Quizás se podría decir: hay algunas imágenes que registran acontecimientos, que los rescatan en su calidad de quiebre con la vida cotidiana para dejarlos por siempre inscritos en la historia. Los eventos quedarían listos para ser mostrados, arrancados de su potencial singularidad e integrados a una vida cotidiana en la que pueden tramarse de nuevo y situar al espectador en las coordenadas de un antes y un después, entre un “así era” y un “esto vendrá”. Así, eso que sorprende en el acontecimiento por primera vez, desaparece en su aterrizaje en la cotidianidad. Pero ¿Y si en realidad no hubiera un lugar donde caer con esas imágenes? ¿Y si la pista estuviese en reparación?

El filósofo Sergio Rojas[1] ha insistido en la idea de que en nuestra época asistimos a un agotamiento de la disponibilidad de cierta concepción moderna de la historia: el metarrelato que sostenía el devenir temporal como un ordenamiento de los acontecimientos en un pasado-presente-futuro. De allí que la interpretación histórica ya no podría ejercerse en referencia a una narrativa de sucesión lineal, el pasado no operaría ahora como una acumulación de hechos, sino en tanto acumulación de singularidades que se vuelven indecidibles. Dado que no hay un desanudamiento de la historia a mano, un final que a posteriori arroje luz sobre los fragmentos del pasado que tendrían que ser unidos por un vector, no es posible hacer pasar el tiempo en el relato. Dice Sergio Rojas, en medio de una lectura de ciertas novelas chilenas contemporáneas:

“En el presente neoliberal, agotadas las utopías e ideologías que hicieron de la historia un factor de subjetivación fundamental, el presente es asediado por un pasado que no se ha marchado, porque los relatos que hacían pasar el tiempo se agotaron. Entonces todo parece incumbirle al presente, debido esto paradójicamente a que el presente carece de un pasado al que se pueda considerar de manera consensuada como histórico, esto es, sancionado por una narración maestra.”[2]

Un peso recae entonces sobre el presente implicando una potente demanda de sentido a ser donada a la historia, dado que agotado el sentido que estaba antes disponible para llamar al orden la sorpresa del acontecimiento, el pasado, como en espera, “toma cuerpo en lo cotidiano.”[3] Lo cotidiano quedaría constituido por las “esquirlas de un gran estallido”[4], lleno de restos que se hunden en el presente sin que se pueda iniciar otro tiempo, un archivo desordenado y sin indexación que carcome la experiencia, ofreciendo un mundo excesivo, lleno, innavegable, y por ello, incierto e incluso inhabitable. Si el presente se llena de detalles, la lectura de la sorpresa de los acontecimientos cada vez es más innecesaria, pues estás se agregan simplemente a un orden de acumulación. Un cotidiano ominoso, habitado por la extrañeza de elementos familiares que son inubicables en un ordenamiento:

“(…) pura posibilidad, un cúmulo caótico de posibilidades indeterminadas en el aún-no del mundo. Así, lo cotidiano mismo se da en la conciencia que lo habita como pura inquietud, presentimiento, angustia, expectativa. El corazón de lo real, en donde todo está sucediendo. Abrumadora intimidad del ser en el ahí.”[5]

¿Qué harían entonces las imágenes con este cotidiano, con estos acontecimientos? Michael A. Príncipe dice, pensando en la cuestión de la familiarización con los objetos cotidianos: “Los objetos ordinarios del día a día carecen del elemento sorpresa o el frescor de lo extraño, a pesar de entregarnos placer a través de un tipo de estabilidad confortante, a través del sentimiento de estar en casa y obtener satisfacción en la realización de nuestras rutinas normales en un ambiente que es ‘seguro’.”[6] Al contrario, el carácter de lo extraño en lo cotidiano se impone no como un acontecimiento, sino como una falta de ubicación, imposibilidad de reconocimiento de aquello que nos rodea. Desde su invención, las imágenes en movimiento rápidamente adquieren un rol como favorecedoras de la ubicación de eso exótico, vistas de paisajes extraños, actividades y perspectivas no accesibles al ojo humano, tiempos imperceptibles.

Entonces, una particularidad del cine documental: relatos de espacios desconocidos para el espectador-productor, contenidos a través de una voz en off que puede ofrecerlos digeridos para su comprensión. Ciertos documentales cumplían —y siguen cumpliendo—, la función de desanudar la sorpresa frente a la representación de formas-de-vida distintas. Pero al mismo tiempo, en su vocación originaria el documental está lleno de registros del día a día doméstico, siendo su ejemplo más notorio las “actualidades” que grabaron los hermanos Lumière en su cinematógrafo. Familiarización con lo extraordinario; exotización de lo ordinario. El director chileno José Luis Torres Leiva, inicia su primer largometraje documental del año 2004 “Ningún lugar en ninguna parte”[7] con la famosa “Llegada de un tren a la estación de La Ciotat” de los Lumière, en un gesto de filiación cinematográfica al acto de colocar una cámara frente a esas “estructuras de repetición” de las que habla Kosellek[8], momentos rutinarios elementales como la llegada de un tren. Se trata de un enunciado que esboza el modo de hacer documental que vendrá a ocurrir posteriormente: el filme es un retrato del Barrio La Matriz en Valparaíso, pero un retrato desmarcado de las formas tradicionales de representación en el cine documental. En una entrevista, Torres Leiva da algunas ideas sobre el carácter de este desmarque:

“En ningún lugar en ninguna parte, yo comencé un documental bastante tradicional, incluso tenía entrevistas y estaba grabando de otra manera y casi a los tres meses de estar grabando me di cuenta de que no era el documental que quería hacer(…) Entonces me empecé a dar cuenta de que en realidad lo que me interesaba era todo lo que estaba ocurriendo al lado mío, supuestamente como que yo estaba —o pensaba que estaba— grabando lo más importante que ocurre en ese barrio, cuando en realidad lo que más me interesaba era justo lo que estaba más invisible, lo que pasaba más desapercibido ahí, entonces empecé a trabajar de esa manera, a poner la cámara sobre un trípode y donde el tiempo fue el gran centro de la película, el paso del tiempo en este lugar y los detalles, y como ir estructurando más el documental a través de sensaciones, de texturas.”[9]

Ir a lo que ocurre “al lado”, dado que lo más importante engaña y queda “invisible” o “desapercibido” al ojo del documental, como un modo de darle una primacía al paso del tiempo en un lugar. Es un movimiento desde la entrevista de bustos parlantes a una ubicación fija de la cámara y a un montaje desde “sensaciones y texturas”. Se trata de un cambio en las estrategias de producción del documental que cambia el modo de familiarización, yendo desde la preocupación por la voz de los “habitantes” de este barrio a una voz visual de la materialidad del detalle y las actividades que se despliegan en el espacio.

Por ejemplo, en el primer cuarto de hora de la película, nos encontramos con rostros que nos miran: el rostro de un hombre con gorro; el de una mujer de mediana edad; un hombre de unos 50 años y barba canosa, sentado; una niña que se ríe; una mujer que mientras se esfuerza por mirar a la cámara, recibe incómodas voces que le dicen que pose para la cámara, que la seduzca, a lo que ella responde simplemente “pesaos”; hasta un corte en negro. El sonido de un ensayo musical aparece y comienza una superposición de trozos de rostros viejos, de arrugas, canas, ojos, bocas, detalles de rostros que se mueven unos encima de otros.

  1. Rostros y superposiciones en “Ningún lugar en ninguna parte”.

La mirada de estos rostros se esfuerza por enfrentar la cámara; el plano fijo y el tiempo de duración obliga a una detallada contemplación. Esta obligación surge de una expectativa traicionada: donde se esperaba el decir de un entrevistado que llenara la escena enunciando un contenido “extraordinario”, lo que ocurre es una intensificación de la mirada que termina por colocar lo extraordinario en los rostros mismos. Lo particular de estos rostros es lo que importa y por ello en el juego de la superposición ya no serán reconocibles, entrarán a relacionarse como fragmentos.

El mismo gesto se repetirá con las texturas de las paredes del barrio o en largos planos secuencia con una cámara fija que aprovechan el tiempo para retratar la actividad de una calle. Lo cotidiano es puesto de relieve mediante un modo de mostrar que enfatiza la fragmentariedad y el detalle, el tiempo de espera sin evento, los trayectos y la suspensión como formas de hacer pasar el tiempo. Ninguna voz puede venir a cerrar por fuera el sentido de este filme; ninguna narración, excepto los deícticos de la materialidad misma que ha quedado registrada por la cámara, van a venir a inscribir este filme en una concatenación.

  1. Énfasis en la materialidad en “Ningún lugar en ninguna parte”.

Jun Fujita Hirose construirá en su ensayo “cine-capital”[10] una ficción donde los pájaros de la conocida película de Hitchcock van a verla al cine y ya no se reconocen en pantalla. Para él, hay una extracción efectuada por la maquinaria fílmica desde las imágenes de todos los días: “El cine acumula imágenes ordinarias para producir singularidades. Es una máquina que extrae lo singular de lo ordinario.” Hirose ve la producción de lo extraordinario en el cine como acumulación de una cierta “plusvalía del trabajo colectivo de imágenes ordinarias.” El cine, a través del montaje, generaría una resonancia entre imágenes ordinarias de las que recupera para sí un valor de acontecimiento. La imagen común no podría reconocerse a sí misma en la pantalla dado que se reencontraría siempre allí de un modo en que nunca había sido imaginada. Se trata de la virtualidad de la imagen, actualizada y expropiada por lo que llama el cine-capital.

En el argumento de Hirose lo ordinario está allí, los hechos están a la mano. Las imágenes se ofrecen sin mucha dificultad y lo que hay que explicar es su volverse acontecimiento en la pantalla. Sin embargo, la película de Torres Leiva nos muestra un gesto en sentido contrario: en vez de mover las imágenes a producir algo extraordinario, de lo que se trataría sería de encontrar en lo cotidiano aquello que “está pasando”, de modo que no es un efecto de no-reconocimiento el que deberían experimentar los habitantes de este barrio frente al filme, sino una experiencia de reencuentro con algo ya-percibido. El filme no producirá un valor virtual en lo extraordinario, sino en el mostrar lo que ya ha sido visto. Maurice Blanchot[11], en este sentido, comenta que lo cotidiano se presenta con el carácter de lo “desapercibido”, aquello que la mirada se encuentra imposibilitada de encerrar en una visión panorámica, pero al mismo tiempo como lo que nunca puede ser visto por primera vez, habiendo sido ya visto siempre. Frente al fracaso del discurso, Torres Leiva apuesta por una estrategia de intensificación de esos “ya vistos.” Como un mecanismo que contesta al tedio de un lenguaje que no puede hacer con la novedad en lo cotidiano, se trataría de inventar imágenes que hacen acontecer con los materiales del paso rutinario del tiempo.

La consistencia en imágenes del entramado entre acontecimiento y vida cotidiana pareciera quedar, como en Torres Leiva, suspendida. Una vez que el acontecimiento ha dejado de ser el destino de la interpretación, vocación del saber disponible en el ayer del tiempo histórico, las imágenes pierden su concatenación narrativa o demostrativa que las organizaba en el tiempo de un régimen dramático destinado al gran evento o revelación. En cambio, se vuelcan sobre su carácter ordinario, buscando revelar en la presencia insistente de la cotidianidad algo que quede por leer. En la materialidad de la vida diaria en pantalla, la cámara intenta dar con detalles del espacio y unidades totales de tiempo, como si estas pudieran volver a poner en marcha la historia. Pareciera que, en ese presente, la vida cotidiana no resulta interrumpida, sino que la falta de interrupción se torna en una espera a soportar por una atención intensiva.

Por César Castillo

 

Referencias Bibliográficas

Blanchot, Maurice. “El Habla Cotidiana.” In La Conversación Infinita, 1st ed. Madrid: Arena Libros, 1969.

Donoso, Coti. “La Intuición y El Tiempo En El Montaje: Conversación Con José Luis Torres Leiva.” In El Otro Montaje. Reflexiones En Torno Al Montaje Documental. Santiago, Chile: La pollera ediciones, 2017.

Fujita Hirose, Jun. Cine-Capital. Cómo Las Imágenes Devienen Revolucionarias. Translated by Sebastián Puente. Buenos Aires: Tinta Limón, 2014.

Koselleck, Reinhart. Los Estratos Del Tiempo: Estudios Sobre La Historia. Translated by Daniel Innerarity. Barcelona, España: Ediciones Paidós, 2001.

Principe, Michael A. “On the Aesthetics of the Everyday: Familiarity, Strangeness, and the Meaning of Place.” In The Aesthetics of Everyday Life. New York: Columbia University Press, 2005.

Rojas, Sergio. “Profunda Superficie : Memoria De Lo Cotidiano,” 2015, 231–56.

Torres Leiva, José Luis. Ningún Lugar En Ninguna Parte. Chile, 2004.

[1] Sergio Rojas, “Profunda Superficie : Memoria De Lo Cotidiano,” 2015, 231–56.

[2] Rojas, 242.

[3] Rojas, 249.

[4] Rojas, 241.

[5] Rojas, 239.

[6] Michael A. Principe, “On the Aesthetics of the Everyday: Familiarity, Strangeness, and the Meaning of Place,” in The Aesthetics of Everyday Life (New York: Columbia University Press, 2005), 50.

[7] José Luis Torres Leiva, Ningún Lugar En Ninguna Parte (Chile, 2004).

[8] Reinhart Koselleck, Los Estratos Del Tiempo: Estudios Sobre La Historia., trans. Daniel Innerarity (Barcelona, España: Ediciones Paidós, 2001).

[9] Coti Donoso, “La Intuición y El Tiempo En El Montaje: Conversación Con José Luis Torres Leiva,” in El Otro Montaje. Reflexiones En Torno Al Montaje Documental. (Santiago, Chile: La pollera ediciones, 2017).

[10] Jun Fujita Hirose, Cine-Capital. Cómo Las Imágenes Devienen Revolucionarias., trans. Sebastián Puente (Buenos Aires: Tinta Limón, 2014).

[11] Maurice Blanchot, “El Habla Cotidiana,” in La Conversación Infinita, 1st ed. (Madrid: Arena Libros, 1969).