Sin plena consciencia de nuestro actuar, coleccionamos imágenes. Nuestro archivo de la memoria no siempre es el mismo que nuestro archivo material (es decir, presente en este mundo de lo material). Claro, quizás llega a ustedes la idea del álbum familiar, esos cuadernillos de mediano formato con páginas de forro transparente. Si bien podemos estar de acuerdo en esto (y no habría nada de malo en no estarlo), me gustaría llegar un poco más allá. Coleccionamos imágenes: portadas de libros, dibujos, calendarios, posters, letreros de señaléticas, revistas, panfletos, momentos. Sin mayor esfuerzo un Buda dialoga con la imagen de un durazno perteneciente a una crema corporal, y una fotografía de varias mujeres obreras que corren por las calles se mantiene intacta bajo la superficie de vidrio del velador. Otra fotografía, esta vez la de un niño (yo) junto a sus dos abuelos, se esconde detrás de un naipe de baraja española. No son pocas las imágenes dentro de esa baraja, pero tampoco son tantas. No son pocas las imágenes al interior de la mayoría de las habitaciones de quienes leen estas palabras, pero tampoco son tantas, aunque así lo crean. ¿Y las imágenes archivadas en los pasillos de nuestra memoria? ¿Cuántas son?

Sin ánimo de responder a las preguntas anteriores, me pregunto ahora por el archivo digital. No es un secreto que conservo uno (es probable que alguno/a de ustedes también), quizás por la vieja costumbre de retomar antiguas búsquedas, o la intuitiva necesidad de hacer dialogar imágenes que en un contexto ajeno a nuestra historia jamás se habrían encontrado (espero no exagerar). De vez en cuando visito este archivo, al igual que el de mi habitación y el de mi memoria, y entonces observo. Pero no observo con la mirada ingenua a la cual nos hemos acostumbrado para hacer frente a una cotidianeidad llena de estímulos invasivos y constantes. Esta vez observo con la inocencia de un niño y la astucia de alguien no tan niño. Algunas imágenes se van, otras llegan, otras vuelven, otras parecieran esperar pacientes su turno, imperturbables, mientras que para ojos de un visitante ajeno a las reglas de este juego pudiera parecer que las ignoro, o que no les presto mayor importancia.

Y ahí estoy yo, dialogando con imágenes que no me pertenecen ¿Y es que acaso alguna de ellas realmente nos pertenece? Vamos más allá de la autoría, el copyright, el copyleft, las personas retratadas, los lugares escogidos, los colores percibidos y los encuadres decididos. Pareciera que en este punto me refiero sólo a la fotografía pero no, habrá que darle más de un giro al asunto para observarlo desde distintos puntos de vista.

A decir verdad, no sé si las imágenes nos pertenecen, pero hay algo que sí puedo afirmar: coleccionamos imágenes, sin plena consciencia de nuestro actuar comenzamos este juego, dentro del cual depositamos perspectivas y emociones, incorporando recuerdos a nuestro cuerpo sensible, ese de características esquivas a una temporalidad acelerada y sobreestimulada, ese que exige una pausa de vez en cuando. ¿Será esa una de las razones para coleccionar imágenes? Como una suerte de fugaz escape hacia los recuerdos, allí donde el tiempo externo se detiene, o al menos pareciera ir mucho más lento.

Por José Miguel Frías R.