Una de las grandes novedades del 2020 en el ámbito editorial chileno fue la antología que realizó la editorial ariqueña Aparte del poeta peruano José Watanabe (1945). Fallecido hace ya 13 años, hijo de un migrante japonés y una mujer del norte del Perú, hereda el desarraigo como ánimo y lo traduce en un lenguaje preciso, seco, a veces arenoso, serrano y minimalista, que pasa de la observación de la naturaleza a la reflexión sobre el poema sin escalas. Tanto el prólogo que realiza Lucas Costa como el pequeño ensayo que hace de epílogo, llamado Elogio del refrenamiento, sirven como puerta de entrada y salida a más de doscientas páginas de poemas desde Álbum de Familia (1971) a Banderas detrás de la niebla (2006). Por si fuera poco, es un libro que tiene un diseño de portada precioso obra del Estudio Cerro. Para que se hagan una idea, les dejamos con algunos de sus poemas.
La ballena (metáfora del descasado)
Dicen que hay una ballena en el agua baja, varando.
Vamos a verla.
Vamos a ver si nuestro pequeño y desordenado ánimo
resiste la imposición de sus oscuras toneladas.
Vamos a ver cómo llora mostrando sus torpes aletas
que no pueden ofrecernos una flor
entre dos dedos.
Vamos a pedirle que, a cambio, nos cante un lamento
con su famosa voz de soprano.
Vamos a aprender que los animales de piel resbalosa
quedan, finalmente, solos.
Vamos a ver la agitada desesperación de su gran cola
que bate arena, que quiere ganar
aguas más hondas, navegables, donde se esté bien
consigo mismo.
¿Y si ya reflotó con la marea alta y no está?
Pues nos sentaremos en la playa a contemplar el mar.
La metáfora del mar desolado
puede reemplazar a la metáfora de la ballena.
Los versos que tarjo
Las palabras no nos reflejan como los espejos, así exactamente,
pero quisiera.
Escribo con una pregunta obsesiva en las orejas:
¿Es esta la palabra exacta o es el amague de otra
que viene
no más bella sino más especular?
Por esta inseguridad
tarjo,
toda la noche tarjo, y en el espejo que aún porfío
solo queda una figura borrosa, mutilada, malograda.
Es como si se cumpliera la amenaza de la madre
sibilina
al niño que estaba descubriéndose, curioso,
en su imagen:
“Tanto te miras en el espejo
que un día terminarás por no verte”
Los versos que irreprimiblemente tarjo
se llevarán siempre mi poema.
El anónimo (alguien, antes de Newton)
Desde la cornisa de la montaña
dejo caer suavemente una piedra hacia el precipicio,
una acción ociosa
de cualquiera que se detiene a descansar en este lugar.
Mientras la piedra cae libre y limpia en el aire
siento confusamente que la piedra no cae
sino que baja convocada por la tierra, llamada
por un poder invisible e inevitable.
Mi boca quiere nombrar ese poder, hace aspavientos, balbucea
y no pronuncia nada.
La revelación, el principio,
fue como un pez huidizo que afloró y volvió a sus abismos
y todavía es innombrable.
Yo me contento con haberlo entrevisto.
No tuve el lenguaje y esa falta no me desconsuela.
Algún día otro hombre, subido en esta montaña
o en otra,
dirá más, y con precisión.
Ese hombre, sin saberlo, estará cumpliendo conmigo.
El gato
Estoy esperando la vuelta del gato desconocido
que cruzó el alféizar de mi ventana.
El alféizar corre a lo largo de varias ventanas. No tiene
otro camino. Volverá
y esta vez mi imagen le será más cordial.
Pasó arrogante como un bello inmortal. Los gatos ignoran
la contingencia de los torpes,
tropezar y caer.
Miden tan bien sus pasos cuando cazan o fugan, y nunca
nunca cara de extraviados. Así nos infunden en la mente
su propio mito.
Y los mininos de viejas no los contradicen
porque gato es gato, dignísima fiera cuando la vieja duerme.
Los gatos son peligrosos para la poesía, pronto
acumulan adjetivos, mucho provocan, mucho seducen.
Por eso no espero limpiamente la vuelta del gato,
la mucha belleza me hace siempre perverso. Y digo:
está caído en la vereda, inmóvil, dirigiendo
hacia mi altísima ventana
su última y fosforescente mirada.
Las llaves del reino
No soy un endemoniado, Señor, mas
desespero
buscando un llano lugar donde vivir.
¿Es el cielo como el campo deleitoso
donde hacen el amor los campesinos,
heno, hierba, frutas doblando una rama
y el propio corazón como un bien
finalmente poseído?
Dicen que le diste a Pedro las llaves del Reino,
¿son rigores o fuegos o llantos infinitos las llaves?
De mi cinto solo penden llaves inútiles, espaditas
ridículas
que coinciden con una sola cerradura,
la de la puerta de siempre,
la del solo y triste y repetido entrar o salir.
Ya impaciente, Señor,
te pido que me señales, no el Reino
de la promesa
sino un sencillo cobertizo, un buen recaudo
donde pueda dormir
ovillado
alrededor de mis pobres pelotas.
El algarrobo
El sol ha regresado esta tarde al desierto
como una fiera radiante. Viéndolo así,
tan furioso, se diría que viene de calcinar toda la tierra.
Ha venido a ensañarse
donde todo ya parece agonizar. Huyeron
del repaso de los muertos el zorro gris, los alacranes
y la invisible serpiente de arena.
Solo el algarrobo, acostumbrado como está
a su vida intensa pero precaria, ha permanecido quieto,
solitario entre las dunas innumerables.
Este árbol nudoso, en su crecimiento
ha fijado posturas inconcebibles: alguna vez
cimbró la cintura como un danzante joven y desmañado,
alguna vez, aturdido,
estiró erráticamente los brazos retorcidos,
alguna vez dejó caer una rama en tierra como una rendición.
No hay cuerpo más torturado.
Lo único feliz en él es su altísima cabellera verde que va
donde el viento quiere que vaya.
El algarrobo me pone frente al lenguaje.
En este paisaje tan extremadamente limpio
no hay palabras. Él es la única palabra
y el sol no puede quemarla en mi boca.
Mi ojo tiene sus razones (2020) – Editorial Aparte, Arica, Chile.