Quizás es un poco obvio, pero gran parte del oficio de escribir se trata de la relación entre estrategia y estilo, hay estrategias que hacen relucir el estilo y otras que lo difuminan -a veces convenientemente-, y al mismo tiempo existen estilos tan particulares, con tanto afán de protagonismo, que provocan que la estrategia sea nula.

Lo mismo pasa con el tenis. Hay infinitas formas de juego (estilos) y de variantes para jugarle al rival (estrategias), un jugador de fondo puede ser un pasador de pelotas (popularmente conocido como ratón), un contraatacante defensivo (Andy Murray, por ejemplo) o un dominador (Dominic Thiem, Stan Wawrinka, Serena Williams). Por otro lado, están los que juegan a saque y volea, que generalmente son europeos del este (Ivan Ljubicic, Mario Ancic, Ivo Karlovic) o gringos (Andy Roddick, John Isner, Taylor Dent) y finalmente los fuera de serie, los que pueden mezclar estilos y decidir, punto a punto, cuál es la estrategia que mejor le conviene al estilo de turno. Esos son Djokovic, Federer, y actualmente el único que parece tener todas las armas es Medvedev.

Hay escritores de fondo, que necesitan cinco o seis líneas -golpes- para llegar al tiro definitivo, al que termina el párrafo. Pienso por ejemplo en Faulkner y sus oraciones larguísimas, como quien pretende estirar el punto hasta cansar al rival y solo allí permitirse un tiro definitivo, una estocada. Ariana Harwicz, en cambio, es una escritora de saque y volea, sabe que tiene los golpes para ganar rápidamente el punto y no te da respiro, entre frase y frase, para acomodarte en la cancha, para alcanzar a devolver algo que no sea un tiro tibio, servido para que saque la pelota de la cancha con un remache lapidario.

En Chile hay bastantes libros sobre tenis en clave periodística o biográfica, pero son pocos los que incluyen el tenis dentro de un aparato ficcional, en el pasado el único precedente es Match Ball de Antonio Skármeta, donde un doctor se enamora de una tenista joven. Recientemente han sido publicados dos libros, el primero fue Polvo de Ladrillo de Andrés Urzúa de la Sotta, editado en 2019 por Pez Espiral. El segundo es aún más reciente, Punto de Quiebre de Gabriela Flores, publicado por Provincianos a mediados del año pasado. ¿Qué tipos de jugadores/escritores son? En un principio, variopintos, a ratos parecen tener golpes para ganar el punto pero por diversas razones la pelota termina en la red o algunos metros lejos del fleje.

Punto de quiebre es un libro de relatos autoficcionales que recorren una vida ligada al tenis, desde las primeras clases a la adultez. La virtud del libro es que es la primera vez que la autoficción del jugador amateur de tenis se ve materializada, y que el punto de vista femenino del tenis tiene absoluto protagonismo, contrario a la épica masculina que rodea el tenis en particular y el deporte en general. Pero las virtudes son, finalmente, anecdóticas, y una vez pasado el encuentro inicial con el libro, enfrentados directamente al texto, se olvidan como la sinopsis de una película.

El problema de Punto de quiebre es principalmente técnico, pareciera que la autora tiene un golpe fuerte, el relato autoficcional, y lo repite constantemente, con confianza, pensando que con eso bastará para ganar el partido. Pero la preponderancia de dicho estilo hacen que los relatos tengan poca profundidad, que se queden solo en la exposición de hechos, experiencias y sensaciones más o menos íntimas, sin que la óptica cambie o muestre atisbos de la construcción de un lenguaje propio. El estilo, o el golpe, se diluye a lo largo del partido porque pierde efectividad, porque el rival de turno ya le agarró la mano al efecto y sabe cómo contrarrestarlo.

Algunos ejemplos, en el primer relato Flores escribe “No sé cuál es la relación entre el mar y el tenis, pero ambas me hicieron vivir ese cosquilleo”, y si bien ese no sé puede ser sincero, es también un tapón, una desautorización al despegue, sobre todo teniendo en cuenta que el último relato del libro se llama Tenis en Arena y trata sobre una segunda vida tenística gracias al tenis de playa, sin embargo la relación entre ambas partes o sensaciones no se toca. En “De árbitro a coach”, un relato de amor convencional entre dos personas que se desean y deben luchar contra la estructura social, en este caso la que rodea al tenis, para poder concretar una especie de relación. Allí se cuenta: “Pienso que siempre estuvimos en un eterno cambio de lado, al igual que un partido de tenis: solo podíamos encontrarnos cuando nos cruzamos en el acto de ir hacia el otro sector de la pista. Pero el partido se reanudaba y la distancia era nuestra red.” Lo malo es que incluso cuando parece despegar, Flores necesita explicar demasiado, en este extracto, por ejemplo ¿Por qué decir “al igual que un partido de tenis” si de eso se trata todo el libro?. La pulsión por decir más también se materializa en un error como la frase “Vuelvo hace seis días atrás” (p. 37).

En “Yo no viajo con entrenadores” un relato sobre el abuso de un entrenador a una pequeña tenista hay un problema mayor. La narradora -que hasta entonces es la entrenadora de Laura, la pequeña- da paso al testimonio de Laura, pero Flores sigue escribiendo exactamente igual como la narradora anterior aunque encarnando esta vez a una niña que además está relatando una situación abusiva con un entrenador. El hecho de que el estilo de la narradora no cambie hace que un hecho totalmente real pase a verse inverosímil porque pareciera que es la misma narradora la que nos cuenta la vivencia de Laura, como si esa narradora se convirtiera en omnisciente pero manteniendo la primera persona -si es que algo así es posible-. Ese desajuste, finalmente, le resta importancia al testimonio de Laura -que debería ser lo principal- para dársela al estilo de la narradora y se convierte, en última instancia, en una contradicción.

Por último, ¿Cuál es la estética del tenis que promulga Flores? Una resiliente, en frases como “Insistir, no rendirse” o “Cerré los ojos y repetí para mí: <<sigue luchando>>”, es decir, como dice la contraportada, “Que llama a no renunciar a sí misma y seguir luchando hasta el último punto”. Uno puede estar de acuerdo o no con esa idea del tenis -y la vida- pero personalmente prefiero el patetismo de la derrota al consuelo del resiliente.

Por otro lado no es que Polvo de ladrillo sea un libro fuera de serie, pero sí tiene golpes variados: verso, prosa, recortes, variaciones cromáticas. Desde el inicio se deja en claro que el libro como objeto tiene más protagonismo que la vivencia biográfica, en la solapa figura una ficha de autor como si fuese un amateur, no hay foto -pero sí una silueta denotando la ausencia- se dice por ejemplo “Profesional: s/info” o “Juego: Izquierdo, revés desconocido” no hay data, el autor no importa tanto, es simplemente el articulador de lo que viene.

Polvo de ladrillo está dividido en sets, una estructura que ya se ha usado en libros de este tipo (El tenis en la luna de Lluís Vergés, por ejemplo) donde cada set engloba una idea y un estilo distinto. El primero está compuesto por poemas titulados por nombres propios, un poco a la manera de Colonos de Leonardo Sanhueza, es que el tenis, al igual que la historia, tiene al nombre propio como elemento principal. Urzúa encarna a aquellas personas e intenta explorar la relación de cada uno con el tenis mientras intercala breves textos sobre el paso de los años en relación a la arquitectura de las canchas y el crecimiento de la ciudad. Allí hay algunos buenos versos, por ejemplo:

“Se trata de entrenar

para aprender a perder

para elevar la dignidad

de la derrota

para vivir en carne

propia

el sabor de una costumbre

nacional.”

La estética de la derrota de Urzúa se opone a la resiliencia de Flores, se trata de aprender a perder, de elevar la dignidad de la derrota más que de aprender a ganar incluso cuando se pierde. Aún así Polvo de ladrillo tiene pasajes sumamente parecidos a Punto de quiebre, ambos hablan del proceso de marcado y tizado de las canchas dándole protagonismo a la figura del canchero, o hablan de la lucha mental que significa en todo momento el saque. Incluso el tercer set de Polvo de ladrillo es calcado al estilo de relato de Punto de quiebre, pero liberado de la autoficción -y la épica que siempre conlleva- funciona porque tampoco busca extenderse más allá de lo que parece funcionar, un set, pero no todo el partido.

Lo mejor de Polvo de ladrillo está en su variedad, en la tragedia fuera de texto de los diarios, la inversión cromática para escribir sobre cómo armar una cancha después de que el club desaparece y la inclusión de un imaginario popular del tenis en el cuarto y quinto set. Pero esa variedad de golpes también significa que ninguno funciona a la perfección, que el jugador no tiene confianza plena en su juego y set a set necesita variarlo, como un reverso de lo que pasa con Punto de quiebre. Digamos que en un partido imaginario Flores jugaría siempre igual y Urzúa siempre distinto. Por otro lado, aquí también hay algunos errores de edición: todos los shot están escritos como shoot: drop shoot, passing shoot, etc. algo bastante raro.

Ambos libros están editados por Nicolás Meneses, e incluso Punto de quiebre está diagramado por Andrés Urzúa. Los dos son muy atractivos visualmente -la portada de Punto de quiebre me gusta mucho y el diseño interior de Polvo de ladrillo es espectacular-. Ojalá tanto Gabriela Flores como Andrés Urzúa sigan escribiendo en el futuro sobre tenis, llama la atención que a pesar de la épica de Atenas y el nº1 de Ríos el tenis no haya, sino hasta hace pocos años, cruzado el umbral de la ficción. En eso Flores y Urzúa han sido pioner-s, y de seguro tendrán más torneos por jugar.

Por Miguel Ángel Gutiérrez

 

 

Punto de quiebre
Gabriela Flores
Provincianos editores
2020
71 pp.

 

 

 

 

 

 

Polvo de ladrillo
Andrés Urzúa de la Sotta
Libros del Pez Espiral
2019
89 pp.

 

 

 

 

 

En la foto de portada la eterna Martina Navratilova