Cuando Pier Paolo Pasolini filma la primera parte de La rabbia (1963), decide abrir con un interrogante: “¿Por qué nuestra vida está dominada por el descontento, por la angustia, por el miedo a la guerra, por la guerra?”. La pregunta no llama a respuestas: convoca búsquedas. A partir de entonces y en sus documentales sucesivos, La rabbia se vuelve un punto de partida, un laboratorio metodológico, donde conviven lo científico y lo “intuitivo”, lo artístico y (la belleza de) la mundanidad, en un intento —inacabado— de rozar algo que pueda llamarse verdad, poniendo en jaque a las afirmaciones sobre qué es lo real, qué queda de lo humano y cómo se ejerce el poder en un sistema que nos pone en peligro.
De Pasolini ya se dijo todo. No hay detalle sobre la vida y la obra de PPP que no haya sido observado bajo microscopio. ¿Qué podría sumar, entonces, este impulso por volver a pensarlo? Seguramente nada. Pero no importa: a Pasolini hay que nombrarlo. Nombrarlo así, una, dos, tres mil veces. Porque es, en el presente, un incategorizable, tal como quería. Para algunos, el director polémico; para otros, el zurdo pervertido, el traidor de derechas, el comunista, el rancio, el intelectual, el genio, el deportista, el maricón, el viajero, el escritor, el periodista. Pasolini es una madre llorando el asesinato de su hijo en un barrio cualquiera de Roma y es, también, un burgués sodomizando a un esclavo. Es Mateo escribiendo el Evangelio, un pescador, una prostituta, un animal que vuela bajo, una palabra en la garganta de los marginados. Por eso me gusta Pasolini, porque es todo eso y está muerto. Es decir, no quedan más que interpretaciones sobre quién fue, por qué hizo lo que hizo, qué quiso decir. Y, la verdad es que todo eso (que se dice) no me importa. Lo que sí importa es la profunda crisis interior que lo llevó a reflexionar sobre la cultura y la política en la búsqueda de un mundo auténtico, resistente de este consumismo absurdo. Lo que importa es la palabra Pasolini, pero pronunciada, no como se nombra a una persona, sino como se nombra a un lugar desde donde mirar el mundo, un lugar contradictorio y vasto.
Entre 1964 y 1970 Pasolini vive una gran crisis, de esas que llaman “interior”. Se ve alienado, alejado de la izquierda italiana y frente a la muerte de su madre con quien mantenía una relación complicada. En este periodo estuvo acompañado de Ninetto Davoli, quien también participó en muchos de sus films (hasta que se casó con Patrizia, y Pasolini quedó destruido, con el corazón en mil pedazos). Estos fueron años de pasaje entre lo que él mismo llamó un paleo-capitalismo hacia un neo-capitalismo de la sociedad italiana, que alimentó en él mucha curiosidad y angustia. Por eso prefería pasar sus noches cerca de todo aquello que estuviese cambiando: la gente, los barrios, la borgata, y ser testigo de este cambio terrible y desesperanzado, pero, de alguna manera, real.
Sopralluoghi in Palestina (1963, estrenada en 1965), Comizi d’amore (1964) y Appunti per un’orestiade africana (1970) son tres documentales que Pasolini rodó de manera consecutiva, y que intercaló con sus películas de ficción: Il Vangelo secondo Matteo (1964), Teorema (1968) y Porcile (1969). Elijo estos tres documentales porque, en sí mismos, son una ventana única a la mente de Pasolini, revelando su visión del mundo, sus idealizaciones, pasiones y frustraciones. A pesar de ser criticado por su mirada eurocéntrica hacia África, Palestina y el llamado “tercer mundo”, Pasolini mantenía una fascinación auténtica por los mundos no occidentales. Sin embargo, sus representaciones a menudo fueron vistas como exotizantes o simplistas. Por ejemplo, se refería a África como un lugar “primitivo” y a la Palestina ocupada como “mísera” y “arcaica”.
Pasolini era abiertamente homosexual en una Italia profundamente conservadora, lo que lo expuso a persecuciones, descalificación pública y procesos legales. En Comizi d’amore, interroga sobre la sexualidad, el tabú y la moral, enfrentándose a la misma Italia que lo juzgaba y marginaba. A pesar de ser marxista y ateo, Pasolini sentía una fascinación por lo sagrado y lo mítico. En Sopralluoghi in Palestina, emprende un viaje personal y espiritual, buscando locaciones y personajes para Il Vangelo secondo Matteo, una obra estrechamente vinculada a su propia identificación con la figura de Cristo como marginado social, pobre y rebelde. El documental termina siendo un examen de su propio sentido de lo sagrado. Finalmente, en Appunti per un’orestiade, en su afán por encontrar la autenticidad, viaja a varios países africanos con el objetivo de adaptar un mito griego, obsesionado con las culturas populares que creía alejadas de la corrupción del mercado capitalista que dominaba Italia.
Aunque sus películas fueron ampliamente aclamadas por su crítica social, algunos lo acusaron, por ejemplo, de tratar la ocupación israelí en Palestina de manera superficial y despolitizada. Es cierto que su cine reflejaba una fuerte carga eurocéntrica, pero también se oponía a la globalización capitalista y a la deshumanización que la modernidad y el consumismo imponían tanto a las culturas occidentales como no occidentales. Esta postura, sin embargo, fue vista por algunos como una forma de paternalismo: desde su posición de intelectual europeo, asumió la responsabilidad de observar y documentar etnográficamente esas culturas con una mirada que muchos consideraron distorsionada.
El problema, como él mismo lo afirmaba en sus documentales, es que su obra oscilaba entre la crítica a la modernidad y una idealización de las culturas no occidentales. Lo experimentó en Palestina, donde reconoció: “Desde el punto de vista práctico, estoy desilusionado. No encontré nada que pudiera servirme para el film. Ni paisajes ni personajes.” De hecho, las locaciones de Il Vangelo secondo Matteo no fueron en los lugares históricos donde ocurrieron los hechos, sino que Pasolini prefirió rodar en Italia, en regiones como Basilicata, Puglia, Cerdeña y en Cinecittà.
En África, Pasolini tenía la intención de adaptar La Orestíada, la famosa trilogía de Esquilo, trasladándola al contexto africano contemporáneo. Su propósito era explorar temas universales como la justicia, además de reflexionar sobre las relaciones entre el mundo occidental y el África neocolonial. En su ideal, África representaba la resistencia y la autenticidad cultural, una metáfora de los procesos de descolonización y un posible lugar para una revolución anticapitalista. Sin embargo, esa visión se desmoronó cuando se encontró con civilizaciones modernizadas ya invadidas por el neocapitalismo.
En Appunti per un’orestiade africana, incluyó, como una forma de autocrítica, las reflexiones de un grupo de estudiantes universitarios que lo confrontaron: le señalaron que se refería a África como si fuera un solo país, cuando en realidad es un continente vasto y diverso, lo que dificultaba abordar cuestiones generales sobre su cultura. PPP también expresó su disconformidad con la moderna sociedad conservadora italiana. Para rodar Comizi d’amore, viajó por el país para entrevistar a sus compatriotas sobre temas polémicos que, en muchos casos, lo atravesaban profundamente.
Así, los documentales de Pasolini no solo son una crítica incisiva a las estructuras de poder y la moralidad de la sociedad occidental, sino también un testimonio de su propia lucha interna y su constante búsqueda de la “verdad”. A través de una mirada antropológica y profundamente subjetiva, Pasolini no solo se enfrenta a lo que conoce, sino que, al mismo tiempo, se expone a lo que aún no entiende. Cada uno de sus trabajos, desde Comizi d’amore hasta Appunti per un’orestiade africana, es una exploración que revela la multiplicidad de una realidad fragmentada, una realidad que él mismo intenta comprender y redefinir. De este modo, Pasolini se convierte en una figura contradictoria y expansiva, capaz de ser tanto observador como observado, crítico y sujeto de su propia crítica, demostrando que la búsqueda de sentido, en un mundo tan complejo y diverso, es a la vez un acto de cuestionamiento profundo y de autodescubrimiento.
Por Carla Duimovich











