15 de junio de 2022

 

En la contratapa de El poema acecha en los intervalos, leemos que este es el primer libro de ensayos de Nadia Prado. Y ensayar en este libro, pienso, quiere decir empujar la lengua a un régimen subliterario, hecho de voces un poco asmáticas, de casi palabras, de frases que no concluyen, de pequeñas partículas flotantes, muñones de lengua, de imágenes que se escurren como si las páginas del libro estuvieran agujereadas.

Prefiero al que tartamudea, me dijo una vez Nadia después de escuchar la voz temblorosa de alguien que intervenía en público, que el que habla como fan de la fórmula, como mago de las recetas, como experto en manual de instrucciones. Por eso Nadia no escribe para protegerse del estupor sino que hace de la escritura el lugar de un titubeo, de una comprensión oblicua, de un sentido austero. Experimento sin verdad, porque lo que se arriesga no es la veracidad de los enunciados sino el propio modo de existir.

El libro que Nadia escribe se parece entonces a eso que queda una vez que ha estallado la máquina del sentido unívoco: resortes, bisagras, piezas sueltas, no para que nosotros, sus lectores, reconstruyamos su funcionamiento sino para que aprendamos a movernos entre sus escombros.

¿De qué lado está el pensamiento? ¿De qué lado se escribe?, se pregunta insistentemente Nadia en su libro, cito algunos fragmentos:

“Nada nos pertenece cuando escribimos, solo la incertidumbre”

“Mantenerse en el vaivén de las mareas, de la resaca. Pensar es, como el poema, esa incomodidad”

“El poema es el primer lenguaje que nos hace balbucear”

“Escribir no es un puente unido por dos orillas sino estar sin orillas, a la intemperie”

No se escribe, no se piensa, para “decir lo que sabemos que es bueno decir”, para coincidir apaciblemente con el horizonte crítico de una época o para madurar allí nuestras certezas. Eso Nadia parece dejárselo a quienes prefieren replegarse en fórmulas tranquilizadoras, a los que quieren hacer del mundo algo a la medida de sus propias expectativas, de su propia imagen. El poema no tiene ministerios, no legisla, no hace pedagogía, no milita, no promete sino que abre un hueco en el cuerpo del pensamiento, en nuestro propio cuerpo, para que quepa allí la angustia, la inquietud, la incomodidad, la incertidumbre, el balbuceo, el pasmo o la duda, es decir, el deseo.

Si el poema es la lengua predilecta del deseo –y tal vez de la impotencia y de la ignorancia entendidas como déficit de poder–, si el poema habla la misma lengua del deseo, es porque ha encontrado, pese a todo, la posibilidad de hablar del mundo, de hablarlo, de decir el mundo. El poema en este libro no es apático, no se contenta con la nada, no es un cuerpo inmóvil que se cansa, se hunde y se retira al silencio. “Solo queda hablar, seguir hablando, seguir en camino, romper cabos, cercos, hielos, certezas y evidencias”, dice en El sabor de las lágrimas, el segundo ensayo de este libro.

No es un cuerpo inmóvil, decía, sino algo más parecido a un funambulista (como el que aparece en la portada del libro) o quizás sea la poesía la cuerda misma por la que camina el acróbata, la cuerda sobre la que la palabra y el pensamiento hacen equilibrio en el vacío, sobre la que no dejan nunca de tambalear: ni salto a la nada ni afasia. El funámbulo corre precisamente riesgo de caer cuando se inmoviliza. Jean Genet le dijo esto al amigo funámbulo: “El suelo te hará tropezar. No me sorprendería, cuando camines sobre el suelo, que te caigas y te esguinces. La cuerda te sostendrá mejor, más seguramente, que una ruta”. Y Anne Dufourmantelle, a quien Nadia cita en este libro, dice esto cuando piensa la filosofía como una acróbata que ejercita sobre una cuerda: “Estar suspendido en un balancín conceptual sin realmente tocar tierra y elegir el no juzgar (…) no fiarse de ningún concepto prefabricado, predigerido. Estar lo más lejos que se pueda del pensamiento cuajado en posturas, en respuestas, en certezas, y no obstante pensar”.

Quedarse en suspenso, suspender el juicio, hacer que el cuerpo entero devenga movimiento para no caer, para no pasmarse. Este libro es también una suerte de ejercicio de resistencia, un libro él mismo acrobático, exigido, exhausto. Un libro que hace equilibrio, que nada en un río sin orillas, que piensa en apnea, que pasa la noche en vela, todas figuras que Nadia utiliza para hablarnos del riesgo que implica pensar, escribir, vivir.

El funambulista (el poema, la escritura, el pensamiento) arriesga la vida, y arriesgar la vida quiere decir acá no morir, no renunciar. “No se trata de seguir en pie ante la muerte sino de seguir en pie ante la vida”. Y para seguir en pie ante la vida no basta con construir refugios y rituales que escamoteen la muerte, el abismo, sino encontrar “en el verano lleno de cadáveres” aquello a lo que podríamos todavía elegir ser fieles: una caricia en el cabello, el olor a ulpo de la infancia, un movimiento de labios, unos dedos desmigajando el pan, un rostro, una lágrima, como si el poema fuera un hilo delgado que va uniendo en un mismo paño el comienzo, el recuerdo, el final.

“Lo que el poema resguarda, lee y vela, es la posibilidad de recolectar palabras para resistir las ausencias venideras (…) para soportar el saber de que todo siempre vive dirigido a su desaparición”. De este realismo extremo y riguroso que no deja de advertir sobre la incesante obra de la muerte en la que se halla sumida la vida, se vivifican los pulsos del poema, haciéndolo entrar en intimidad con la rareza que significa estar vivos.

Si Nadia no deja de recordar que el poema, la escritura, el pensamiento “se elevan sobre el fondo de un dolor, de una pérdida inextinguible”, lo hace no tanto para meter el dedo en la llaga de la desesperación sino para decir esto otro: que el deseo es indestructible. Por eso Nadia, que a veces piensa que la única grandeza del hombre es su tragedia, no renuncia a pensar que el poema inocula una potencia vital, y que incluso, aunque a veces ella misma lo niegue, le devuelve una orilla al río, un pequeño borde donde hacer pie: El poema resguarda, pulsa las teclas del vacío, parpadea, nos orienta para sobrevivir y tocarnos, se abre a la risa, adhiere al riesgo, fisgonea hacia la libertad, resiste, guarda la vida, se va por las ramas, atrapa las iniciales del miedo y de la nada, acecha en los intervalos, le habla a alguien, escucha, ama, recuerda.

Por eso Nadia también ríe, con una de las risas más hermosas que haya visto, porque su risa, que aparece incluso en momentos de fatalidad, sale a nuestro encuentro, alterando nuestro ritmo, la forma escueta en la que a veces nos sorprende viviendo, y nos ofrece un germen de mundo, una contramarcha. Sus humoradas son como ese cine que no encuadra sobre una superficie ya determinada, sino que inventa una nueva a medida que el plano avanza. Su sonrisa sabe que el reino de la expresión es más amplio y evasivo que la gama pálida de significados y va con ella a husmear esos matices que faltan. Una manera de restituirle a la escritura su vitalidad disolvente, de  alojar en el trabajo de pensar las interrupciones y los recomienzos sin disimular la omnipresencia del sinsentido.

Por Paz López

Sobre:

El poema acecha en los intervalos
Nadia Prado
2021
Bisturí 10
108 pp.
Más información en https://bisturi10.com/catalogo/ensayo/

Fotografía de Grete Stern