Mi primera experiencia leyendo Borges de verdad (es posible que haya leído alguna cosa suelta antes), vino en el verano boreal de 2003. Estaba por empezar mi segundo año de universidad en la licenciatura de “Estudios Americanos” (mi universidad era la única en ese momento en el Reino Unido que incluía América del Sur en el plan de estudios), en la cual figuraba una clase sobre ficción corta de América Latina. Con la noción loable de que sus estudiantes deberían poder leer por lo menos un poco de esa literatura en su idioma original, la universidad ofrecía clases de castellano, y un curso intensivo en el verano en Santander, España. Todavía inocente de mi último destino profesional (¡qué chico suertudo!) no estaba tan interesado en hablar castellano igual que un santanderiano como en la idea de pasar un par de semanas “estudiando” en las playas de España. Fui con un par de chicas de mi curso, que resultaron ser el tipo de estudiante que toma en serio la lista de lectura preparativa que mandan los profesores. Así que, para mi sorpresa, de hecho me encontré estudiando bastante en las playas de Santander. No me acuerdo ahora qué nombres figuraron en esa lista pero debió haber incluido los “grandes” de la literatura latinoamericana, muchos hombres blancos, pocas mujeres (entiendo que eso habrá cambiado en los últimos años) pero seguro estaba Borges, en la antología Labyrinths de Penguin. 

A mis compañeras no les gustó mucho, las ficciones de Borges eludían las interpretaciones sociales e históricas que ellas ya estaban planeando para sus ensayos (el título fue dado por el departamento de historia así que mis compañeras generalmente estuvieron más interesadas en temas concretos que juegos literarios), y pronto al gran escritor argentino le dieron un nuevo apodo: “shithead” (cabeza de mierda). 

Mi reacción fue distinta. Borges era una revelación; acá había un tipo cuyo amor por los libros y la literatura fue infinito (textualmente), su visión era global y profundamente humana –en el sentido de abarcar toda la historia de la humanidad, de principio al fin–, y yo encontraba todo eso, sus triunfos y sus inmundicias, absolutamente, gloriosamente, divertidas. Cada vez que lo leía, lo imaginaba con un brillo en uno de sus ojos no muy videntes, soltando una risita. Esa imagen perdura hasta el día de hoy. En los años subsecuentes leí todo que podía de Borges (llegar a cierto nivel de castellano ayudó mucho en ese empeño) hasta su culminación en el Borges de Bioy Casares, una volumen que todavía duerme al lado de mi cama, y en el que busco refugio cada vez que sufro una mala racha de lecturas o cuando tengo en la copa un gran vino que he abierto por error (algo que pasa demasiado a menudo en mi casa)… en fin, es mi happy place.

No saqué una buena nota con mi ensayo sobre Borges (mis compañeras seguramente sí; fueron y todavía son brillantes) y no me voy a atrever a escribir ninguna crítica seria aquí, estaría pisando los talones de demasiades pensadores mucho más ilustres que yo. En vez de eso, quiero abordar un problema más personal y seguramente más intransigente: el hecho de que, después de años de idolatría, de lecturas de y sobre su obra e incluso de haber tenido el privilegio de traducirlo de vez en cuando, he llegado, muy a mi pesar, a la conclusión irremediable de que Borges era, de hecho, un shithead.

Y es más, era un shithead en muchos sentidos: prejuicioso, mezquino, cobarde, vanidoso, egoísta… es posible ver la historia de su carrera literaria como una sucesión de traiciones de amistades en el momento en que le llegaba una oportunidad mejor. Su manera de cuchichear a espaldas de la gente (a espaldas, y no cara a cara como en sus fantasías infantiles de duelos de facón) era exquisita, es cierto, pero no menos brutal por eso. 

Es estupidez de las estupideces juzgar a una obra por las falencias de la persona que la creó, pero tampoco seríamos humanos si no quisiéramos llegar a término con esa persona, en nuestras propias conciencias, por lo menos. Sus fallas mayores, el racismo, casual pero existente, y otros prejuicios, lo explico como resultado de una ignorancia que surge de su autoimagen anticuada. Borges, como desafortunadamente una gran parte de las clases altas de la Argentina (todavía hoy), se veía como un caballero europeo victoriano (probablemente británico), y fue influido, conscientemente o no, por las ideas de superioridad idiotas que motivaban y sostenían el sistema colonialista y sus asociados prejuicios y boludeces. Estaba muy lejos de ser el único que negaba el daño y profundas equivocaciones de estas actitudes, pero su falta de experiencia en la vida real lo hacía menos propenso que la mayoría a ver sus errores; no tenía mundo, ni hablar de calle. Después de todo, el hombre vivió con su madre, una mujer sumamente victoriana, durante la mayoría de su vida. 

Es cierto que hizo algunas declaraciones públicas horrorosas en varios momentos –en mi alegato para su defensa las atribuyo a la ignorancia más que a otra cosa– y algunas mejores también, pero en general tiendo a pensar que a un escritor le sientan bien pensamientos levemente conservadores. Los movimientos de la izquierda requieren una cierta fe en la humanidad que no da para la escritura, mírese si no lo que le hicieron al pobre Cortázar. La literatura, si es algo, es el arte del escepticismo mediado por la empatía. Y hay que acordarse (parece que estamos olvidando muy rápido) de que la fe ciega de cualquier estirpe tarde o temprano lo lleva a uno a defender lo indefendible –y eso en tanto uno no haya estado en territorio turbio y violento desde el principio–. Borges no era un animal político, era un fantaseador, y está bien que haya sido así. 

En la esfera privada, el caso se vuelve todavía más difícil –parece que efectivamente, Borges no era un amigo muy leal, bastante capaz de ser amable en persona y una serpiente cuando salía del cuarto–. Dispuesto a dejar sus amigos del presente por una mejor oferta (más prestigio, glamour, sexo) sin pensarlo dos veces. Hasta a Bioy lo traicionó antes del fin. Pero también era gracioso (muy), encantador, y un genio. No es un trato tan malo.

La pregunta que me encuentro haciendo, entonces, es ¿qué incidencia tuvo el shitheadismo Borgesiano en la obra misma? Creo que se podría argumentar que fue bastante.

Tomamos las ficciones, él habría preferido que lo juzgamos primero por su poesía pero, para mí, en demasiados casos sus poemas dejan ver las costuras victorianas (cuando no los entusiasmos imprudentes de la juventud). Así que tomemos las ficciones: textos cortos que encapsulan temas grandes en pocas líneas, que te dejan pensando y musitando… por lo demás sobre tu vida, efectivamente. Son excitantes, extraordinarios, sumamente inspiradores. Pero, ¿no hay algo del shithead en el concepto? Jorge Luis Borges, un don nadie, de un país que se ha autoproclamado periférico (por ninguna buena razón que yo haya visto), que vive con su madre, ha anunciado al mundo: “Yo he visto siglos, milenios de literatura, de los cuales he leído más que la gran, gran mayoría de ustedes, con todas sus historias, sus grandes temas, sus emociones, y sus conocimientos, y los voy a resumir en unos pocos volúmenes delgados, trastornando la experiencia para todos.” Qué shithead. 

Miren lo que le hace a sus pobres personajes, está bien que no son más que cifras para el mecanismo mayor, pero ¿cuántas veces fracasan, se equivocan y mueren todavía en un estado de perfecta confusión? No hay escritor que no se identifique con sus creaciones, aunque digan otra cosa, pero aquí casi se puede escuchar las carcajadas del autor (ese brillo malévolo) resonando en el espacio blanco de la página, riéndose del destino de sus pobres bebés. Qué shithead. 

Por supuesto, como es de esperar cuando uno se atreve a escribir sobre un ídolo, el ídolo se ha anticipado (todo lo escribió Borges sobre el tiempo): ¿que es Una historia universal de la infamia si no un festejo del shitheadismo? Qué shithead.

La palabra más importante de ese título es “universal” y quizás encontremos allí la esencia de la cuestión. Cuando la perspectiva literaria o mejor dicho (mucho mejor dicho, cuando una buena cantidad de los temas y sujetos sobre los que Borges escribe con tanta autoridad le vienen efectivamente filtrados por lentes europeos en sí mismos profundamente torcidos y anticuados), la intención es totalizadora, cuando abarca todo libro al que se le puede poner las manos, con una predilección especial por las filosofías excéntricas y a menudo minuciosamente refutadas, cuando uno se ha leído el auge y caída de infinitas civilizaciones, reales y apócrifas, de fábulas sin sentido, de sucesiones de códigos morales admirables ignorados sistemáticamente por sus supuestos seguidores fieles, de innumerables muertos absurdos, de héroes caídos y villanos triunfadores, la sensación que últimamente debe surgir es de una futilidad arrasadora. Cuando el dios en que uno no cree se ha demostrado ser un shithead en todas las maneras concebibles, no queda otra que aspirar a ser el mejor shithead posible. Y, en su vida creativa, Borges alcanzó eso con creces. Qué shithead. Qué hermoso shithead.

Por Kit Maude