Siempre he creído de una manera casi religiosa que me persigue la muerte. Digo casi, porque quizás mi creencia es una “voz de la conciencia” que sentada sobre mi hombro, pone su boca cerquita a mi oído para decirme con suavidad –mírala, ahí está de nuevo–. Pasando por la Calle 100, veo desde la ventana del Transmilenio lo que queda de un motociclista atropellado por un camión de carga larga y ancha. Más adelante, llegando a la Avenida Caracas, hacia la estación de la Calle 72, vi que pasaba un carro rojo al que le removieron los asientos traseros para transportar montones de ramos de pequeñas flores blancas. Mientras lo observaba quise creer que el auto, al cual le crecía follaje en el interior, venía detrás de mí desde la vista del accidente a modo de presagio. Él avanzaba persiguiendo a la muerte como en una especie de velorio móvil, en el cual, los pasajeros de todos los medios de transporte celebraban, sin saberlo, las exequias de un difunto anónimo en los vestigios de su coche fúnebre.
Hugo Simberg, artista finlandés, realiza en 1896 la pintura Kuoleman puutara. En esta obra lo primero que vemos es un paisaje repleto de materas, algunas en el suelo, otras sobre paneles de madera, hay plantas con flores negras en forma de estrellas, otras son erguidas con puntas rojas y tallos en espiral. Al fondo de la escena se alcanzan a percibir algunos troncos enraizados a ambos lados de un camino, que quién sabe a dónde nos llevaría si lo pudiéramos transitar. La traducción del nombre de esta obra es “Jardín de la muerte”, aunque paradójico, en la pintura el personaje principal, quién hace el trabajo de jardinería de este paisaje primaveral es un abrigado esqueleto que, con dulzura, abraza un tallo con algunos pétalos azules, riega las flores y de seguro remueve la tierra. Hablar de la vida es hablar de la muerte, o más bien, de la irrevocable posibilidad de morir cada día.
Es inevitable no pensar en la fragilidad de un cuerpo aun cuando comprendemos -o no- todo lo que este puede resistir. Me gusta imaginarnos como seres pequeñitos, ruidosos, hematófagos, transmisores de la malaria a los que cada noche la hora de comer se les convierte en una carrera contra su extinción.
El lugar donde resido, un conjunto de apartamentos al norte de la ciudad es el epicentro de los saltos al vacío. La ley de la fuerza gravitacional define que todo cuerpo material es atraído por la tierra y responde a un principio de acción-reacción, por ejemplo: mi vecino del séptimo piso, del bloque que queda justo frente al que vivo, decide salir al balcón del apartamento en la madrugada, supongo que luego de pensarlo varios días y aumentar la masa de su cuerpo con tristeza -porque aunque la ciencia no lo dice, si bien la tristeza está lejos de engordar, sí pesa- él saltó “como alguien que siente vértigo y que solo, para escapar al vértigo espantoso, que ya resulta insoportable se arroja desde lo alto de la torre”*. Unas horas después, al salir del edificio donde vivo, me encuentro de frente no con una alegoría de la muerte, sino con la reacción de un cuerpo que aterriza sobre el jardín de la entrada de otro edificio. Meses antes en el sexto piso de la misma torre, dejaron las ventanas abiertas y un perro cayó al vacío. Ver lo que queda del cuerpo de mi vecino occiso y pensar en la caída de una animal sin alas, me hace creer que la muerte, más allá de una metáfora continuada de la vida, es la sensación de precipitarse al vacío sin que realmente exista, un desmayo inminente. Quizás mi creencia es solo un exceso de conciencia diciéndome que: ante la inmensidad del mundo somos mosquitos a los que cualquier fuerza superior puede aniquilar, ya sea la gravedad o la de un camión a toda velocidad. La diferencia es que nosotros no podemos volar.
Texto por Mariana Ortiz Navarro
Foto de portada: Jardín de la muerte-Hugo Simberg, 1896 (Fotografía de la pintura original en acuarela)
* Nietzsche