El trabajo de la imaginación, su penetración aguda y exacta en los detalles que, en una obra de arte, iluminan el conjunto, me fue recientemente ilustrado con particular claridad en un sueño.

Soñaba con una gran casa situada en un paisaje llano, y con la historia de la casa, pero eso no es importante. A cierta altura me desperté a medias y cuando volví al sueño era consciente de que estaba soñando. Todavía próxima al umbral de la vigilia, sabía muy bien que estaba acostada para dormir una siesta en el cuarto de mi hijo, porque allí difícilmente me alcanzarían los ruidos de la calle; que aunque tenía una cobija encima, tenía frío; que él pronto regresaría de la escuela y debía levantarme. Pero todo esto carecía de importancia: lo que me dominaba era la conciencia de que vívidamente estaba soñando. Crucé una calle de baldosas negras, blancas y grises –qué “real” la sentía bajo mis pies! Era agradable ver, cómo veía, la avenida con álamos, los campos azules y brumosos alrededor de los grandes edificios, pero siempre es fácil evocar escenas con los ojos de la mente; lo que me interesaba, por ser muy completas, aunque sabía que estaba soñando, eran las sensaciones táctiles –el pavimento a través de las plantas de los pies, la manija de una puerta en mi mano– y espaciales, primero la sensación de exterior, luego el ámbito de los cuartos y el encierro de los corredores y sus vueltas cuando volví a entrar en la casa.

Finalmente llegué a un pequeño dormitorio donde había un lavamanos y un espejo, se me ocurrió mirarme en él para saber hasta dónde llegaría la fidelidad del sueño; pero tuve miedo de que el espejo me mostrara un vacío o un rostro extraño. Tuve miedo del miedo que esto me produciría. Sin embargo cobré ánimo: me acerqué al espejo. Estaba un poco alto en la pared, y no estaba inclinado; así, lo que apareció primero, a medida que me iba acercando lentamente, fue la parte superior de mi cabeza. Pero sí, seguramente algo andaba mal: una blancura nebulosa resplandecía allí.

Con dificultad me acerqué un poco más, y parada rígidamente, casi en las puntas de mis pies, podía ver ahora toda mi cara, el reflejo normal de mi cara en el espejo: pálida, los ojos oscuros un tanto ansiosos, pero de ninguna manera cambiada o mutilada, y sin que me causara temor. ¿Qué era, entonces, ese brillo radiante que poco antes me había dejado perpleja?

En el cabello oscuro y esponjoso había una red de pequeños diamantes de rocío y bruma –¡como una tela de araña en una mañana de otoño! El inconsciente creativo –la imaginación– había proporcionado, en lugar de un susto, ese detalle exquisitamente realista. ¿Acaso no venía yo de caminar por los campos brumosos a la hora del rocío? Es así como se vería entonces mi cabello húmedo. Me desperté fascinada, recordando forzosamente con nitidez qué es lo que amamos en los grandes escritores, aquella cualidad, por encima de todas las demás, que muy probablemente hace que nos abramos libremente ante Homero, Shakespeare, Tolstoi, Hardy: esa continuidad, ese permear en el detalle relevante e iluminador que distingue la imaginación total en funcionamiento como algo distinto del intelecto. “La lengua de la mente, trabajando y probando el corazón mismo de la roca”, como escribió Ruskin refiriéndose a Turner. El temido vacío hoffmaniano –el monstruo posible o extraño– habría ilustrado el trabajo de la Fantasía, que “con hilos invisibles pone en movimiento marionetas, y prende mariposas en papel secante, y juega con las Hadas” (Landor, en Imaginary Conversations). Sólo la Razón puede colocar dos ojos y una nariz donde se supone que deben estar. Pero fue la Imaginación quien puso pequeñas perlas de bruma estival en el cabello de Tess Durbeyfield (“una pequeña bruma más intensa que la que prevalecía”, cuando una vaca amistosa respiró en señal de reconocimiento por su cercanía), y fue esa misma facultad sagrada e independiente la que roció mi cabello con diamantes de noche invernal.

Añoramos –yo al menos– los días en que las culturas enteras estaban impregnadas de una noble sencillez; cuando, a pesar de la crueldad y el dolor, no había fealdad; cuando el propio rey Alcínoo escondía las ollas de bronce para Odiseo bajo los asientos de los remeros; cuando desde el caramillo del pastor y la sandalia del guerrero hasta la puerta del palacio y el canto del bardo estaban bien hechos. En realidad, toda cultura que merezca ese nombre posee la cualidad de la armonía, aunque la “noble sencillez” puede ser en parte una ilusión; la corriente sanguínea fluye directamente hacia la punta de los dedos de las manos y los pies; independientemente de lo complejo de la estructura, las partes concuerdan con el todo. Nuestra época se me presenta como un caos y nuestro ambiente carece de las cualidades por las que uno pudiera llamarle una cultura. A modo de consuelo, contamos con el conocimiento de ese poder que quizá nadie tuvo en esos tiempos supuestamente tan armónicos; lo que en los más grandes poetas se reconoce como Imaginación, ese insuflarle vida al polvo, está presente en todos nosotros en estado embrionario –se manifiesta en la vida del sueño–, y en esa manifestación nos muestra la posibilidad de penetrar, de acelerar toda nuestra vida y aun los trabajos que realizamos. ¡Qué alegría que la verdad del sueño nos recuerde que la Imaginación no surge del ambiente sino que tiene el poder de crearlo!

 

Por Denise Levertov

En Un paisaje interior, Alción Editora, 2020. Traducción y notas por Patricia Gola. Todos los derechos son de ellos, para comprar el libro pueden ir al siguiente enlace https://alcioneditora.com.ar/libro/paisaje-interior/