Por lo menos alguna intriga debieron sospechar quienes leyeron, en el suplemento dominical de Le Monde, aquel del 6 de abril de 1980, una curiosa entrevista titulada “El filósofo enmascarado”, donde cierta voz proponía la realización de un no menos curioso experimento llamado “el año sin nombre”: “Durante un año se editarán libros sin el nombre del autor. Los críticos deberán arreglárselas con una producción completamente anónima”, proponía la voz, aunque de inmediato era ella misma la que se despertaba con ironía y algo de desazón: “Pero estoy soñando, quizás no tendrían nada que decir: todos los autores esperarían al año siguiente para publicar sus libros”.

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No se consideraba filósofo, ni intelectual, ni escritor (y afirmó: “En el fondo, escribo por el placer de escribir”). Pareciera haber zafado de las asignaciones a un lugar preciso, como si finalmente algo de la máscara permaneciera. Es decir que, pese a todo, aún no ha logrado ser identificado (¿hay triunfo más grande para alguien como él?). 

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Ciertamente no es lo mismo leer la página sin huellas de un desconocido, ni tampoco es igual escuchar una voz sin rostro ni previo aviso. De inmediato, al escucharla, nos apresuramos a preguntar: ¿quién está hablando?, ¿de dónde viene ese ruido?, ¿hay alguien ahí?

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Tampoco pudo ser asimilado como pensador pop, o crítico maldito, o algo por ahí. Hay poleras con su calva estampada, pero no son muchas comparadas con las de Nietzsche, o con las de Marx. Apenas se lo quiere atrapar, se pone espeso. Peor aún: era, a su modo, alegre, antirromántico, no creía en el fatalismo del presente ni en lo inefable; tampoco en los griegos halló alivio, más bien se diría: una suerte de calculada decepción. 

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“¿Por qué he sugerido que utilicemos el anonimato? Por nostalgia del tiempo en el que, siendo yo completamente desconocido, lo que decía tenía alguna probabilidad de ser escuchado. Con el lector eventual, la superficie de contacto carecía de arrugas. Los efectos del libro repercutían en lugares imprevistos y dibujaban formas en las que yo no había pensado. El nombre es una facilidad.”

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Ahí están esos títulos, entre líricos y científicos, en todo caso misteriosos, que tal vez preludiaron o incluso inspiraron ciertos pretenciosos títulos de libros de poesía actual: Las palabras y las cosas, Microfísica del poder, La arqueología del saber, Tecnologías del yo.

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El problema era volverse paranoico con el pensamiento del poder. Los profesores decían: ustedes le hacen el juego al poder cuando fuman marihuana, cuando visten esas ropas negras y se alcoholizan hasta la muerte. ¿Resonaba ahí una perversión de sus textos? Tal vez, pero el asunto, quiérase o no, tenía su impacto, el poder ya no era una cuestión frontal, no era solamente cosa de viejos dictadores de mierda; estaba en todas partes, en cualquiera de nuestras acciones, acechando. Un malviaje terrible. 

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El nombre es fácil porque lo esperamos en un lugar conocido, lleno de arrugas y suficientemente cercado; con el anonimato, en cambio, la certidumbre desaparece dando lugar a cierta incomodidad en la lectura: no sabemos muy bien a qué atenernos, el texto de nadie da lugar a un interregno de extrañeza o, más aún, se torna ilegible.

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Dicen que los japoneses reservaban unas cuantas fotos para él cuando iban de turismo a París. Debió ser una superestrella, harto de una fama que no le servía más que para volver a preguntar: ¿cómo haremos para desaparecer? Pero quizá no; quizá esa fama era parte de una apuesta, de un riesgo, de una especie nueva de ¿teórico? de las masas vestido de cuero.

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“No se trata de afirmar que el hombre ha muerto, se trata, a partir del tema —que no es mío, que no ha dejado de repetirse desde fines del siglo XIX— de que el hombre ha muerto (o que va a desaparecer o que será reemplazado por el superhombre), de ver de qué manera, según qué reglas se ha formado y ha funcionado el concepto de hombre. He hecho lo mismo con la noción de autor. Retengamos pues nuestras lágrimas.”

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Cuando dice, o sugiere, que la literatura, al contrario de la teoría, no está en condiciones de instaurar discursividad, o cuando señala: nada, ni una palabra, en el fondo, le pertenece, ¿la está liberando?, ¿la está protegiendo? (¿de qué?).

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Oh, hazme una máscara y un muro que me oculte de tus espías. (Dylan Thomas)

 

 

Por Martín Cinzano