Sobre “Dos ensayos sobre el terror” de Ana Laetitia Barbauld & John Aikin / Román Domínguez Jiménez

 

El organismo es una bomba que explotaría si el espasmo inmemorial que lo constituye se soltara
Vilém Flusser

 

Buscar archivos tiene esa pulsión insomne, proclive a la oscuridad, de percibir entre tanta información el brillo casi apagado de una estrella condenada al olvido. Por ejemplo, el caso de Anna Laetitia Barbauld (1743-1825) tiene esa extrañeza. Una escritora inglesa prolífica de finales de siglo XVIII e inicios del siglo XIX. Educadora, ensayista, editora e incluso revolucionaria de la literatura infantil, nos dejó un escrito oscuro, mezclado en unas breves prosas misceláneas (Miscellaneous pieces in prose, 1773). Entremezclado entre ensayos sobre la comedia, la devoción o el análisis de poemas heroicos, aparece ahí un ensayo sobre el terror. Más aún: Del placer derivado de los objetos de terror. Más de un siglo antes de cualquier psicoanálisis que sugirió tímidamente el goce de lo displacentero, acá vemos cómo se desarrolla una analítica pasional masoquista resumida en la frase, “Preferimos padecer la súbita punzada de una emoción violenta que el incómodo anhelo de un deseo insatisfecho”.

Sorprende que una escritora de tanta factura y obra sea inédita en español. Pero también sorprende que, siendo de un talante moralista, se haya acercado al problema del terror, admitiendo de pleno esta paradoja del corazón. En los mismos albores de la proliferación de novelas góticas en la Inglaterra de la época, este pequeño ensayo intenta dar cuenta de un momento literario efervescente. Sin embargo, no habrá respuestas luminosas. Tal vez este escrito funcione como un género mutante, llamémoslo el ensayo de terror: aquel escrito que busca adentrarse en un pantano con la intención y promesa de traspasarlo, perdiéndose en el intento, dejando al lector con menos respuestas de las que creía haber tenido. Una teoría negativa, que además va acompañada con un ejemplo aclaratorio, un relato titulado Sir Bertrand, un fragmento, al parecer escrito por su hermano John Aikin, el que queda a medio terminar por razones desconocidas.

Al más puro estilo de Memories (1995) de Satoshi Kon, donde asistimos a los recuerdos mórbidos de una rosa magnética en las ruinas del espacio, este tal Sir Bertrand se pierde en la noche y encuentra un castillo gótico misterioso donde abundan ataúdes, estatuas negras y manos muertas, donde lo espera una dama fantasmal. Este mismo relato es citado en el ensayo maestro de H. P. Lovecraft sobre el tema, El horror sobrenatural en la literatura (1927), donde afirma el miedo como la emoción más antigua y poderosa de la humanidad, en particular el miedo a lo desconocido. También el escrito es mencionado y citado en el mismísimo título en Filosofías del terror o las paradojas del corazón (1990) del filósofo estadounidense Noël Carroll: de ahí sigue una larga lista de menciones en el mundo anglosajón que contrastan con su silencio en la lengua española.

Quiero dejar todo este asunto archivístico, pero el terror nos remite indudablemente a lo arcaico. Porque justamente este morbo del que habla Barbauld, este querer saber pese al peligro, nace de una reacción nerviosa, corporal, del placer en los tejidos de una carne antigua. Una que no habla de historia humana, sino de “una impronta que nunca puede ser borrada” (p. 34) anterior al intelecto y el volumen, de una memoria ciega, “Imbunche primordial” de la noche de los tiempos como escribe Román Domínguez en el principio del ensayo Inmemorial de la carne (2023), el que conecta 250 años después la línea esbozada por Barbauld. Por eso estos son dos ensayos que funcionan como gemelos geminianos que se iluminan y oscurecen al mismo tiempo.

Inmemorial es una palabra extraña: si bien su significado remite a algo tan antiguo que no se recuerda cuándo comenzó, más allá del alcance de los registros; su imaginario nos trae un paisaje de ruinas, de mausoleos y lápidas, de arquitecturas memoriales. Como si su prefijo aún no se pudiera liberar de nuestro deseo de recordar. Pero inmemorial no es lo contrario de la memoria, es decir, el olvido, sino algo más profundo: el espasmo inicial de las entrañas cuando todavía no podía existir una cuota de registro, donde solo se grababa en los nervios de la materia bajo la forma accidental del estremecimiento de la carne.

Por lo mismo, Román dice que su ensayo es una suerte de epitafio. Remite a ese archivo imposible de nuestras vísceras para declarar un vitalismo terrorífico a partir del suceso innombrable que nos proporciona escalofríos y que nos hace sentir vivas. Dividido en seis secciones, cada una recorre una variación que se despliega bajo la forma del párrafo breve e incisivo, similar a filósofos de prosas poéticas como la de Nietzsche en La gaya ciencia, la de Bataille en La experiencia interior, como las desesperaciones de Cioran o como los escolios implícitos del colombiano Gómez Dávila. El mismo Nietzsche es citado a propósito de que “los filósofos no deben limitarse a inspirar asombro, sino también terror” (p. 40). Con ese motivo estético, cada sección toma apuntes distintos que se podrían resumir en este orden telegráfico: la carne, la risa, el miedo, la pesadilla, la escritura, el terror cósmico, los vampiros y brujas, los pactos, los sacrificios, el shock, la cultura digital, los simulacros, la sabiduría gnóstica.

No me quedé tranquila cuando terminé de leer. Es una tragedia que funciona como herejía: contra el buen sentido del pensamiento, ante todo. Tan solo recordar cómo el aventurero profesor de estética y cine, Román, formado en México y Francia para recalar en los terrores chilenos, mostraba la mencionada frase de Barbauld, “la punzada de una emoción violenta”, en el curso de Estética Moderna. Todo aquello entremedio del paisaje de un estallido social y una pandemia que invirtieron todo esquema posible.

Últimas notas sobre la carne: no puedo dejar de mencionar el término carne. Cómo esta palabra es rescatada en el ensayo, sustraída de su sentido cristiano en decadencia, para valorizarla como grado cero del espíritu, a contramano de toda jerga manoseada sobre el cuerpo. Aquí hablamos de un cuerpo inervado, lleno de vida, pero también de espanto. Delineando como el cine de Cronenberg, la carne se encuentra en el intersticio de la herida fundamental, la más existencial y palpable, ya en los dilemas de la creación primigenia de la materia como vida, con toda esa física horripilante de la que proviene todo germen.

 

Por Drago Yurac

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Sobre:

 

 

 

Dos ensayos sobre el terror:

Del placer derivado de los objetos de terror, Anna Laetitia Barbauld & John Aikin (traducción de Román Domínguez Jiménez & Cristián Díaz O’Ryan)

Inmemorial de la carne, Román Domínguez Jiménez

Agosto 2023

Ordinaria Editorial

78 pp.