Son imborrables las primeras imágenes. Un animal muerto, la violencia de la marea, o el ataúd que contemplamos con ojos infantiles, se vuelven fotografías que nos acompañan a lo largo de nuestra vida. Flashes a las que volvemos buscando revivir esa primera emoción. Algo similar sucede con los referentes culturales. Nunca podría olvidar, por ejemplo, al primer escritor que conocí: don Mario, un tipo rubicundo, bromista y amante de los pataches. Se jactaba de tener la colección más grande de revistas viejas de todo Valdivia y según pude ver, la tarde en que me permitió conocer el lugar donde guardaba en cajas miles de publicaciones, no mentía.

Su obra, como él la llamaba, consistía en escribir todos los viernes de forma religiosa, una “carta al director”, una especie de columna semanal. Cuando lo conocí llevaba más de diez años haciéndolo. O eso aseguraba. Lo más memorable era su método de escritura. En vez de caer en los típicos lugares comunes del autor ensimismado, absorto por la “inspiración”, se limitaba a comentar sus ideas con cualquiera que estuviera en frente. Un par de veces, incluso, me narró en detalle su columna venidera mientras almorzábamos. Sondeaba sus palabras, probaba material. Y luego, sin darle muchas vueltas, las escribía de una sentada y comenzaba a rumiar la carta/columna siguiente.

A Mario, según recuerdo, no le generaba interés el acto de publicar. Le bastaba simplemente que su obra apareciera cada viernes en un periódico provinciano, que como todo periódico se olvidaría al día siguiente. De alguna manera visualizaba en ese acto mecánico, una fórmula para llevar una bitácora personal. Un diario de ideas: un cuerpo que se hacía público con el único fin de existir. Y en su gesto, quiero creer, radica una clave de lectura. Porque en una sociedad obsesionada por las obras maestras, por los listados de lo mejor de lo mejor, suele ser en los textos cotidianos, en los textos urgentes, donde se alberga una mayor sinceridad.

Un libro que puede leerse bajo esa clave es la antología Escala técnica, de Francisco Mouat. Compuesta por treinta y cuatro textos de diversa especie, que aparecieron originalmente en medios de prensa y revistas, esta necesaria miscelánea se deja leer de forma fluida y voraz. Mientras surfeamos las crónicas, semblanzas biográficas y columnas, el carácter antológico se diluye. Como existe un diálogo subterráneo entre sus textos, el montaje consigue que el libro cobre vida propia y que la distancia con la contingencia, con el siempre feble “tiempo del periodismo”, se anule por completo. Estas páginas se vuelven así un exquisito merodeo por rostros, lugares y jirones de historia, que hipnotizan al lector con una sutil mezcla de vivencias personales y robadas.

Pese a que la naturaleza de estos textos aspiraba a la inmediatez, a la lectura rápida, hay pasajes donde resulta imposible no detenerse. En “La agenda de Dolores” por ejemplo, Mouat describe su relación con Dolores Ezcurra, que conoció de casualidad en Cucao, Chiloé, “el mismo día en que se murió Julio Cortázar”. La entrañable amistad que se forja entre el periodista y la directora de fotografía (entre otros oficios), se refleja con precisión mediante una maraña de recuerdos, cartas y los apuntes que ella escribe en su agenda antes de morir. El efecto es preciso y hermoso. Logramos conocer a Dolores y su caligrafía, su documento de identidad e incluso leemos un poema de Teillier que el amigo nostálgico lee en su tumba a seis años de su muerte. Y tan cercana nos resulta, que terminamos atesorando las reflexiones que destila en sus cartas: “Lo que te decía del amor truncado me sucedió por no haber aprendido que la raza de sicoanalistas es deleznable. Se cuidan y preservan tanto que no tienen problemas de joder a quien sea. La vida pasa por los versículos de la Biblia freudiana”.

La muerte es quizá el fantasma que recorre con mayor propiedad estas páginas. En una columna memorable titulada “No dispares”, Mouat narra la trágica historia de Sergio Lagos León. Un vendedor de retail que, obligado a transportar un televisor a una casa de La Dehesa, es asesinado por el esposo de la clienta que dispara en “defensa propia”, porque si un moreno entraba a su casa seguro era un ladrón. Esta tragedia sintetiza la desfachatez de la clase alta chilena y su rechazo. Otro texto crucial es “Américo Grunwald”, retrato de un rumano avecinado en Chile desde 1948, que pasó su juventud como prisionero en Auschwitz. Pese a la inmensa cantidad de testimonios existentes, los recuerdos de Américo resultan reveladores. Confiesa que solía contarles chistes a sus compañeros de celda y la vertiginosa escena del escape, donde la “falta de hábito de comida mató a mucha gente”. Varios de sus compañeros murieron comiendo un gulash que un dueño de aserradero sirvió generosamente, sin saber que probar el bocado los mataría. “De los treinta y tantos que éramos, quedamos apenas diez vivos”.

Un pariente cercano de Escala técnica es A tontas y a locas, de María Moreno. El libro reúne cerca de cincuenta columnas y ensayos bonsái, escritos durante los ochentas en una sección homónima que aparecía en Tiempo Argentino y la revista Latido, donde según la propia autora escribió su autobiografía. Pese a la “vejez” cronológica de los escritos, un carácter fresco y revolucionario los atraviesa. Porque en este libro Moreno se dedica exclusivamente a ser Moreno, es decir, escribe con total libertad pasajes vitales, críticas furibundas y reflexiones feministas, todo tamizado con prosa punzante y un fino humor que arranca verdaderas carcajadas.

Encontramos un diálogo con Freud, útiles consejos para evitar escribir alambicado, “escribir bien”, sobre todo las cartas: “No escriban nunca, pero nunca, cartas de escritor, de esas que contienen una sarta de verdades acerca del universo, aspirantes a ser volcadas ante los pies de la posteridad”, una hilarante apología a la gordura que se adelanta cuarenta años al body positive, o un sentido texto donde postula que “la flor de la edad es mañana”, que en la vejez se encuentra la verdadera posesión de los días. Moreno destella lucidez y lanza aforismos del tipo: “El amor es la única subversión que no llega a institucionalizarse –cuando lo logra ya no existe–”, mientras narra recuerdos de su época trotskista o cuestiona el fascismo de los “cultivadores del placer fino” que “prohíben leer saltado a Saer” o comer papas fritas “ante una película de Tarkovski”.

Me gusta pensar que Mario, aquel primer escritor que conocí o creí conocer, habría sido feliz leyendo estos libros. Quizá incluso se habría identificado con algunos pasajes. Porque en la urgencia de estos textos escritos al ritmo de las prensas, se abre un costado luminoso: la escritura como un mapa de huellas, el mapa de un cuerpo.

Por Guido Arroyo

Foto por Pascal Viveros

 

 

 

Escala técnica
Francsico Mouat
Ediciones Overol
2020
236 pp.
$13.000
https://edicionesoverol.cl/producto/escala-tecnica/

 

 

 

 

A tontas y a locas
María Moreno
Montacerdos
2020
258 pp.
$14.900
https://www.montacerdos.cl/products/a-tontas-y-locas#:~:text=Este%20libro%20es%20una%20recopilaci%C3%B3n,pudo%20desplegar%20muchas%20de%20sus