Leo este libro junto a otros libros dedicados a la noche, escritos en la noche dulce y severa que ha visto nacer tantos poemas, novelas, canciones, mitos, amores, hijos. Llantos. Como el que despertaba a Hölderlin en mitad de su sueño. O el que oye la voz de Alejandra Pizarnik:

Pero sucede que oigo a la noche llorar en mis

huesos

El verso que Lucas Costa ofrece en la portada de su libro es otro, pero se acerca, en cierto modo, a ese de Pizarnik: Calcio en la mirada de la noche. Calcio de los huesos, de la leche, las estrellas. La vía láctea. Una mirada hacia la noche que es a la vez la mirada que la noche nos dirige a nosotros. 

El escenario nocturno que este libro recorre tiene lugar, en efecto, en la mirada; una mirada que se abre, que ve el mundo, diría, casi por primera vez. Pero tiene lugar también en el cuerpo entero: las manos de la noche, el rostro de la noche, el manto de la noche. Toda una “Ciencia horizontal de la espera” vinculada a la oscuridad primordial, intrauterina, al ver nacer en medio de la noche y regresar, nosotros mismos, a un tiempo primigenio. Ese momento en que nos ovillamos, nos recogemos, nos cobijamos, nos dejamos arrullar por nuestros recuerdos, sensaciones, pensamientos. 

Todo, en la primera parte del libro, es del orden del sentir bajo la piel, al interior de una casa. Una oración nocturna se hace caber en las palabras, el padre nuestro, el ave maría, el ángel que guarda el sueño que viene y se va, arrastrando consigo imágenes de vida y de muerte. Del interior y el exterior. De lo consciente y lo desconocido. De lo que hay dentro y lo que hay fuera del cuerpo materno.

“Ciencia horizontal de la espera” es, tal vez, un conjunto de poemas que hablan, jamás con nitidez, del oficio incierto, público y secreto de la maternidad y la paternidad, del ver/hacer nacer y entonces nacer, de nuevo, allí. 

Al pasar por esos poemas, al dejarme tocar por ellos, reconocí imágenes que se me volvieron tan cercanas. La de las lágrimas que lloran los nacidos cuando los bañamos, por ejemplo, confundidas por un instante con las nuestras, cuando escondidas se escurren como el agua por el desagüe de la tina. Y es que la ansiedad cobra cuerpo también en la mirada de la noche, de esta noche. Los sentimientos pasan por la higiene de manteles de hule con motivos del sur, y el amor es el único que entiende los misterios de la luz, que es de pronto un dar la luz.

Para que la luz aparezca, es necesaria una noche anterior. Damos a luz a quien nace porque los sacamos de la oscuridad. Para dar a luz a las palabras, pensé, para que nazcan ellas, también, junto a otro cuerpo, es necesario inventar la noche, su propia noche en el lenguaje. 

En la noche que este libro crea, las imágenes se disparan, sensoriales: una hoja que cruje es el reverso de un corazón que martillea en la espera. Imaginé un poema que intenta callar el llanto de un nacido, que lo logra y que fracasa en ello. Que acuna y toma distancia, rendido ante la eternidad de la noche, y los huesos.

La mano de la noche que nos mece y nos remece.

El encuentro de imágenes inesperadas, a primera vista impertinentes, es lo que hace vibrar, crecientemente, estos poemas. Aquello que nos mece y nos remece a nosotros, lectores, que a poco andar asistimos a un verdadero estallido del poema en “El futuro de la piel”.

Allí los versos se expanden en el espacio, se arbolean en la ventana que es la página donde de pronto el paisaje, las ramas de un árbol acunan la mente. La respiración del bosque, la brisa y sus crujidos se confunden con el lento transcurrir del crecimiento y el ajuste de los huesos a esta tierra. Oímos entonces cortar madera en medio de un paisaje silencioso donde el hijo que duerme abre recién sus ojos, dejando que el aire entre las palabras calle. La mirada del día es aquí microscópica, multiplica ecos y asociaciones entre la experiencia humana del ver/hacer nacer y el modo en que la naturaleza, los árboles, por ejemplo, encuentran la forma de multiplicarse, como lo hace también la niebla, un bosque improbable de alimañas, impétigos y conchuelas. 

De ese estallido, estelar, salimos expelidos a un tercer momento del libro donde el lenguaje del cuerpo y el paisaje, del adentro y el afuera, de la noche y la luz se funden en una suerte de destello iridiscente, siendo ahora la fantasía la que comanda y acompaña la nueva vida. Entonces las imágenes reciben su impulso del sonido de las palabras, y las ramas croan, por ejemplo, forzadas las palabras a ir en busca de sus fronteras. 

“Del color de la leche” se titula esta parte final del libro, induciendo un estado mediúmnico que hace comparecer, ante los sentidos, un mundo renovado, balbuceante y disparatado, “como si la mente fuera de vidrio”, dice un verso, frágil y transparente como el cristal de una ventana se deja penetrar.

Algún poema de esta última parte brinda la imagen de un bosque interior, que bien podría llamarse también insomne, de ese insomnio que traga hasta el no-ser, como decía Marina Tsvietáieva. Salvo que quien abre las puertas a la oscura noche no es aquí una voz que se resista, más bien se entrega, se arriesga a la noche y su encuentro incestuoso con el día y sus sombras y luces y ruidos tenues y ambiguos e imágenes oníricas. 

Más celestes que aquellas centelleantes estrellas

nos parecen los ojos infinitos que abrió la Noche

en nosotros

escribió Novalis en su Himno a la noche, la noche madre de las parcas tranquilas que tejen el destino incierto, el no saber. 

La extraña pasividad de ver/hacer nacer, ver cómo la vida avanza, los dientes crecen solos, sin esfuerzo, se vuelve en este libro un modo de escribir entregándose a la libertad de dejarse llevar por otro, que es el nacido, pero también el padre que renace, con él, en el lenguaje. “Las palabras lo escogen a uno para darse sus volteretas”, dice un verso hacia el final.

En medio de la noche el rostro de la madre, escribía José Watanabe. En medio de la noche también, me hizo pensar este libro de Lucas Costa, la mano que acompaña en ese trance, en ese pasaje a lo oscuro que es también un mundo otro, un morir, para abrirse de nuevo a la luz, para darse la luz que clarea al final de este libro: “Se baña azul el amanecer / y huele”. Esa mano, quiero decir, es aquí el poema.

O el poeta, que en este libro trabaja desde la fortaleza y la fragilidad inmensa a la que nos somete la experiencia de ver nacer y hacer nacer y nacer de nuevo junto al que nace a una vida desconocida que se ensancha, a la vez que pende de un hilo. 

Ese hilo que intercambia apenas una letra con la palabra hijo.

 

Por Macarena García Moggia

*Este texto fue leído en la presentación del siguiente libro en octubre de 2022.

Sobre:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Calcio en la mirada de la noche
Lucas Costa
Komorebi Ediciones
Valdivia
2022
100 pp.