No advierten que en los tiempos polvorientos

que están por llegar, extendido el funesto desperdicio

de la historia, serán vistos en la cumbre

de esa misma colina: cuando toda su compañía

se haya perdido irremediablemente […]

John Berryman, “Paisaje de invierno” 

[trad., Armando Roa Vial]

 

Nada en la poesía de Jaime Huenún Villa debiera parecernos casual a estas alturas. Su labor escritural obedece a una forma bastante meticulosa y particular de la memoria, un rescate inevitablemente desgarrado y desgarrador de la Historia y las historias tamizadas por la experiencia vital e intelectual del poeta, mil veces entrelazadas, deshiladas y vueltas a imbricar en Huenún, en sus vidas vividas y oídas, leídas, rastreadas y ficcionadas incluso, pero siempre, o casi, desde una ira paradójicamente ponderada, una suerte de distancia necesaria ante la materia de textos que se hunden muchas veces en pozos demasiado hondos de horror y desidia humana, y que requieren de esa distancia y ponderación relativas para intentar salir indemne de lo que parece asumido como labor política del poeta, que no es otra que el retrato y relato del despojo permanente de uno y todos los pueblos en él. 

Como dice Nadia Prado en El poema acecha en los intervalos, “La poesía no parodia ni remeda el mundo, lo grita”, y este parece ser el caso de Huenún en estos textos, subrayando en su caso una cierta banalidad del mal naturalizada hasta el hartazgo, y cuyas consecuencias –como las de toda aniquilación extendida en el tiempo y el espacio– caen como pesadas piedras sobre el cotidiano y lo doméstico de quienes la perviven, hasta su completa normalización para víctimas, victimarios y espectadores de un mundo que es sucesión y permanencia de hecatombes, siempre protagonizadas por aquellos a quienes el poder, en sus múltiples expresiones (incluyendo, claro, las que cada uno de nosotros porta incluso sin reconocerlas), señala como los otros, los bárbaros, los subhumanizados por el discurso hegemónico, sea esto ayer bajo las dictaduras latinoamericanas, las contrarrevoluciones europeas de cualquier siglo y la quema de brujas, o bien hoy, en el Wallmapu, Gaza o las poblaciones y hacinamientos donde sobreviven entre el narco, el hambre, la violencia y la miseria las clases populares del sur global, con sus niños, mujeres y pueblos originarios como primera línea de sacrificio para el capital.

Y es por eso, porque nada o casi nada en la obra de Huenún debe aparecernos como casual, que hay que entender que el epígrafe con que comienza Agua rápida, tres breves versos de Leonard Cohen, son el primer movimiento de una imposibilidad que se despliega en el texto, de manera breve, concisa, rabiosa a ratos, con una rabia cansada. Imposibilidad que hace, además y de alguna extraña manera, de este libro quizás uno de los más personales y faltos de cálculo en la bibliografía de Jaime: “He wants to write a love song/ An anthem of forgiving/ A manual for living with defeat”.

En Agua rápida, nuevamente siguiendo a Nadia, “No son las palabras las que escriben, quizá algo bajo el hormigón armado, bajo los escombros del derrumbe” es lo que sale finalmente a flote. Es un Huenún herido ya no simplemente por los siglos de opresión denunciados, o no sólo, sino por el devenir propio de aquel que se alzó, en la medida de sus circunstancias y capacidades, y que constata el costo humano y material de ello, aumentado por las embestidas propias de la precariedad neoliberal y la miseria afectiva de esta realidad cuyo fin nos parece más difícil de imaginar que el fin del propio mundo.

Porque las aguas rápidas de este texto son también las aguas “de los ríos/ que van a dar en la mar,/ que es el morir”, como decía Manrique; aunque en este texto, al menos en apariencia, Huenún parece optar por el abandono de cualquier intento de mesura a la hora de evaluar ese tránsito que puede llegar a ser la existencia, dando rienda al cansancio, el hastío e incluso a una cierta extrañeza cínica al momento de hacer su recuento vital, siempre contrastada con la inesperada –aunque siempre relativa, conociendo la poesía de Jaime– idealización del tiempo pasado: 

Ahora que mi patria son los hospitales/ y enfermeras azules me pinchan la  existencia/ recuerdo mi niñez en las pampas de Osorno, […]./ Y pienso cómo diablos llegué a esta estación,/ andén de los caídos, terminal de los viejos./ […] y la vida era inmensa como el tren de la tarde,/ dulce como ciruelas tempraneras y rojas,/ veloz como el mastín corriendo tras las liebres./ Cómo crestas entonces llegué a este camastro,/ si ayer no más olía la flor de la inocencia,/ y compraba pan fresco, mantequilla y ajíes/ y plátanos fragantes donde La Marujita

Pero no es de idealizaciones que va este libro, aunque la nostalgia por la infancia aparezca a ratos como el contraste necesario para llevar a cabo el ajuste de cuentas con la realidad cotidiana, con el presente de quien ve ya hundidas las naves que ayer se decidió quemar, y que pareciera ya ni siquiera buscar ser vindicado, sino sólo constatado desde el hastío algo sorprendido de quien, sin confesarlo, esperó quizás mejores primaveras, pero que hoy sólo puede dar cuenta del inventario de derrotas que solemos compartir quienes, cruzada la barrera simbólica de los cincuenta, no pensamos ya en remar contra el destino, sino simplemente contemplar, no sin algo de asombro embroncado, como nuestra línea de flotación se encuentra cada día más amenazada, por no declarar abiertamente que en proceso de ser superada por las condiciones materiales y sentimentales de una existencia cuya direccionalidad no está ya, en gran medida, en nuestras manos, sino en las de la inercia que comienza cuando se ha hecho gran parte de lo posible e imposible con la energía disponible, pero que una vez disminuida esta es imposible no ver en ocasiones incluso con cierta resignación —vista esta como una forma novedosa e inesperada de sabiduría para las rebeldías de ayer. 

Y es que Agua rápida –y acá nuevamente nada es azar ni coincidencia en Huenún– es también en cierto sentido “A manual for living with defeat”, como nos pide Cohen en el epígrafe, aunque sin la calma zen que se podría arrogar el autor de Famous Blue Raincoat; porque no, esa calma no se le puede exigir a Huenún en estos textos, en estas letras champurriadas, comunistas, derrotadas y resentidas más allá de lo sensorial, empapadas de bronca como un trozo de marraqueta está empapado en un consomé de la Vega Chica a las 6:30 después de una noche demasiado larga de juerga y enamoramientos no correspondidos.

Y es por eso que acá, por ejemplo, los proyectos colectivos derrumbados, traicionados, exigen también su lugar, aunque sea como una suave patada en las canillas por debajo de la mesa; o los ajustes de cuentas con el padre y la madre, aun cuando la ternura exude y tiña más que el rencor o el dolor, incluso, presentes también en cada esquina del texto, como el intento de volver al origen, que se asume perdido, robado, despojado, como casi todo en este libro. Porque es este un texto del despojo. El despojo perpetrado por la miseria, por el prejuicio, por la violencia del capitalismo; pero sobre todo del despojo perpetrado por la vida, por la vida obligada a ser construida y pensada desde ese prejuicio y esa violencia, que encuentra su cristalización en el despojo de los despojos: el ejecutado sin piedad por la propia vida aplastada por el paso del tiempo. El despojo de la vejez descampada y desvencijada a la que nos arrojan el neoliberalismo y la deshumanización actual.

Deshumanización donde –porque nada es azar, nada es casual– el amor, esa única potencia humana capaz de darnos algún respiro en este valle de muerte al que nos condenamos, es la más evidente y zarandeada baja en combate.

Pieza pletórica en versos de decepción y gestos de despecho hacia el amor, que no es más que “una sombra en el agua rápida”, y la vida, de alguna manera, un tránsito donde “la tempestad/ es siempre imaginaria y el amor/ un enemigo común”, parecen buscar estos textos de Jaime una cierta vindicación ante el maltrato del amor, esa “[…] muerta que no escucha el corazón de su deudo”.

La derrota de Huenún en Agua rápida es, por cierto, la derrota política, cultural, cosmogónica, al tiempo que cotidiana, familiar, doméstica 

“Hemos matado en nombre del dolor,/ del padre y del hijo santificados/ por el capital”; 

“El deseo de llorar viene de todas las cosas,/ […]. El deseo de llorar tiene milenios”; 

“Como otros/ desanduve/ el camino de la historia,/ y miré los ojos/ de verdugos y víctimas”; 

“Contra la nada estará la república,/ contra la nada el terror y la pobreza,/ esas pompas de jabón/ que los niños quieren alcanzar/ entre juegos y risas  maternales”;  

“Todas mis tumbas huaqueadas bajo la luz de la luna, / toda mi sangre vendida/ a los servicios de urgencia de vetustos/ hospitales metropolitanos”;

“¿Podrá comer mi madre/ chocolates de pascua valdivianos/ coronados de niñez/ y de cándida morfina?”;

“Antes de tener un cumpleaños/ fue mi padre enloquecido/ fue mi abuela destetando/ a sus hijas frente al mar.// Hágase las guerras, dije,/ háganse los gobiernos,/ háganse las grandes/ y afiladas catedrales”.

Pero encuentra su nicho, su momentum, en la desintegración de lo amoroso: “¿Quién diría que cada vez que me cruzo con el camión de la basura recuerdo un amor que perdí una noche semejante?”.

Son innumerables las imágenes de este amor que no es, o que más bien parece que ya no puede ser, y por extensión la memoria lo hace un imposible perpetuo. El amor agua que corre y desaparece, el amor viento que se borra.

Y, sin embargo, no son textos de desamor, no es la pulsión romántica la que palpita. Son palabras de decepción, de tiempo gastado. 

Pero sólo se decepciona quien cree.

Y Jaime Huenún cree. Puede que esté cansado, que le duela la vida. Pero no duele lo que no importa. Y el amor es, ya ha sido dicho, esa potencia humana que la deshumanización combate —la revolución es, quien puede negarlo, básicamente un acto de amor y humanidad, por ejemplo. 

Y como nada en Huenún es azar ni casualidad, me pidió a mí este postfacio.

Y Agua rápida, aunque sea a pesar de Jaime, no es otra cosa que un libro de amor. Aunque sea amor por lo ido, aunque sea amor por lo perdido. Aunque sea amor por esa dignidad que tiene la derrota y que la victoria nunca conocerá.

Por Camilo Brodsky B.

 

 

 

Agua rápida
Jaime Huenún Villa
Das Kapital Ediciones
2024