“Nos aventaja el jabalí en el oído, el lince en
la vista, el mono en el gusto, el buitre en el olfato y la
araña en el tacto”.

Thomas de Cantimpré

“Quien está solo con la lámpara

tiene sólo la mano para leer en ella”.

Paul Celan

Si el libro de Marcela Rivera fuera una película, sería una hecha a punta de primeros planos: apoteosis del close up, asociación de fragmentos, catástrofe dimensional. Así se aproxima Marcela a la mano, haciendo del ensayo una suerte de régimen formal que le permite encuadrarla, recortarla, desmembrarla, deformarla, descomponerla, observarla a veces como si fuera un pájaro enfermo y otras como un animal que de pronto comienza a retorcerse, a girarse para mordernos y escapar.

“El primer plano, dice Alan Pauls, arranca las caras, los cuerpos y las cosas de sus goznes e introduce una diferencia absoluta. No es un ojo humano el que mira y la imagen que vemos, liberada de todo antropomorfismo, es cualquier cosa menos una imagen humana”. Marcela escribe sobre la mano entonces no para aclarar nuestra percepción sobre ella, o para afirmar sin sospechas su condición de mero órgano, sino para contribuir a la felicidad de desorientarnos, para desentumecer los automatismos con que muchas veces miramos y pensamos lo que tenemos demasiado cerca, a la mano. “La costumbre hace familiares los monstruos”, dice Marcela citando a Alfonso Reyes.

De cualquier forma Marcela no escribe sobre la mano para avivar una lucha de miembros corporales, es decir, para someter una vez más el cuerpo a la jerarquía de un órgano central, privilegiado, mimado por el saber. No busca hacer de la mano el atributo mismo del conocimiento, como ha sido durante años el ojo, ni busca redimir, como lo hizo Bataille cuando escribió sobre el dedo gordo del pie, todo eso que el hombre, con su cabeza alzada y su infinito amor por lo que se eleva, mira como un escupitajo y olvida por medio del pudor, el desprecio y la vergüenza. No lo hace porque reconoce que la mano, ese emblema del tacto, se extiende por toda la piel (no hay un solo órgano del tacto, como si lo hay de la vista, el olfato, el oído, el gusto). El tacto no se puede evitar de manera voluntaria, no podemos desentendernos de él aunque queramos, como sí podemos por ejemplo, decidir taparnos los oídos, los ojos, la boca, la nariz. De la piel, de la mano, no podemos salir. El tacto no es un sentido sino muchos. El tacto es el sentido del cuerpo.

Quizás por esa insistencia, por su desmesura, por la inespecificidad del tacto (que para apaciguarnos quizás abreviamos en la mano) es que las citas que Marcela va tejiendo en su libro (como una araña, es decir, con tacto, tocando y cuidando al mismo tiempo), remitan a una suerte de asombro, de incomodidad, incluso de misterio. A Valery la mano le parecía monstruosa. Hanna Arendt se detiene a examinar la inquietante extrañeza de esa cosa cercana y ajena a la vez. La mano, dice Jabés, solo escribe en el sentido ardiente de la vida a la muerte, como si a través de ella desembocáramos directamente en el vacío. Reacio a las esquematizaciones, huidizo, versátil, irregular, el tacto es también un sentido que se desdobla (quizás el único): cuando nos tocamos estamos a la vez siendo tocados. Está afuera y adentro, es activo y pasivo, es el orden de lo mío y de lo otro, está presente en el latido de nuestro corazón pero también en el2 polvo que tocamos con los dedos.

He hablado sobre el tacto, me he ido por las ramas, porque en realidad Marcela no renuncia nunca en su libro a hablar de la mano (y no sobre el tacto). Y me pregunto entonces por qué, y pienso que lo hace para dejar insinuada la proximidad que la mano tiene con la técnica, con el artificio, la prótesis, el injerto. No con la técnica en su versión instrumental, donde la mano sería un medio que depende del hacer del hombre. Si algo tiene de monstruosa la mano, si Marcela no ha dejado de señalar la relación que ella guarda con la experiencia de la ignorancia, del estupor, la extrañeza, lo insondable, lo insoportable, es porque la mano en el libro de Marcela no es un simple medio para obtener algo externo (mover la mano para tomar una cosa o para fabricar un objeto) sino algo que moldea al hombre una y otra vez, como si dijéramos que la mano solo le pertenece al hombre en la medida en que al mismo tiempo lo inventa y lo modifica.

Puede ser por eso, pero también para habilitar el camino al gesto. La piel no hace gestos, la mano sí. Los gestos expresan la herencia de un trabajo acumulado en la historia. El gesto nos recuerda que el hombre es formado y transformado por un mundo que lo antecede, y que en tanto tal, le es suyo aunque no le termina de pertenecer completamente. En el gesto hay transmisión y sobrevivencia, “una especie de tierra de nadie en el centro de lo humano”.

Por eso la mano para Valery es un órgano donde se dan cita la sensibilidad y el hacer, porque ella nos hace, deshace y rehace incansablemente, obligando a preguntarnos una y otra vez qué es eso que llamamos hombre. La mano, “esa máquina prodigiosa que junta la sensibilidad más matizada a la fuerza más libre”–, nos enseña que mientras ella siga allí revoloteando, colgando de nuestro cuerpo, nada en el hombre es suficientemente fijo. Las manos nos dicen que la técnica (o lo protésico) no es lo que ha venido a alterar la potencia originaria del hombre sino aquello que lo define como ser vivo. Donde hay mano, habrá siempre criatura impura, heterogeneidad, aleación, metamorfosis, contingencia, accidente (todas, si lo pensamos bien, características del monstruo).

En ese sentido la mano le interesa a Marcela menos como órgano que como potencia. ¿Pero qué no hace la mano?, se pregunta Valery.  Ella “golpea y bendice, recibe y da, alimenta, presta juramento, marca el ritmo, lee para el ciego, habla para el mudo, se tiende hacia el amigo, se levanta contra el adversario, se hace martillo, tenaza, alfabeto”. Una lista más larga de posibilidades realiza Montaigne (una lista bellísima, como 12, ese poema de Girondo sobre el deseo), que, como buen escéptico, “agudiza con su enumeración la comezón de nuestra ignorancia”, dice Marcela.

Es hermoso el modo en que este libro piensa la mano como si al mismo tiempo estuviera pensando el trabajo del pensamiento, de la propia escritura, asuntos inseparables para Marcela. Cuando a Rodin le preguntaron por su escultura del pensador, convertida hoy en suerte de logotipo, repara en algo que parece olvidado: “Lo que hace que mi pensador piense –dice– es que él piensa no solo con su cerebro, sino con su ceño fruncido, sus fosas nasales distendidas y sus labios apretados, con cada músculo de sus brazos, espalda y piernas, con los puños apretados y sus dedos de los pies encogidos”. Solo por el cuerpo se arriba al pensamiento, parece decirnos Rodin. Y Marcela, reparando en la obsesión de Valery por la mano, dice lo siguiente: Valery “atisbó que la potencia matriz del intelecto radica en la sensibilidad; por ello, no habría pensamiento desligado del hacer de las manos, de lo que ellas hacen comparecer”. No hay pensamiento sin eso que la mano da: una apertura extrema al mundo así como la invención de formas inéditas y singulares de responder a eso que nos toca.

En esta mano que Marcela nos da no podemos leer el destino ni el futuro del hombre. No es una mano que está ahí para guiarnos hacia un lugar seguro. Frente a la mano que Marcela tiende perdemos protagonismo, la única forma que tenemos de alojar al otro y crear un lazo, esa “fugaz y precaria trascendencia que escasa vez nos está permitida”. Y si la mano de Marcela nos ayuda a retornar a un lugar, quizás sea a un hogar que no preexiste sino que se hace cada vez que nuestras manos se rozan.

Por Paz López

Foto de Ilse Bing

Lo que la mano da
Marcela Rivera
Mundana Ediciones
2022