La política, tal como se corrobora diariamente, es una puesta en escena más o menos abyecta; ahora bien: la política con poetas de por medio puede llegar a provocar auténtico terror. ¿Es exagerado? Que al menos sirva para rondar el reciente estreno, en México, de El Caso Padilla, documental dirigido por el cubano Pavel Giroud con investigación de la española Ana Blazquez.
Son tan solo setenta y ocho minutos, pero únicamente con la declaración del principal señalado, cuyo caudal de sudor da cuenta de las más de tres horas en las que compareció, se flageló, incriminó a otros escritores e hizo gala de una impecable elocuencia de cuño cubano, el tiempo puede estirarse y el sonsonete de esa voz acompañar al espectador por un buen rato más.
Siempre se habló del famoso Caso Padilla; tanto los directos involucrados como quienes observaban desde lejos, esbozando una sonrisa de espanto o satisfacción, pergeñaron libelos o algo salieron a decir en torno al episodio; el texto completo de la Autocrítica, por lo demás, fue publicado en 2012 en el blog del escritor Norberto Fuentes, el único que enfrentó a Heberto Padilla y que luego, como se muestra en el documental, fue severamente reconvenido por un comisario cultural castrista. Sin embargo, por primera vez tales imágenes se exhiben con largueza ante un público mucho más amplio.
Con semejante documento fílmico entre manos, sin duda Giroud optó por erosionar el ánimo del espectador, recluyéndolo como uno más entre los presentes esa noche del 29 de abril de 1971 en la Sede de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Es cierto que la retractación se interviene con notas de prensa, con una grandiosa toma panorámica de La Habana, con algunos de los notables poemas de Fuera del juego y con fragmentos muy bien intercalados de entrevistas ya conocidas a escritores de la plana mayor del boom asentados en Europa; pero luego de esos cortos paseos por los coloridos jardines del mundo libre (donde también vemos a otro apestado: Guillermo Cabrera Infante), el montaje nos regresa al montaje, a ese asfixiante teatro en blanco y negro del más sucio realismo socialista.
Tenemos entonces un documental sobre otro, es decir, sobre el registro fílmico que lo hace posible. No lo compliquemos pensándolo como una película experimental donde las imágenes de archivo acaban conformando una serie de recortes más o menos calculados por un autor; la filmación, el desgaste mismo de ese documento gris y los cincuenta años transcurridos se aprovechan en otro sentido, en un sentido, podríamos decir, dramático. Enfoques y desenfoques a acusados y acusadas, primeros planos de rostros amedrentados, endurecidos, huidizos, decepcionados, acompañan la declaración al modo de esas acotaciones de Brecht que nos advierten acerca del carácter por completo artificioso, y por tanto realista, de la escena. Una escena donde todos y todas, finalmente, serán objeto de imputación, empezando por aquellos presentes que, como Roberto Fernández Retamar, jugaban de acusadores persiguiendo no sólo a Padilla, sino a los también presentes Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas, quienes con el tiempo y sus escrituras lograron, pese a todo, escapar.
Que Fidel, durante la segunda parte de los años sesenta, tomó consciencia de las dimensiones inmanejables de la escritura literaria junto a la vida, también inmanejable, de quienes libremente la practicaban (véase Lezama Lima), no cabe duda; en sus discursos de la época pueden hallarse varios pasajes al respecto, la mayoría rabiosos y poblados de roedores; es más: podríamos aventurar que esa conciencia leía con tal rigor y espanto la potencia política y social de la poesía en el Caribe y Centroamérica que no vaciló (ese verbo tan de rata intelectual) en ordenar de una vez por todas, mediante un caso ejemplar, la intervención del Estado en ese terreno sin extensiones ni Estado.
El Caso Padilla, en tal aspecto, es sólo la primera parte o el preámbulo para otro film de larga duración, donde archivo no faltará: el de los avatares de la literatura en el orbe capitalista; ¿cómo se retracta uno, aquí, de la crítica permanente?, ¿cómo hacemos acá para, después de todo, como el mismo Padilla lo hizo, alegar nuestra inocencia? Los y las poetas, novelistas e intelectuales del mundo neoliberal no necesitamos poner en escena estos actos del miedo, ni retractarnos públicamente con un elevado sentido del drama, ni, menos aún, decirnos traidores; basta con vivir aquí en silencio, ir al supermercado, postular a fondos; basta con eso para hacer la más honda, la más efectiva de las autocríticas.
Giroud, desde luego, deberá incluir en el reparto de esa hipotética segunda parte a las revistas literarias contrarias a El Caimán barbudo y Casa de las Américas: Vuelta, Plural, Cuadernos y Mundo Nuevo, las dos últimas financiadas, en su momento, por la CIA. Por otra parte, el arsenal de purgas estalinistas a escritores y escritoras, utilizado en el film de manera eficaz y por supuesto tendenciosa, podrá extenderse aún más mediante el testimonio referente a la tortura, desaparición, exilio y asesinato de escritores y escritoras durante los años setenta al sur y al norte de la revolución cubana; en cuanto al financiamiento, ¿de dónde manotear el patrocinio para semejante producción sino de alguna piadosa fundación europea o norteamericana?
Miguel Ángel Gutiérrez ha enumerado con amargura, conocimiento y cierto rencor las típicas molestias capaces de sacar de quicio al espectador en una sala de cine; pero si a alguien le ocurre, como a mí, enfrentarse solo a este documental en medio de la oscuridad de un colosal cine de provincia un domingo por la noche, puede llegar a extrañar cualquiera de esas incómodas interrupciones para devolverlo a la inocencia.
(Sobre El Caso Padilla, de Pavel Giroud. Cuba/España, 2022, 78 min.)
Por Martín Cinzano