Cuando somos niños esperamos todo el año al verano. Con su llegada promete placeres como despertar tarde y perder el tiempo todo el día. Una vez adolescentes empieza a cambiar la manera en que se lo espera, nos ilusionamos con ver nuevamente a los amigos que hicimos el año anterior en alguna playa, a algunos parientes lejanos, a veces simplemente esperamos ver otra vez a aquella persona que nos movió el piso en aquellas tardes interminables de chapoteo en el mar. Llegar a la adultez es una mezcla de ambas, de las ganas de ocio, descanso y ese ánimo difuso de amar pasajeramente, de estar disponible para una breve aventura veraniega en el balneario de turno, donde siempre marzo asoma como una pared infranqueable, un dique en el que los amantes de turno se refugian mutuamente para no extender lo suficiente el vínculo, no vaya a ser cosa que uno de los dos tenga que darlo por terminado.

En los sucintos fenómenos descritos anteriormente viven los personajes de Guillaume Brac, un francés que únicamente graba durante las vacaciones y mayoritariamente en verano, es decir, mientras el resto descansa él trabaja, lo que quizás signifique -a pesar de que la conclusión obvia es su reverso- que es un inviernista militante.

Hace poco en un libro de ensayos de Norman Mailer anoté algunas frases que dedicaba a su contemporáneo James Baldwin acerca de su libro Otro País, allí decía que el personaje principal de ese libro “no es un personaje individual, ni la sociedad, ni un medio determinado, ni un organismo social, sino en realidad el sexo, el sexo en el acto mismo”. Si cambiamos la palabra sexo por amor, damos con la fórmula de Brac, cuyas cuatro películas parecen ser la misma, segmentadas por el hecho de que los personajes y paisajes cambian de apariencia. Pero la idea es la misma, en aquellas películas veraniegas los personajes viven buscando la posibilidad de querer un rato, de ensayar, no importa si minutos o semanas, el famoso amor de verano.

Ya lo decía Gena Rowlands en la última película que hizo con Casavettes: “el amor es un continuo”, o una corriente, finalmente algo que transita, que está en ninguna parte y en todas al mismo tiempo, que cambia de forma permanentemente. Se lo dice a un Casavettes moribundo, como si con esas palabras le asegurara que después de muerto aún seguiría vivo.

En Francia existe una región al norte llamada Picardie, es decir, Picardía, en un balneario de ese lugar con nombre curioso transcurre Un monde sans femmes (2011), que comienza con Sylvain, un tipo con un aspecto parecido a Depardieu pero con un aire de patetismo insoslayable, abriéndole la puerta a Patricia y Julliette, madre e hija, quienes vienen a pasar algunos días de vacaciones. No se conocen de antes, Sylvain solo cumple con darles las llaves y ofrecerles ayuda en caso de ser necesario, pero los tres comienzan a verse todos los días -cualquier que haya vivido un tiempo en la costa sabrá que es difícil no toparse las mismas caras constantemente-, van a pescar, a pasear, a comprar ropa usada en la feria, comparten incluso los tiempos muertos.

Al principio parece que Sylvain y Patricia se atraen, que algo puede pasar, pero pronto aparece Gilles, un policía macho alfa que inmediatamente se interesa con la posibilidad de conocer un poco más tanto a madre como hija. Todo se detona en el lugar del coqueteo por excelencia, la disco, allí Patricia y Gilles se besan, Sylvain termina ofuscado y le pega algunos combos a Gilles, nada muy grave, mientras Julliette mira desconcertada la escena. Las cosas cambian rotundamente, Julliette y Patricia casi no se hablan y deben irse pronto, Gilles sale de la película y Sylvain vuelve a su vida de soltero que juega tenis en el Nintendo hasta caerse dormido. Pero siempre el amor guarda una sorpresa para el final y esta no es la excepción.

Contes de juillet (2017) es un díptico, una película partida en dos, como si una fuese el reverso de la otra. La primera transcurre en un parque acuático, donde dos amigas van a pasar el día, ambas tienen formas muy distintas de relacionarse con la posibilidad de allí ocurra algo parecido al amor, y se terminan distanciando porque una de ellas parece elegir la compañía de un jote que viene molestando hace un rato antes de seguir con ella, pero en esa vuelta la amiga más introvertida descubrirá a un tipo misterioso haciendo esgrima en medio de los árboles. Como en toda historia de amor, algunas cosas salen bien y otras muy mal, lo bueno es que finalmente las amigas se quieren y terminan, ya de noche yéndose juntas, que eso también es amor.

La segunda parte es en París, allí una estudiante noruega, Hanne, conoce a un francés que la invita a pasar las fiestas nacionales francesas con él, esto no le gusta a su celoso amigo italiano Andrea que apenas llega el francés a buscarla con la moto le mete un combo y descarta toda posibilidad de una salida más o menos amorosa para Hanne. Pero las cosas siguen su curso, Hanne, Andrea y una amiga de la cual no recuerdo el nombre, deciden pasar las fiestas juntos e invitan a una especie de bombero que acaba de llegar para atender al francés golpeado. El bombero resulta ser toda una sorpresa, a la amiga ñoña de Hanne claramente le empieza a gustar, pero Hanne, quizás con las ganas de materializar esa ilusión de amor que su amigo celoso desechó, termina reclamando al bombero para ella, desencadenando una pelea grupal.

L’ile au tresor (2018) es quizás la más distinta de las películas de Brac, por lo menos en cuanto a tono, porque asume una perspectiva mucho más etnográfica, preocupada por el lugar, cargada de planos generales y entrevistas breves al reparto coral que se encuentra en un parque acuático parecido al de la primera parte de Contes de juillet. Aunque aquí también el coqueteo y el amor parecen estar en todos lados, la ficción de esos elementos no es tan evidente, la espontaneidad aumenta y la construcción de una historia de amor como en las otras tres películas no existe, pero siempre hay en Brac algún atisbo, por ejemplo en la relación fugaz que relata un octogenario, o en la seducción entre veraneantes y los jóvenes trabajadores encargados de cobrar por el uso de barquitos a pedal.

Finalmente está A l’abordage (2020) que al igual que Un monde sans femmes y Contes de juillet, empieza ensayando un amor y termina concretando otro, allí un amigo se enamora en el verano de París de una mujer que después de una noche juntos vuelve a su pueblo. Él, decidido, obnubilado por la posibilidad de concretar algo más serio o duradero, le pide a su mejor amigo que falte a su trabajo para poder acompañarlo en la aventura. Como buen amigo este no le falla, y menos mal, porque es él quien termina enamorado mientras el primer amigo intenta aprender de la experiencia.

En las películas de Guillaume Brac la performance tiene un lugar central, es que cuando los personajes parecen no poder con las palabras deben usar el cuerpo para decir aquello que no les sale por la boca. La escena de la mímica en Un monde sans femmes donde Julliette le dice a su madre que está haciendo el ridículo imitándola como si fuese parte del juego, la del baile del bombero que hace que Hanne y su amiga se lo quieran comer a besos en Contes de juillet, el karaoke a dúo que sella el amor en ciernes en À l’abordage son muestras de ello. Otro aspecto particular de la dirección de Brac es su gran maestría para manejar las distancias entre los actores para sugerir la cercanía amorosa, al mismo tiempo que su puesta en escena, nunca muy asidua a lo íntimo ni a lo social, le da pleno protagonismo al movimiento de los actores por el cuadro, porque los primeros planos casi no existen y los generales son excepcionales, la distancia media de Brac es lo que permite que la película comunique satisfactoriamente que el amor transita, que está todo el tiempo cambiando de mano.

¿Y qué es el amor según Brac? Norman Mailer puede responder: “En un mundo de negros y blancos, lluvia radiactiva, marihuana, anfetaminas, inversión, insomnio e ingestión de cerveza a las cuatro de la mañana, uno ya no se enamora simplemente: uno tiene que dar un salto valiente sobre el muro de la rabia y la cobardía incrustada de uno”, hay que hacer como en la última película y simplemente decir ¡al abordaje!, que sin riesgo no hay amor, y en eso estoy seguro que con Guillaume Brac estamos plenamente de acuerdo.

*Ver las cuatro películas de Guillaume Brac de las que se escribe en este texto fue posible gracias a la programación del Festival Internacional de Cine de Valdivia en su versión de octubre pasado y en su especial de verano realizado en febrero.

Por Miguel Ángel Gutiérrez