Yo conocí otras caras ya olvidadas (…)
ninguna fue tan vívida en su ausencia
Silvina Ocampo
La palma de una mano, con los dedos bien separados, sale de un brazo extendido hacia el frente, para cubrir por completo el rostro de Silvina Ocampo, y deja unos pocos restos reconocibles: el pelo corto, el torso, un collar; finalmente, la punta del marco de unos anteojos puntiagudos. Es una fotografía de 1963, tomada por Sara Facio. Muchos de sus retratos son así: esquivos. De alguna manera consigue restringir la exposición de su rostro con las manos, el pelo y alejándose del lente. La imagen recuerda a una declaración de Susan Sontag, “una fotografía es a la vez una pseudopresencia y un signo de ausencia”, despierta el deseo al evocar lo inalcanzable. Y no se detiene en su aspecto, hasta su voz grabada, envejecida, rota, se escapa. “-Hoy (…) la única preocupación mía es mi voz”, se lamenta Silvina, conversando con Bioy, “parece que me golpean la garganta cuando hablo”. Hay una respuesta insuficiente: “Sos tan coqueta con la voz como con las fotografías”. Quizás la preocupación sea otra: hacerse inaprehensible hasta el punto de borrarse.
Un análisis de Jorge Monteleone del poema “La cara”, publicado en Lo amargo por dulce, y presente en el epígrafe de este texto, señala cómo el rostro aparece como un lugar vacío y laberíntico que, como una metáfora constantemente desplazada, dispersa al Yo hasta hacerlo desaparecer:
La conocí en la ausencia, en la penumbra
remota del recuerdo (…)
Yo conocí otras caras ya olvidadas,
asistieron mis sueños, mis lecturas,
me acostumbré a estudiarlas sin mirarlas
pero ninguna fue como ésta laberíntica (…)
ninguna fue tan vívida en su ausencia.
Las dependencias, un perfil-documental de 1999 dirigido por Lucrecia Martel, parece aceptar estas reglas del juego que propone Ocampo, y emprende una búsqueda oblicua de reconstrucción de su vida. Estamos dentro del territorio de la casa, y contamos con un relato coral, en el que ciertas voces son atribuibles a una identidad concreta: la de Adolfo Bioy Casares, su colega y pareja de toda la vida; Elena Ivulich, mecanógrafa, y Jovita Iglesias de Monti, empleada del servicio, dos mujeres muy presentes en su cotidianeidad; y los escritores Ernesto Schoo y Juan José Hernández. Estas entrevistas se yuxtaponen con material de archivo (fotografías, filmaciones, manuscritos, dibujos).
Pero unas escenas extrañan la aparente transparencia del formato documental y funcionan bajo un esquema de repetición y variación. Vemos, en blanco y negro, un espacio de la casa (un pasillo, la biblioteca, el comedor, las escaleras, una ventana que da al jardín, las habitaciones de servicio) y, sobre él, la cámara se mueve, temblorosa y lenta, para lograr un efecto estremecedor en el vacío aparente. La única interrupción, el único indicio de vida, es un perro. Mientras tanto, junto a la visión de los contrastes del negro y un blanco enceguecedor, se escuchan unos ruidos que intentan completar ese espacio: a veces, risas; otras, una voz primero tímida, pero que lentamente, con el avance de las escenas, puede (o decide) sobresalir y enunciar con convicción.
La insinuación está ahí, podemos tomarla: un fantasma pasea por las habitaciones de la casa. ¿Qué se llega a ver detrás de este ser huidizo, sugerente pero no definido, que irrumpe en Las dependencias? El fantasma es una insistencia incómoda, pero también sufre un estancamiento. Algo lo condena a permanecer en el ahora del mundo de los vivos. Esta combinación se materializa en la presencia particular que adopta en el documental, que oscila entre lo inasible y lo evidente, un vaivén.
Por otro lado, la atadura al presente también es algo inherente a los usos concretos del material de archivo en las películas. En una entrevista, Jean-Louis Comolli remarcó que solo en el presente, y no en el pasado, pueden verse los archivos. Hay una ambivalencia en el verbo: hablamos de ver en tanto percibir la película, pero también tenemos que agregar el matiz de comprender, de otorgar sentido:
Verlos en el pasado es una contradicción que de cierta manera impide verlos. Verlos en el presente significa recuperar, a través de la huella, la fragilidad de la inscripción. (…) Con el cine, lo que se juega es más bien la idea de que nada es presente y que todo está por venir. Y entonces el archivo participa de esa lógica. Este es el proceso fundamental del cine, que consiste en última instancia en negar la muerte. (…) los que son filmados nos miran, miran a los espectadores.
A veces, la voz del documental susurra como un mantra, “cuando mires la luna, te besaré su boca, / cuando mires al sol, te besaré sus ojos”, y la cámara recorre un camino hacia arriba, a un techo blanquísimo, quemado por la luz, enmarcado por la escalera. La perspectiva extrañada, la vista al cielo, remite a la poética de Ocampo, donde muchas veces aparece con el privilegio de una mirada infantil o de adultos aniñados. Uno de sus cuentos más conocidos, “Cielo de claraboyas”, que abre Viaje olvidado, su primer libro, se construye a partir de lo que sabe o puede llegar a intuir una perspectiva doblemente extrañada: probablemente, se trata de una niña, y esa niña mira desde abajo, descifra los sucesos con las sombras de los pies que caminan encima suyo.
Podríamos ir más allá y argumentar que la mirada del niño siempre es desde abajo. Y, cuando no lo es, cuando sigue la línea de sus ojos, descubre un mundo ajeno al de los adultos, secreto y muchas veces perverso, otro elemento fundamental de la narrativa de Ocampo. Las escenas en blanco y negro, fantasmáticas, también generan este efecto de un encuentro con lo que pertenece a alguien más: espacios vacíos, íntimos, en los que nos entrometemos guiados por el recitar de un poema. Una de las escenas muestra pilas de papeles en la biblioteca, mientras la voz fantasma canta una canción de cuna:
Dormite niño lindo,
que vienen las palomas
a comer tus ojitos,
si no te duermes, niño,
si no te duermes, niño,
si no te duermes, niño,
te cortará la lengua,
con cuchillo de plata,
si no te duermes, niño,
si no te duermes, niño…
Este mundo otro se separa tajantemente de las voces vivas del documental, pero no de los espectadores. Aunque somos intrusos, una grabación se reproduce, y oímos a los espectros de quienes circularon por esas habitaciones: Bioy, Borges, Manuel Peyrou y Ocampo, que nos ignoran y continúan conversando.
Sin embargo, la voz que recita, a solas, es una invitación a la intimidad. Las dependencias también cuenta a Ocampo a través de la lectura de sus textos, posiciona un espejo, deformado como en un circo, entre la vida y la obra: “Fui y soy la espectadora de mí misma” afirma el primer verso del poema “Acto de contrición”, en Lo amargo por dulce.
También sabemos que los cuentos de Viaje olvidado tienen raíces arraigadas en lo familiar, y es por eso, en parte, que Victoria Ocampo, la hermana mayor, publicó una crítica mordaz en la revista Sur. Inicia con una anécdota: Victoria había empezado a escribir unos recuerdos de su infancia y preguntó a Silvina si le gustaría ilustrarlos, un proyecto quedado en nada. Después, declara haberse encontrado en Viaje olvidado con “un fenómeno singular y significativo: la aparición de una persona disfrazada de sí misma”, y todo escrito en un lenguaje “lleno de hallazgos que encantan y de desaciertos que molestan, lleno de imágenes felices -que parecen entonces naturales- y lleno de imágenes no logradas -que parecen entonces atacadas de tortícolis. (…) ¿Es necesaria esa desigualdad?”. Silvina había declarado alguna vez que, última de seis hermanas, durante su infancia se sintió “la etcétera de la familia”.
Además, aunque editada post mortem, contamos con Invenciones del recuerdo, una autobiografía prenatal (así la caracterizó la misma Ocampo), “escrita casi en verso, pero que no es un poema” donde predomina su instinto: “era verso y lo destruí. Lo hice en prosa y también lo destruí”, compuesta por fragmentos correspondientes a tres etapas de manuscritos, entre fines de la década del 50 y la del 80. Allí, como en el documental, aparecen elementos fundamentales de su vida y obra: el vínculo temprano con las artes plásticas, la preferencia por los espacios del servicio, la fascinación por el trabajo de los otros. En Las dependencias se recopilan y enseñan pilas de dibujos de rostros de mujer, de niños, figurines de modista, todas obsesiones que se repiten al interior de su escritura.
El título se alinea con ellas. Es parte de “La casa natal”, publicado en Lo amargo por dulce, leído en dos ocasiones en la película. Primero, unos pocos versos pertenecientes a la mitad del poema, con una imagen del manuscrito tachado, reescrito, pero identificable, de fondo:
Yo huía de las salas, de la gran escalera
del comedor severo con oro en la dulcera,
del mueble, de los cuadros, de orgullosas presencias
porque a mí me gustaba sólo las dependencias
que estaban destinadas para la servidumbre*.
Luego, al final de la película, se repite esta lectura, pero no se interrumpe en el mismo verso que antes, sino que continúa hasta terminar el poema, en una de las escenas fantasmáticas más extensas, y que, si antes se detenía en un solo o unos pocos espacios, ahora decide atravesar otros lugares de la casa, acompañando el sentido de los versos:
Trasladada a aquel último piso sin pesadumbre
entre maderas claras y desechadas cosas
me aproximaba a un mundo de prendas milagrosas,
a la blancura nueva de la ropa lavada,
al cuarto con baldosas donde espera planchada,
al vidrio sin cortinas brillante como el hielo,
estaba allí más cerca de Dios porque en el cielo
los avisos eléctricos de toda la ciudad
cubrían la azotea de ardiente oscuridad.
Yo amaba sólo el pan con sabor a arpillera,
azúcar de la bolsa, no de la azucarera,
y en las tardes perfectas el ruido de las tazas
ordinarias encima del mármol y las casas
que adornaban los platos de sopa en la cocina*,
y aquella palangana con flores de glicina
donde yo me lavaba las manos a escondidas
y ultimaba mis íntimas muñecas preferidas.
De manera pausada, Las dependencias parece haber estado sosteniendo un ritmo con la intención de llegar a este punto. Si bien los testimonios intentan centrarse en distintos aspectos de Ocampo, la película la ayuda en su proyecto de escape constante. Al final, la manera de volver a ella es indirecta, con la mediación de su obra.
En la reseña citada anteriormente, Victoria también dice que los cuentos de su hermana “son recuerdos enmascarados de sueños; sueños de la especie de los que soñamos con los ojos abiertos”. Las dependencias se mantiene en ese estado onírico: el material de archivo, las fotografías y las filmaciones, se disponen para construir paradójicamente, un nexo y una barrera entre el personaje retratado y el espectador. Una sensación neblinosa.
En una sucesión de fotos de un día en la playa, con amigos, Silvina permanece en un mismo lugar de la pantalla, a pesar de que cambian los elementos y personajes a su alrededor. Otra vez, un fantasma firme. En unas filmaciones aparece acompañada, camina en un pasillo de árboles, pero da la espalda y se aleja. En otro momento, la imagen muestra sus pies, después las piernas, después la mano que cubre su rostro. Esa fragmentación del cuerpo dialoga con las descripciones al interior de su obra. En Invenciones del recuerdo aparecen unos pies “íntimos” e “independientes”, “como dos mellizos rítmicos y mudos”; también, “una mano sola / (…) que manejaba el lápiz y la goma / con destreza”. Estas mediaciones sobre las imágenes de archivo, que, indefectiblemente, producirían un efecto de realidad, y la forma en que la película decide disponerlas, llegan al punto de hacerla borrarse en un fundido.
La película señala la imposibilidad de una copia ingenua entre ambas esferas, vida y obra. La voz fantasmática que enuncia los poemas explicita el desfasaje: el poema recitado no deja de ser un material más, como el testimonio de alguien ajeno, que se suma a las múltiples perspectivas del relato. Se cancela la alternativa de creer en una verdad conducida mediante los versos y, en su lugar, salta a la luz, entre la voz secreta y las imágenes borrosas, lentas y tambaleantes, la ausencia de un discurso verídico, último, que complete de manera satisfactoria los huecos de una vida. De cualquier vida.
Con la excusa de la construcción de un perfil, Las dependencias explora una figura de fantasma que retorna y se apega al presente. Un fantasma que quiere participar en la construcción del relato de su pasado vivo de manera indirecta, esto es, a través de la recuperación de la literatura. Pero esta voluntad, y la consecuente invitación a escuchar su discurso, se resuelve según la organización que configura esa voz atrapada en el ahora de la película. Cuando quiere, se silencia.
*Las cursivas son mías
Por María José Ocroglich