El sonido y la luz, el color y la vibración. Hay una evocación constante a estas ideas en Grisalla, primer poemario de Daniel Román. Musicólogo de profesión y poeta por vocación, como suele decirse, ha escrito un primer libro impecable, no puedo dejar de mencionarlo desde ya. Las superficies tiemblan en diferente grado e intensidad, escribe Román mientras tiende puentes entre el mundo y los sentidos humanos. Mientras tiende líneas, sin atender a los puntos correspondientes. Las líneas, los puentes, no responden aquí a las relaciones habituales. Cuelgan así los trazos como cuerpos estremecidos por algo que no podemos determinar con exactitud.

¿Qué sonido se comporta como analogía de la luz?, es la pregunta que abre el poemario, invitándonos al paisaje de sonidos que crece de la observación. En el mismo poema agrega: un observador se aleja del mundo al momento de mesurarlo. Las líneas parecen curvarse en la observación de las cosas, encuentran su límite en la curvatura del ojo, el órgano que mide. Pero qué hay del oído y su imposible traducción, una onda es representada y se desvanece. El oído es anterior, parece sugerir Román, quien piensa escuchando. En Grisalla, sin embargo, los sentidos sobrepasan al sonido y sus palabras. Hay un movimiento que incorpora al color, los olores: resbala el aroma del amarillo en los girasoles. Digo movimiento porque el color es el del trazo pictórico, alcanzado también por la luz y su silencio. Es decir, en este poemario hay sonido: aire, caída, crujidos, lluvia; que intercepta en diferente grado e intensidad matices, estampas, granos, pero sobre todo está la representación de aquello en el dibujo, los pintores flamencos, y la experiencia de la palabra que se abre como madera mojada.

Mirar parece un acto desesperado, escribe Román, y percibo en ello un ruido anterior a la visión, como cuando Bachelard dice que oír es más dramático que ver, en El aire y los sueños, y agrega luego: en la ensoñación de la tempestad, no es el ojo el que da las imágenes, es el oído asombrado. Pero hay también intensidad en la experiencia descrita por Román. No es difícil imaginar los cuadros de Bruegel el viejo cuando este traza su telaraña y ubica en sus hilos miniaturas que parecen ser cada una la protagonista, dependiendo del ángulo desde el cual se mire. Este espesor se condice con la facilidad de Daniel para evocar sensaciones auditivas, táctiles, visuales, y con  su capacidad de crear imágenes en donde nuestra recepción debe funcionar en, al menos, esos tres planos:

¿cuántas líneas convergen en la habitación del enfermo?

(…) el cráneo como pintura que cae

tras el azote de la puerta

Una cabeza que cae, un blanquísimo, brillante cráneo que cae como un objeto colgado en la pared, el ruido que emite tras el azote de la puerta, es decir, el doble ruido de puerta y cráneo. Una cabeza sin su piel, un enfermo probablemente en cama, el roce de las sábanas, la sensibilidad, el aire viciado. En tres breves versos Román recrea lo que podría ser un cuadro, la dimensión sonora del instante y el color, el brillo, la opacidad. Hay una intensidad en la lectura que es mental y al mismo tiempo una experiencia sumamente física.  

Hacia el final del libro la palabra música desplaza a la de sonido en un poema en donde el cabello que en círculos capea las olas/ brota del movimiento accidental del viento/ es porque la música es anterior al gesto, escribe Román. Pienso nuevamente en el hecho de que Román es músico e intuyo que cuando la menciona no solo se refiere a ella como arte o disciplina, sino que implícitamente la naturaleza con su galería de ritmos aparece desplegada. La música es anterior al gesto, sugiere Román, y creo percibir allí la quietud de un cuerpo asimilando el mundo, acompasándose a su ritmo, aguzando el oído, que, sin párpados como el pez, es la piedra pulida por el río.

Por Nina Avellaneda

Fotografía de Stephen Shore

 

Sobre:

 

 

 

 

 

 

Grisalla

64 pp.

2024

Editorial Talón de Aquiles

Valencia.