Intentando arreglar mi cámara, la maté. Era pequeña, hecha en China, tenía los botones atascados y torpes, dos posibilidades de foco: macro y paisaje. También tenía un zoom que ya no funcionaba y claramente grababa mejor de día que de noche.
Cuando ya no había luz tenía un granulado digital que para algunos debe ser horrendo. A mi me encantaba. Le daba a la imagen una textura adicional, como si el aire reflejara algo, como si cada luz alumbrara toda la noche.
Esta pequeña cámara, marca Memorex pero con muy poca memoria, la encontré tirada en mi casa hace siete años. Había sido un regalo olvidado para alguien más. La recibí como una carta desde otro lado del mundo, con la satisfacción de encontrar un billete en un pantalón viejo.
Desde ahí en adelante no me separé de ella, la llevaba a la universidad, a cualquier evento social, a conciertos y al estadio. A cualquier viaje fuera corto o largo. Se convirtió en un elemento indispensable como salir con las llaves de tu casa o el pase escolar.
Tenía muchas bondades, una salida HDMI, una salida USB que no necesitaba cable. También la posibilidad de sostenerla en un trípode, a pesar de su gran estabilidad. Podía sacar fotos, y grabar en alta y baja resolución. Era un poco más grande que una tarjeta, liviana, negra y con bordes curvos. Una cinta para poder colgarla o amarrarla era el último detalle de su practicidad.
Su sonido, sin embargo, siempre fue pésimo, ni el canto del pájaro podía sonar bien ecualizado. Todo sonido se distorsionaba cuando era captado por la cámara.
La historia de una cámara puede ser la de un cuaderno, soporta día a día lo que se puede -o no- decir.
Ahí están penas y placeres. Puedo a partir de ella esbozar algunos procesos imprescindibles de mi vida reciente. El auge del amor y su quiebre. La vida universitaria y los últimos días en la casa de mis padres, los muchos viajes en los que fue protagonista absoluta.
Y también otros igual de importantes. La atención al detalle, a la íntima complicidad del instante, del viento, una flor, un animal y un paisaje.
Y en lluvias, desiertos, mares y prados. Y en la soledad. Y en la soledad rodeado de gente.
El reflejo de la ciudad se confundió con la imagen grabada por ella. Me acostumbré a eso, a ver los paisajes nocturnos de luces de autos y semáforos. Los merodeadores, serenos y caminantes. Las micros frenando su paso hasta el final del turno, rebotando las imágenes como si la cámara tuviese resortes.
Y contigo, y sin ti.
Ahora no puedo mirarte con el ojo de siempre. Intentando arreglar mi cámara la maté.
Todo lo que se quiere arreglar tiene un problema previo que necesita nuestra intervención.
La cámara ya no me dejaba registrar imágenes. Se decía llena. Yo sabía lo vacía que estaba.
Intenté borrarla entera.
Dejarla en blanco. Como si yo no hubiese sido parte de su vida.
Ahora mi cámara no se reconoce ni se conecta a nada. La realidad ya no puede pasar a través de ella.
Es ciega. Un ojo blindado.
Del cielo al subterráneo. De las nubes al metro. Su ojo abarcaba todo.
¿Cuál es la verdad de un dispositivo? ¿Qué hace a una cámara más verdadera respecto a la realidad que otra? ¿Acaso una cámara gigante que pueda filmar el planeta entero será más verdadera que la que pueda filmar una hoja movida por el viento?
A veces un punto rojo evidenciaba su presencia, otras lo hacía un espejo. Allí está la razón de esto, ya sea ella o yo.
Ese día suponía ser normal. Hoy sin embargo lo recuerdo como el último día en que tuve al ojo blindado.
Era un día como cualquier otro. En el metro ya iba cansado. En la micro empecé a sentir mucho calor, tanto que pretendía que usando cualquier cosa de abanico me podría refrescar, a pesar de que solo me estaba tirando aire caliente. Espero algo y no sé qué es, busco en el celular una dirección, se me olvidó donde ir. Apareces y me voy contigo.
En la ventana el reflejo de un hombre aparece y desaparece, parpadea en la suciedad del vidrio mientras otros llenan su reflejo. La micro rebota, las nuevas dejarán de hacerlo. De golpe todo frena.
Por Miguel Ángel Gutiérrez
Foto de portada: Un Chant d’amour – Jean Genet (1950)