Los dos polos del sentimiento inconfundiblemente moderno
son la nostalgia y la utopía.
Susan Sontag
Para encaminarse hacia lo que llaman un estado de plenitud, algunas escuelas de transformación espiritual online guardan en un lugar privilegiado de sus grillas académicas una incógnita: ¿cómo ser uno con el universo? Para lograrlo, proponen una serie de pautas que van desde la conexión con el presente, pasando por la superación del miedo hasta alcanzar el milagroso acto de rendirse. A pesar del pragmatismo calculado de esta receta, que la empuja hacia los límites de la sospecha, la integración del transcurrir individual con una zona de la historia más colectiva (¿cósmica?) y enigmática –infinita tanto hacia atrás como hacia adelante– es un misterio inagotable de preocupación, creatividad e intriga, explorado en direcciones igualmente confusas.
Por ejemplo, en su novela El espectáculo del tiempo (2017) el escritor argentino Juan José Becerra va y viene sobre líneas temporales a lo largo de una vida humana y narra la eternidad y el fin de todo el tiempo. Frente a esta pulsión del narrador de contar hasta los últimos y más privados instantes, el autor se pregunta en clave benjaminiana: ¿Por qué no pensar que el tiempo personal o biológico de cualquiera de nosotros tiene un vínculo con el tiempo del universo, con el tiempo de la Historia?
Se termina una vida y en realidad es como si no hubiese ocurrido nada si la persona que tuvo esa vida no tuvo una obra. Es decir, la vida está medida en términos de productividad capitalista, por decirlo así. Pero de cualquier manera, mientras vivimos hay un sentimiento de trascendencia. Y posiblemente obedece a una ilusión, pero esa ilusión produce un efecto de verdad.
Juan José Becerra
El perro que no calla (2021) de la directora argentina Ana Katz es una comedia en blanco y negro –una especie de costumbrismo moderno feminista mezclado con algo de ciencia ficción– acerca de lo insólito de la existencia y la urgente imaginación del porvenir. La historia se centra en el carácter de Sebastián, su protagonista, a través de varios años de su vida, segmentada en episodios más o menos determinantes como el trabajo, la casa, el amor, la familia, el poderoso vínculo con su perra y hasta una extraña pandemia que obliga a todos a usar escafandras para respirar y a desplazarse agachados, bien cerca del suelo.
En esta comedia, el animal que no para de ladrar (aunque nunca escuchemos ese sonido) es, en realidad, una perra. En ese gesto de ironía y sorpresa se anticipa una serie de reubicaciones respecto de lo que podría considerarse insólito; recordemos que mantener una actitud desafiante ante el sentido de lo dado es condición necesaria de existencia para la risa. El perro que no calla pone en práctica esa demanda de desplazamientos, ese sabotaje al sentido. Es así que los roles de las personas en ámbitos como el barrio, el trabajo, y la familia son vistos desde una cercanía que desnuda su ridiculez, y los encuentros, más o menos anodinos, espejan la fricción entre lo absurdo y lo cotidiano que es donde podría ubicarse el tono general de la película. Su protagonista, que vive y trabaja en la ciudad, transita los avatares de su vida mediante la gestión del cuidado y la atención brindada a los otros, componiendo el carácter afectivo dentro de la historia y, más marcadamente, una reflexión feminista que podría encuadrarse dentro de la teoría de la vida cotidiana (el uso del tiempo, el trabajo, el ocio, el cuidado y, fundamentalmente, quiénes son los agentes y actores dentro de cada uno de esos espacios).
Fractura apocalíptica
La vida de Sebastián se cuenta paralelamente a la historia del mundo mismo, incluyendo un segmento que narra su inminente desaparición. Ese estiramiento del tiempo confunde las cronologías individuales en una temporalidad nueva vinculada a la línea temporal de la historia, el universo o, sencillamente, la de una comunidad. Y aunque el aislamiento y las pandemias ya no sean para nosotros signos de lo desconocido, en el momento en que la película describe esta amenaza global que pone en jaque las rutinas y los pactos entre las personas, el estado de distopía es total, y bastante divertido, quizá por lo primario de los impulsos que desata (el comportamiento de una oficina de recursos humanos está a la altura de una investigación antropológica más que de una sátira).
Cuando Ursula K. Le Guin escribe su famoso ensayo La teoría de la bolsa de la ficción, describe allí una experiencia de agotamiento y también una alternativa. Le Guin subraya que, a expensas de una estructura dramática sostenida por el conflicto malamente traducido como fuerzas en disputa, se ha instalado en las narrativas masivas y clásicas un tipo de héroe que debe alcanzar sus objetivos ganando territorio (a veces material, a veces simbólico) valiéndose de una violencia que entiende no sólo accesible, sino legítimamente suya (el vale todo de la guerra). ¿La alternativa? Continuar narrando historias, pero reemplazando esos modelos por uno diferente con forma de bolsa, capaz de contener y acompañar a estos héroes del mañana, brindándoles más imaginación productiva que armas. Apuntemos que Le Guin, como autora de ciencia ficción, seguía muy de cerca a las imágenes proyectadas desde el futuro, su objeto de estudio.
Conflicto, competencia, estrés, lucha, etcétera, dentro de la narrativa concebida como bolsa pueden considerarse elementos necesarios de un todo que, en sí mismo, no se puede caracterizar ni como conflicto ni como armonía, ya que su propósito no es ni el de la resolución ni el del éxtasis, sino el del proceso continuo.
Ursula K. Le Guin
El protagonista de El perro que no calla, acompaña, poda, escucha, observa, conversa y realiza recorridos. Los planos sin cortes se ocupan de sus acciones y desplazamientos que contienen, como la propia bolsa de Le Guin, una alternativa para un futuro que se inventa la posibilidad de un proyecto extenso en el tiempo, por fuera del destino trágico de una tierra colonizada por máquinas veloces e insolentes. Los movimientos de Sebastián lo vuelven una alternativa contemporánea de ese flâneur moderno y reflexivo que esquiva la lógica consumista. Puede que resulte una obviedad, o tal vez no, pero para moverse y advertir algún cambio en el paisaje hay que trasladarse de un lugar a otro y, para eso, además de espacio, se necesita tiempo. En cualquier tiempo, pero más aún en los que corren, cuando una comedia persigue ese relato manteniéndose absolutamente vital, enérgica y graciosa, tiene el dulce sabor indistinguible de un sabotaje.
Afectos y afectos
Donde asoma un sentido de comunidad en potencia, algunos pueden encontrar una oportunidad de dominación. A fines de la década del 80 y comienzos de los años 90, las ciencias sociales captaron como objeto de estudio al llamado giro afectivo, en el que se volvía evidente una aceleración en el poder otorgado a lo emocional dentro de las sociedades de consumo, específicamente en la política partidaria, pero que se extendía como una plaga, francamente. En este sentido, el fenómeno de lo emocional es entendido como una herramienta de control político y los casos de estudio resultan más bien preocupantes. En tiempos cifrados por la explotación del mundo privado y el storytelling de la intimidad como el negocio rentable al que todos se quieren apuntar, regresa la pregunta que algunos autores formularon en aquel entonces sobre los caminos que se abrían ante este escenario: ¿Es que estamos en las puertas de una convivencia más humana, que finalmente considera las emociones de los otros y por lo tanto decide cuidarlos, o en una estrepitosa caída libre hacia un sistema trabado de jerarquías drásticamente subjetivadas e individualidades ensimismadas con una coartada perfecta (después de todo, el corazón quiere lo que el corazón quiere)?
Ante esta visión utilitaria de los afectos (algo bien distinto a dejarse conmover), el arte propone una dialéctica diferente y menos lineal. Las emociones ya no son un rasgo psicológico obsequiado de manera enceguecida al poder, sino una práctica que exige abandonar la ingenuidad y, simultáneamente, reafirmarse en la afectividad en relación con otros. Así, lo afectivo puede transformarse en una política de los afectos donde lo que antes era un discurso hipnótico de dominación, pueda ahora pensarse desde la transformación, la inclusión, los cuerpos y la experiencia en el marco de una red histórica (performance, arte decolonial, etcétera). Si, como dijo Jacques Rancière, el arte y la política se emparentan por su tejido ficcional y por sus operaciones de reconfiguración de la experiencia de lo sensible y lo decible, la política de los afectos está destinada a ampliarse si lo que quiere hacer es sobrevivir, y en el futuro puede que haya algo de espacio.
Todos los dibujos del mañana
En uno de los momentos más acongojantes de la película, aparece un dibujo. Su presencia es breve, pero determinante como un paréntesis bien ubicado. El fragmento es una especie de storyboard animado que, sin ocultar el trazo del lápiz ni la rugosidad del papel, quiebra esa imaginación realista que la comedia dramática ha venido construyendo hasta ese momento. Las animaciones bien podrían ser un recurso para mostrar lo irrepresentable en la lógica del propio relato, o bien una intención de ampliar los lenguajes, democratizando los modos de poder decir algo en un idioma más artesanal.
Escrito en otro tiempo y a propósito de otro análisis, John Berger distingue una potencia verbal en los dibujos, capaces, ellos mismos, de hacer visible la naturaleza impura de la cronología del tiempo. Berger se ocupa de los dibujos de trabajo, los bocetos, esas obras intermedias que anteceden al color y la pintura –el dibujo como génesis–. A diferencia de la obra acabada, estos trazos, como parte de la obra privada del artista, son un vistazo que podemos echar a sus necesidades. Berger pondera en este caso, no solamente ese voyeurismo, sino su cualidad futura y vibrante que no puede ni debe dejar atrás su origen: el trazo y el papel. La economía de recursos del boceto y su aparente desorganización, son una cuestión pasajera, una flecha que fija su mirada hacia adelante.
La realidad y el proyecto se hacen inseparables. Uno se encuentra a sí mismo en el umbral justo antes de la creación del mundo. Estos dibujos, al utilizar el futuro, prevén para siempre.
John Berger
Lo indefinido puede que sea condición natural del futuro (después de todo, ¿quién sabe?), pero en lo concreto está, también, su posibilidad. El tiempo pasa rápido, pero algunas transformaciones van más lento. Cuando lo inmediato alcanza un clímax insoportable y todas las producciones de sentido están más o menos atravesadas por esa queja, por ese agobio y por esa demanda, la imaginación sobre lo que vendrá es casi tan importante como su llegada, que Katz subraya como una cuestión poética, pero también bien específica.
Por Sabrina Palazzani