, seguir sus pasos, acercarnos a ellxs y, simplemente, pedir que, como Cristo en la Cruz, abran sus brazos y dejen que ese rayo enceguecedor que surge del pliegue entre brazo y torso nos deje sin palabras. Quizás así, embriagadxs de tanta luz y tanta sal, encontremos las ruinas que faltan. Y, sino, si la búsqueda falla, no nos quedará más que conseguir amantes a la altura y entregar lengua y ánimos a erigir unas nuevas Sodoma y Gomorra, construidas sobre los pequeños pilares salados que se yerguen bajo sus brazos. 

De mis axilas como ecosistema idóneo para el vampirismo

 

1.

Si uno se dispone a buscar información sobre las axilas en cualquier motor de búsqueda virtual, lo más probable es que, antes de encontrar alguna descripción anatómica al respecto, se halle frente a una serie de soluciones. ¿A qué? A la sudoración excesiva, a las manchas en la ropa, al olor. Es decir: las axilas, antes que una parte fundamental del sistema linfático, son un problema.

Su función en el cuerpo es poco clara: más que nada son una región de paso, que conecta tejidos que van desde la mama hasta los miembros superiores. No es que exista tal cosa como una parte inútil del cuerpo, pero claramente la axila no se luce por todo lo que puede hacer. No agarra, no camina, no huele ni gusta por sí misma. Solo genera inconvenientes. Es más, si lo pensamos en términos de forma, la axila es casi más hueco que superficie; su propia morfología se basa en la ausencia. Ni siquiera en tanto cavidad es lo suficientemente profunda como para permitir que pasen a través de ella flujos, miembros, objetos diversos. Es decir: no equivale en hondura, ni por cerca, a un ombligo, al canal de una oreja, a cualquier agujero sexuado. La axila queda corta, no se deja atravesar por el placer que genera un hisopo ni un dedo que indaga en busca de pelusas. El gesto de introducir no vale nada en un cráter superficial, géiser incómodo del que emana únicamente sudor. Como los vestigios de Sodoma después de la lluvia, la axila es una ruina, un accidente geográfico que si se rasca solo revela tierra estancada, basura, suelo infértil. 

 

2.

Las axilas, entonces, son una suerte de anti-parte del cuerpo, de región escondida. Lo que sorprende, sin embargo, es la presión social que se ejerce alrededor de ellas. La historia reciente enfatiza tanto en todas las intervenciones que se pueden realizar sobre ellas para que pasen desapercibidas que, por la contra, las vuelve incluso más visibles. Desodorantes, depilaciones temporales, depilaciones definitivas, jabones para ropa que eliminan las manchas. Quizás, si las operaciones de marketing las dejaran estar, ni siquiera las notaríamos. Cabe preguntarse desde cuándo sucede esta cruzada por su invisibilización, que las volvió tan evidentes, y si es que aquellos que la planearon se dieron cuenta del error. 

Por mi parte, llevo las axilas peludas. Supongo que, cuando comencé con esto, quise que fuese un gesto de rebeldía, pero esas luchas se desdibujaron con el fin de la adolescencia. En este momento, lo único que me sostiene en ese deseo es una mezcla entre el desgano y un gusto botanicista por todo lo que crece. Me dejo el pelo en las axilas para ver hasta dónde puede llegar, con la esperanza de que, más temprano que tarde, podré cultivar en ellas un hermoso jardín, lleno de una fauna y una flora autóctonas. Siendo una mujer de mucho pelo, tanto en la cabeza como en todo el cuerpo -que además se destaca por ser particularmente grueso y resistente a las constantes amenazas de peines, ataduras y tirones- , tengo una asombrosa tendencia a los piojos. No importa qué haga para prevenirlo, al momento en que uno de ellos se asoma por sobre los cabellos de otrx y divisa mi melena rubia, decide aventarse hacia ella sin mirar atrás, como si se tratara de la tierra prometida. Una vez ahí, ese piojo solitario no tarda en causar revuelo sobre los lujos de parcelar una tierra como mi mollera y procura generar descendencia lo más pronto posible. Termino plagada de bichitos en cuestión de horas y no hay nada que pueda hacer para detenerlo. Con todo, los piojos son seres profundamente respetuosos de las fronteras -sea por precavidos o por perezosos-, y prefieren atenerse a lo que ya conocen, que es la circunferencia de mi cráneo y apenas más. Aunque en principio me molestan, acabo por tomarles cariño, y no puedo sino lamentar que sean tan pudorosos, que no se atrevan a correrse un poquito del oasis de mi testa. A mí, que hace años que vengo cultivando mis axilas para que sean el paraíso perfecto -cálidas, frondosas, mojadas-, no me queda otra más que generar cierto rencor hacia ellos: ¿por qué rechazan mis axilas? ¿es, acaso, porque los pelos son más duros y menos dorados que mi cabellera? ¿será que mis piojos son chauvinistas de la cabeza? ¿pequeños desclasados?

 

3.

Sucede, sin embargo, que no todo el monte es orégano, así como no todas las superficies pilosas son asimilables. Más allá de mis caprichos y lamentos, existe una razón en particular por la que los piojos no se animan al mar de mis axilas. Como es bien sabido, ellos no buscan el pelo más que como escondite. Lo que los piojos desean es sangre, y esa sangre circula mejor y más abundante a través del cuero cabelludo. La sangre que corre por las axilas, en cambio, mana mucho más honda y menos caudalosa, y el cuerpo-piojo, tan mínimo, no podría ni soñar con alcanzar semejantes profundidades. Sus patas son demasiado cortas, sus colmillos no lo suficientemente punzantes. El cuerpo-piojo avanza en su existencia marcado por un destino paradójico: en tanto insecto, se asemeja más a un vampiro que cualquier otro miembro del reino animal. Pero, por más que realmente lo quiera, el estatuto de monstruo le está negado a costa de sus dimensiones. Ni aunque el piojo se desviva chupando toda la sangre de mi cabeza, ni aunque su descendencia se aboque al proyecto paterno por generaciones y generaciones, ni aunque doble su tamaño por el hambre, jamás será más que un bichito incómodo. Ni enorme como un depredador, ni letal como una bacteria, el piojo es un villano fallido, cuyos delirios de maldad, una y otra vez, se ven frustrados por la indomable fuerza de una tierra-cabeza, demasiado extensa en superficie para ser aprehendida y lastimada más que de a fragmentos.

 

4.

De este breve recorrido se pueden esbozar algunas intuiciones sobre el vampirismo. Primero, que tanto de parte de insectos mínimos como de seres mitológicos, la sed de sangre nunca es tanta como para que no sea selectiva; no se chupa cualquier sangre ni de cualquier lugar. Sí, existen infinitos libros y películas en los que, a fuerza de hambre, los vampiros se ven obligados a matar algunos animales en vez de humanos, pero también es cierto que siempre atacan al pescuezo. Hay espacios privilegiados para la extracción. Luego, que esto no necesariamente implica una mejora en el sabor, sino que los seres vampiros operan con fines claros y medidas prácticas. Difícilmente se los podría considerar como gourmets.

Entonces, el estado de situación es el siguiente: no porque los piojos eviten mis axilas eso implica que sean un terreno indeseable. Es más, hasta podría tratarse de un paraíso en potencia, que ningún ser, aún, se atrevió a recorrer. La axila está lejos de los piojos y oculta, en gran medida, de la mirada humana, pero existe y resiste, lista para ser probada. El problema es el camino hacia ella. 

 

5.

Quizás, por su morfología de hueco, puede que resulte más fácil pensarla en términos de continente que de contenido: la axila es más boca que bocado. Así, en Rabia, tragedia vampírica de David Cronenberg, el asunto de saborear la axila se revierte a partir de algunas intervenciones quirúrgicas dudosas. En la película, Rose, la protagonista rubia, divina, joven, tiene un accidente en moto, en el medio de la nada, que casi la mata. Ante la ausencia de hospitales, la trasladan a una clínica de cirugía estética, aislada y extraña, en la que es atendida por un médico que decide llevar a cabo una cirugía experimental para salvarle la vida: proceden a injertarle un nuevo tejido neutral en las zonas en que está demasiado lastimada. Cuando despierta, Rose tiene una fisura debajo de la axila. En principio no llama demasiado la atención, es solo una cicatriz más después de un accidente casi letal. Pero mientras gana fuerzas, la protagonista comienza a sentirse doblemente sedienta: primero, de hombres, de caricias, de algún gesto que la contenga después de tanto peligro. Luego, y sin previo aviso, de sangre. Mientras Rose seduce a otro paciente que la acompaña, de su axila surge un punzón como un colmillo -o, por qué no, como un falo- que se clava en las costillas de este y lo deja seco, seco, seco. Él no muere, pero queda débil y no recuerda nada. Esta escena se repite, una y otra vez, mientras Rose seduce o se defiende de distintos hombres rancios a base de aguijonazos. Entretanto, su axila saborea. Los hombres se convierten en zombies, aletargados aunque violentos, pero ninguno de ellos desarrolla la misma sed que su verduga. 

Jacob Von Uexkull, pionero de la etología, gana fama a principios del siglo XX, después de acuñar el concepto de umwelt -casi siempre traducido como mundo circundante, aunque a veces incluso como medio ambiente-, a partir del estudio intensivo de los modos de percibir de seres de apariencia tan nimia como garrapatas y pulgas. Los umwelten, dicho rápidamente, serían algo así como las burbujas en las que cada ser se lleva adelante como sujeto protagonista. En dichas esferas, el concepto de un tiempo y espacio únicos, propios del antropomorfismo, ya no funcionan como guía última, sino que se conjugan en un entramado múltiple y complejo en el que cada animal percibe y actúa a partir de sus propias capacidades y nociones tanto temporales como espaciales. Los mundos circundantes varían entre sí en la medida en que cada ser se compone anatómicamente de manera distinta: las diferencias perceptuales se siguen de las distintas morfologías de cada ser y de las posibilidades que implican. El ojo de una mosca es infinitamente más complejo que el de un ser humano: su ángulo de visión es mayor, su horizonte no es siempre el mismo, su arriba y su abajo se modifican constantemente dependiendo de dónde se ubica. Lo mismo puede pensarse de la audición de un pájaro: capta vibraciones que otros animales no. Así, el mundo ya no es el devenir temporal humano, sino que se compone del constante entrecruzamiento de cada uno de estos sistemas perceptuales, que son anatómicamente perfectos en sí mismos y se desprenden de cualquier idea de jerarquía. 

 

6.

Con esta noción en mente, la axila como ecosistema se desdobla y multiplica. 

Por un lado, está la axila de Rose, que se convierte, por obra de la ciencia, en un ser en sí mismo. Como las garrapatas que estudia Uexkull -que pueden pasar meses en un estado de letargo sobre la rama de un árbol, esperando a que se cruce por debajo algún mamífero sobre el cual arrojarse-, la axila-vampiro de nuestra protagonista dormita a la espera de alguna víctima. El tiempo axilar no equivale, necesariamente, al tiempo como lo percibe Rose. Ella deambula entre restaurantes, entre edificios, entre hombres. Su punzón, en cambio, descansa y espera. La axila-vampira se vuelve sujeto y el cuerpo de Rose, el medio apático en que se despliegan todas sus posibilidades.

Por el otro, están mis axilas, que quedan estancadas en el terreno de la posibilidad. Mis axilas como ecosistema, de momento, son solo una fantasía, al menos en lo que a vampirismo refiere. Es decir: imagino que en ellas viven múltiples organismos invisibles, cuerpos celulares que hacen sudar, que crecen con lo que mi cuerpo tiene para ofrecer. Pero, insisto, las axilas como cuerpo de agua proveen un elixir sagrado que, de momento, nadie pareciera estar dispuesto a venir y tomar. Yo, a diferencia de Rose, quisiera hacer del mundo mi axila y no viceversa: convertirla en un mundo en sí mismo, invitar a otros sujetos a que la habiten, que se vuelva independiente del resto de mi organismo. Hay tanto para percibir en ella: olores, texturas, sabores. Cada axila ya no como un monstruo, sino como un pequeño ecosistema monstruo, tan grotesco como gustoso, listo para ser abarcado.

 

III. De las axilas peludas como centro de masas

 

1.

“Es preciso que el llanto se derrame en la axila”. Así escribe Lorca en Carne. En cuestión de algunos versos, el poema se avienta sobre sí mismo. Una primera imagen de Eva desorientada, con sus dedos manchados de manzana, se diluye y se derrama sobre dos cuerpos encontrados, varones, galanes. Lo sacro y lo sexual -para sorpresa de nadie- se amalgaman; lo que queda es, casi, una historia de monstruos.

“Es preciso que el llanto se derrame en la axila”. ¿Pero quién llora? ¿Sobre qué axila se vierten las lágrimas? En el abrazo de los amantes se dibujan, aunque maleables, dos figuras: un continente y un contenido. Siempre hay alguien que abraza más de lo que es abrazado. El que abraza, aprieta. Guarda con sus dos brazos el cuerpo del otro, más desamparado. Apoya su mentón sobre el hombro ajeno. Delimita con sus extremidades todo cuanto puede abarcar. El otro, en cambio, se deja abrazar. A diferencia del que mira por sobre la línea del hombro, el abrazado, en su angustia, no quiere ver nada: cierra los ojos, busca calor y refugio sobre el pecho recipiente. La cabeza gacha, los mocos flojos, las primeras lágrimas, corren discretas por el escote ajeno, trazando eses que derivan en la axila. Entonces: en el abrazo de dos amantes, la axila de uno se llena de las lágrimas del otro.

Pero también, “es preciso que el llanto se derrame en la axila” como síntesis perfecta de la crucifixión. Cristo, con la cabeza ladeada, a veces mira hacia el cielo y a veces deja que la testa cuelgue, los ojos hacia sus pies. No siempre llora, al menos no en el instante cristalino en que es representado. Pero es difícil creer que no haya vertido, al menos, una lágrima o dos. Del ángulo entre su oreja y su hombro se traza, inevitablemente, un único camino para el llanto, que desemboca en la axila, desbordada del agua del propio Cristo. 

La axila llorada, ¿es recipiente litúrgico, colmado de un líquido sagrado? ¿o es boca de río, poco profunda, innavegable, tapiada por el sedimento? Sea cual sea, sea estanque, sea acetre, sea ruinas de Sodoma, todos tienen algo en común: ninguno sirve. La axila es agua, pero nadie vive ahí. No es caudal ni productivo ni explotable.

 

2.
Se desprende, por la contra, que si las axilas no son útiles, quizás sean míticas. Por qué no, entonces, considerarlas como una suerte de Atlántida del cuerpo admirado. Las axilas de Cristo tanto como las de los amantes se colman de un agua que esconde secretos, virtudes, milagros. 

Ahí nada un pez que reluce por lo poco que se sabe de él: el sobaco. Así como suena: algún biólogo marino, a falta de mejor traducción, de un pez cuyo nombre latino es canthidermis sufflamen, decidió que su imagen correspondiente era la de un sobaco. Por supuesto, sé poco y nada de peces. Mucho menos del arte de nombrar. Pero confío en algunas intuiciones y afirmo que el pobrecito de axila no tiene nada. 

A falta de información precisa, se puede de igual forma, asentar algunas características de su especie y especular sobre su destino díscolo. El sobaco es parte de la familia Balistidae, conformada por al menos diez especies de peces. Ninguna tiene demasiada fama, pero de varios de ellos se puede decir que son hermosos: los vetula tienen escamas tornasoladas, que brillan como el revés de un cd; a los aculeatus se les llama peces Picasso, por sus bloques de colores estridentes. Los sobacos, por supuesto, como sus tocayos humanos, pasan absolutamente desapercibidos. Son grises, lisos, discretos. Poco memorables, sobre todo. Son peces solitarios, que rechazan cardúmenes y multitudes. Ni siquiera viajan en pareja. 

Lamento por ellos que un nombre desafortunado sea razón suficiente para llevar una vida de sombras, infame, marcada por la convención de lo que se considera feo. Porque, para llevar más lejos su desgracia, ni siquiera se llaman axilas, sino sobacos. Hay varias etimologías posibles para la palabra, ninguna de ellas venturosa: todas se desprenden del prefijo sub. A grandes rasgos, no significa más que bajo. Pero, a pesar de la aparente inofensividad del término, a nosotrxs, personas cuyos nombres pesan como maldiciones, no nos queda sino preguntarnos cómo se vive una vida marcada, desde el origen, por un léxico de la bajeza. No se trata, simplemente, de una cuestión posicional. La etimología del sub es una imposición, un destino trágico, que nos deja con la paradójica imagen de un animal poco agraciado, intrascendente, al que le toca deambular por mares y océanos, solitario como ninguno, maldiciendo a quién le dio su nombre.

 

3.

Porque la axila, en cambio, aunque tenga su mala fama, al menos tiene la suerte de una etimología más benigna. Axila se sintetiza en la unión perfecta de eje y ala. Es una imagen hermosa: ya no un recipiente pequeño y escondido, acumulador de aguas rancias, sino un centro en sí mismo, del que brota otro cuerpo, sobre el que se articula la posibilidad del vuelo.

El axis mundi es un motivo mítico-religioso que se repite en diversas culturas a lo largo del tiempo. Se trata de un símbolo ubicuo que representa un punto de unión entre diversos planos ontológicos: el lugar en el que convergen los rumbos de una brújula, el pasaje entre cielo y tierra, lo divino y lo humano, lo propio y lo ajeno. Trazar una historia mítica de la idea de ombligo del mundo sería, si no imposible, al menos larga. Los puntos predilectos para su ubicación varían de un pueblo a otro, así como sus orígenes se desdibujan entre los distintos relatos fundacionales. Sin embargo, algunas imágenes sí se repiten: el axis mundi siempre es el lugar de dónde se parte, nunca el destino. El lugar conocido sirve como microcosmos ordenador, mientras que lo extranjero promete la noche. Desde el centro, el viajero se lanza a la aventura con voluntad iluminadora. Todo reino es intermedio entre lo divino (que se mantiene siempre como un horizonte virtual) y lo que existe pero es aún desconocido (la tierra que se asoma sobre el horizonte actual). Pero, como viajeros hay muchos y la mayoría de los pueblos tienden a la dispersión, siempre se parte de puntos distintos. El axis mundi es una imagen que por su génesis se presta a la multiplicidad: el eje no es, necesariamente, un punto específico en el mapa, sino una suerte de esfera variable, que se expande y se reduce. Varios lugares pueden ser, en simultáneo, el ombligo del mundo, siempre que auguren la unión entre cielo y tierra. 

Así, se repite la imagen de la montaña como eje sagrado, centro del centro: la montaña se yergue sobre el punto privilegiado y crece en espiral, sobre dos rectas perpendiculares imaginarias, para ayudarnos a llegar a Dios. Las montañas más altas son dignas de devoción: el Monte Fuji para los japoneses, el Monte Sión para los antiguos hebreos. Pero también han habido culturas que, aunque admiradoras de lo celestial, han mirado hacia abajo buscando espacios sacros. A falta de montañas, hubieron cuencas sagradas: la fuerza de lo cóncavo como promesa de agua, de vida, de unión. Así, la cuenca de Anáhuac era conocida por la cultura Azteca como “el ombligo de la Luna”, superficie especular en que, vanidoso e indulgente, podía reflejarse el astro para sentirse cerca de lxs de abajo. 

La axila no es montaña, pero sí tiene mucho de cuenca: una depresión en la superficie del cuerpo, rodeada por alturas. Además, todo cuerpo cuenta con dos de ellas. Las axilas son ausencia de horizonte, pero son eje: sobre su falta también se adora, se construye y se proyecta. Si el axis mundi es centro del mundo, por qué no ignorar la hegemonía del ombligo y declarar a las axilas como axis corpus, puntos de fuerza que trazan una cruz sobre la figura, trayecto sacro de dónde se lanzan a la aventura todos los viajeros.

 

4.

Si entre las axilas, luego, se traza un nuevo centro insubordinado, si son eje fundamental de los cuerpos, imagen de simetría, hay que volver a la pregunta de por qué tan negadas, por qué tan reprimidas. La historia de las axilas es accidentada, marcada por la vergüenza, irremediablemente hermanada con la historia de la depilación. Si bien es posible que, dada su tendencia al mal olor, las axilas hayan estado desde tiempos tempranos relacionadas con lo impúdico, seguramente en esas épocas existían como un secreto en la misma medida en que lo hacían casi todas las partes del cuerpo, que por pudores y morales vivía mucho más vestido que hoy en día. Las axilas como confidencia, entonces, datan de hace miles de años. No así las axilas en tanto afrenta: la depilación, al menos como se la concibe en occidente, no es tan vieja. Es decir: sí, siempre hubo individuos, incluso pueblos que se afeitaron, incluso antes de navajas y maquinillas. Pero para Occidente, hasta hace no tanto, el pelo era sagrado. 

En su libro Plucked. A history of hair removal, la historiadora Rebecca Herzig narra en detalle la sorpresa que se llevaron los colonos cuando, apenas llegados a América, se encontraron con que muchos de los pueblos originarios, sobre todo sus hombres, removían con ahínco casi todos los pelos de sus cuerpos. Para los europeos este acto no solo representaba una enorme ofensa a la virilidad, que presumía unas barbas suntuosas e incluso, todavía, algunas pelucas, sino que también era un total y absoluto misterio. No podían, siquiera, tratar de adivinar cómo eran los procesos que atravesaban los indios para llegar a estar así de lampiños. 

Tuvieron que pasar varios siglos hasta que el exceso de pelo comenzara a parecerse más a una ofensa que a una ostentación. La búsqueda por una tez suave como porcelana, sobre todo en las mujeres, comienza a dibujarse con el siglo XVIII: la mujer barroca era prolija y artificial como una muñeca, blanca como la vajilla, coqueta como sus encajes. Sus atuendos podían estar sobrecargados de colores y adornos, pero era imprescindible que su piel fuese tan lisa como posible. En esta época, y especialmente una vez entrado el siglo XIX, comienzan a comercializarse algunos primeros productos y herramientas para la depilación, más que nada destinados a arrancar cualquier vello visible en el cuello, rostro, antebrazos, tobillos. Todo lo que había en el medio podía seguir siendo una selva, una confirmación de la madurez de las niñas, un hecho conocido pero oculto. La depilación no fue una necesidad ni una parte activa de los regímenes de belleza hasta ya establecido el siglo XX.

 

5.

La representación de los cuerpos lampiños, sin embargo, tiene una tradición más extensa que la depilación en sí misma. Los desnudos del rococó en adelante son exponencialmente menos peludos que lo que la historia dice de las mujeres de la época. Así también, saltando en el tiempo, lo son las representaciones pictóricas de Cristo. Porque, siendo honestos, quién no se ha preguntado, alguna vez, cómo es que un hombre tan, pero tan sufrido, tan desafortunado, tan barbudo, tiene las axilas depiladas. 

En las diversas representaciones de Cristo se ponen en juego distintas estrategias y decisiones tanto pictóricas como enunciativas. No se puede ignorar que el arte de representar la crucifixión no es, en sí mismo, tan antiguo, que no surgió como tal hasta la Alta Edad Media. Antes, Cristo posaba alejado de la escena de su muerte. La tradición ha variado con la historia, sobre todo en temas estilísticos, pero los elementos se sostienen: hay un hombre, de torso desnudo, y hay una cruz. Quizás, si es un Calvario, además haya un paisaje. Quizás, lo que varíe de manera más notoria sea el gesto del rostro: hay Cristos triunfantes, hay Cristos dolientes, hay Cristos pacientes. Pero el énfasis es siempre el mismo: hubo dolor y hubo heroísmo. Cristo murió por nuestros pecados.

No obstante, se ve que a pesar de tanto dolor, Cristo encontró el tiempo justo para lucir unas axilas lisas como las de un niño. Por supuesto, aunque no de especialistas, hay numerosas hipótesis que podrían justificar esta tez. La primera de ellas, más historiográfica, sugiere que la crucifixión como tema artístico surge de la tradición escultórica y que los artistas detrás de su popularización no eran lo suficientemente virtuosos como para representar el detalle del vello en superficies como la piedra o la madera. Otra, más cruenta, una favorita personal, sugiere que a Cristo lo depilaron a latigazos. Que la fuerza del cuero contra la carne tuvo como efecto inmediato el desprendimiento de todos los pelos de su cuerpo. Que el cuerpo herido luce terso como la porcelana, pero agrietado como una vajilla vieja.

 

6.

Existe otra tradición, de orígenes más bien paganos, que considera el hecho de pelarse como una forma de luto. En grandes clásicos, como La Ilíada o El Gilgamesh, hay héroes que frente a la insoportable pérdida de sus amigos (más bien amados) se cortan los cabellos, símbolos de fuerza, sobre sus tumbas. En el Shahnameh, epopeya persa fundacional, la esposa e hijas del héroe Siyavash, a su muerte, cortan de raíz sus cabelleras para reclamar contra la injusticia y duelar en paz. En ilustraciones del Antiguo Egipto, las plañideras, además de deshacerse en lágrimas, se tiran y arrancan mechones, como emblema del no poder más. El gesto de cortarse el propio pelo se juega como un ejercicio de mutilación sin dolor, una pérdida física que significa un dolor tan intenso como el que trae la muerte. Prácticas de este estilo no hacen sino dejarnos a lxs lectorxs con numerosos personajes pelados, que no cargan esa calvicie como vergüenza ni castigo, sino como insignia y orgullo de sus corazones rotos.

¿Podría ser, entonces, que las axilas peladas de Cristo sean un gesto de duelo autoinfligido? ¿Un lamento por su propia vida que se pierde? ¿Habrá pensado en algunx amadx mientras se arrancaba cada pelo? Pero, también, desde la otra orilla, ¿no podría ser que la Historia traiciona las voluntades individuales de sus mártires y que, como bien se sabe, acomoda cada relato para beneficio personal? Si la Historia quisiera verosimilitud, las axilas de Cristo serían tan peludas como seguramente su tez sería, en realidad, marrón como la de un nativo de Medio Oriente. En cambio, nos queda el viejo y confiable Cristo galán, musculoso, suave, impoluto. Así, negar su vellosidad es quitarle toda su fuerza; su melenita hasta los hombros, único desorden permitido para una estrella mundial. El corpus christi impedido de la fuerza que existe en su axis corpus se vuelve solo maniquí. 

Las axilas, eje de los cuerpos, promesa de paisajes, se esquilan como se tala el monte. Y, bien se sabe, de deforestar no quedan sino desiertos, tan inertes como las ruinas donde yacen Sodoma y Gomorra.

 

Por Carmela Pérez Morales

Portada por Herbert Bayer