Un campo de concentración ubicado en una isla austral y remota. Una isla que puede ser o no ser Isla Dawson. Un prisionero que dirige las obras de reconstrucción de una pequeña iglesia abandonada realizadas por los presos bajo régimen de trabajo forzado. Un hombre que dibuja los planos de esa iglesia y, por las noches, clandestinamente, traza bocetos, retratos, imágenes de la vida cotidiana en el campo. Un hombre que puede ser o no ser Miguel Lawner.

Desde luego, habría que inscribir este texto en la larga tradición del testimonio sobre la experiencia concentracionaria. Pienso en libros fundamentales como Si esto es un hombre de Primo Levi, Sin destino de Imre Kertesz o La escritura o la vida de Jorge Semprún. En el contexto chileno, entre otros textos, Tejas Verdes de Hernán Valdés y, por supuesto, Dawson del poeta Aristóteles España. Este último, el preso más joven del campo con solo 16 años.

Lo que sigue son unas breves notas de lectura sobre este libro de Fabián Riquelme. Un libro que se hace cargo de una de las zonas más complejas y dolorosas de la experiencia fascista vivida acá, como en otros tiempos y lugares. Y de cómo la escritura en este libro se articula como poética y estrategia de la memoria.

No hay nombres propios en este texto. Ni referencias toponímicas. Tampoco una trama o unos personajes, por lo menos en el sentido más convencional. Lo que aquí se despliega es una diversidad de puntos de vista, de perspectivas diferentes para hablar de la experiencia narrada. Ello diferencia esta escritura de una de las características más frecuentes de los relatos testimoniales. La escritura en primera persona, la recreación de la voz del testigo. Por el contrario, el texto adquiere, mediante este desplazamiento de la mirada, un desarrollo que parece responder más bien a los movimientos de una cámara. A lo que se ve según se le disponga en uno u otro lugar. Este juego de perspectivas contribuye a construir un poderoso efecto de distanciamiento. Tal vez, el tiro de cámara más radical para generar tal efecto sea el plano cenital que se imagina en uno de los pasajes de la novela: ¿Cómo hemos de vernos desde lo alto? No hay ningún ave observando, ningún artificio humano. Hasta las imponentes cumbres de la cordillera se han enterrado avergonzadas; convenientemente, han preferido continuar su camino interminable de cumbre en cumbre bajo el mar. Hemos de conformarnos con aquella loma insignificante, esa que ostenta aquella pobre iglesia que nos convoca. Y sí, quizás con esa cumbre bastaría, con que allí arriba hubiese alguien, un ojo externo que nos viera como desde el cielo, que observara nuestro bamboleo y luego nos describiera aquello que ve de nosotros aquí abajo.

Otro rasgo de este texto, parte del mismo trabajo de distanciamiento, es cierto objetivismo. Pienso en la nouveau roman de Robbe Grillet o en algunos textos de George Perec como Tentativa de agotamiento de un lugar parisino, por ejemplo. La descripción sistemática y minuciosa de actores, acciones y locaciones, se impone aquí como operación fundamental. No es una voz la que sostiene el relato sino las cosas y los lugares que se muestran al lector como en un largo travelling. Una literatura fenomenológica, se dijo alguna vez de la nouveau roman. Creo que, en cierto sentido, el adjetivo le calza también a esta escritura.

Distanciamiento y objetivismo. Reelaboración de los testimonios de primera mano en una narrativa datada mucho tiempo después de acaecidos los hechos. Creo que en la tentativa por construir ese dispositivo, imaginario y escritural, radica una de las coordenadas más interesantes de este trabajo. Más aún cuando, con el correr de los años, han ido desapareciendo los supervivientes y apagándose sus voces. Resistir esa desaparición, la disolución de la memoria, ha sido siempre una de las tareas fundamentales de la literatura.

Como los dibujos de aquel que es y no es Miguel Lawner. Bosquejos a lápiz para reconstruir esa iglesia en medio de la nada y la vida cautiva de quienes participan obligados de la faena. Una faena difícil como es todo trabajo de reconstrucción de la memoria: El hombre se propone restaurar esa obra creada por alguien que ya no existe. Tampoco existen ya sus planos. El hombre no cuenta con las condiciones mínimas para trabajar de la manera más eficiente, pero es competente y tiene experiencia en esforzarse por recuperar lo que parecía perdido. Años de experiencia adquiridos en otro lugar y en un pasado remoto que se esfuerza por rescatar del olvido. Años de experiencia de otro lugar remoto para rescatarlo del olvido. Experiencia remota para un rescate. Rescate remoto. Olvido. Al igual que la restauración de esa iglesia, creada por alguien que ya no existe y de la cual no se conservan los planos, la restauración de la memoria es un trabajo arduo e improbable que se acomete para recuperar, al menos en parte, lo perdido.

Un último apunte. Creo que esta novela propone un ángulo poco frecuente para tratar de entender una experiencia que no hemos podido asimilar del todo. El fascismo, el crimen como política de estado. Pero también como instauración de una sensibilidad, de un sentido común, de una forma de vivir. El fascismo no solo como la sangrienta banalidad del mal sino también como la modulación totalitaria de todas las dimensiones de la vida. Cito un pasaje sobre los celadores: Llama la atención su obsesión por la forma, la importancia que dan a que la fila india se mantenga bien alineada y que el andar de nuestros pasos se mantenga fluido y constante. Los suboficiales van controlando regularmente la distancia que llevamos con nuestro compañero de enfrente, como si aquello fuese parte esencial del desempeño de nuestro trabajo. Acaso una sensibilidad especial, que podría entenderse en cierto modo como un gusto estético, un dejo de romanticismo, el deseo de maquillar su tosca realidad con un rubor de epopeya. Tal vez este país aún no puede superar del todo esa alineada fila india. Tal vez eso explique la supervivencia de tantas prácticas y actitudes violentas y autoritarias en nuestro presente.

El movimiento es el viento, pero no hay árboles en llamas, solo raíces calcinadas. Aquí ya se extinguieron todos los incendios. El fuego humano acabó con todo o casi todo y el resto de la tarea la hizo el viento, que es lo único que persiste y realmente se mueve a su antojo, trazando en el espacio una serie de rutas sin principio ni fin, que se bifurcan y vuelven a encontrar una y otra vez en cualquier lugar, en cualquier momento. Después del arrase del fuego humano, lo único que persiste es el viento. En esa isla y todas las islas, reales e imaginarias. Es la memoria lo que sigue soplando en esas corrientes. Tal como hace este libro, el trabajo de la literatura es recorrer sus rutas sin principio ni final. Persistir como el viento en su búsqueda y su recreación. En cualquier lugar, en cualquier momento.

 

Por Jaime Pinos

Fotografía de Robby Müller

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