Termino de leer Paisajes de Laverna por segunda vez y se me aparece con insistencia un verso de Suzanne, la famosa canción de Leonard Cohen. En el poema o canción la mujer, Suzanne, le pide a otro que mire entre la basura y las flores, entre algas y desperdicio. Mi memoria había resumido esos pasajes como “Suzanne encuentra el sol en la basura”, lo que distorsiona tal vez los versos originales, pero sintetiza bien lo que para mí llegó a convertirse en una verdad de lenta asimilación.
Paisajes de Laverna es la segunda novela de Carlos Leiton. Tanto en ella como en Casta diva (2021), la primera, nos enfrentamos a textos en que las palabras nos pegan a la cara, es decir, uno lee y antes de reparar en la trama lo que vemos son palabras, palabras como cosas o materiales, palabras masticadas, con residuos de saliva. Esto último no es una imagen gratuita, y es que en Paisajes de Laverna prima la construcción poética por sobre el relato, pesa significativamente más el modo de decir que lo dicho y podría agregar que, como en toda gran literatura, ese modo de decir es exactamente lo dicho, el fondo del asunto. La sensación de residuos en el ensamblaje de palabras me parece que surge de la apuesta de Leiton por una escritura que no fluye de manera habitual, no es una escritura en donde podamos ser llevados de la mano por sucesos sin costuras, por una o varias voces imperceptibles, sino todo lo contrario, la escritura aquí no narra; revela. Sí, como fotografías. Cito el inicio de la novela:
Introduce la hoja entre ladrillos, escarba, aprovecha la humedad para tallar. Busca que el cuchillo se deslice sobre los nombres ya esbozados. Prueba a tantear como ciego sobre una geografía irregular.
Intenta avanzar en lo oscuro. Es necesario explorar las costras de metal sobre el
ladrillo. Se aleja, se devuelve, no sabe.
Es un avanzar a tientas, una constante irrupción del lenguaje, que se expande y retrae, oscurece y bifurca, tal cual los personajes de la novela, quienes escarban entre ladrillos cegados por la realidad y prefieren avanzar sin saber, descubriendo en cada paso un propósito nuevo, perdiendo o ganando batallas, siempre demasiado pequeñas, excéntricas a la vez que radicalmente creativas.
Cito:
(…) En la pieza reposan algunas mugres apoyadas en una tabla que no le interesan a nadie, timbres estropeados y en desuso, pinches, colets, autos de juguete, trozos de vidrio de distintos colores, piedras calcáreas que se endurecieron y semejan rocas, fósiles sin comprobar, propuestos por mí (…)
Los personajes son Víctor, un hombre joven que vende fotos a la salida del metro; y Ada, una chica con discapacidad que pasa la mayor parte del tiempo encerrada en la habitación que le ofrecen sus tías y abuela. Ambos tienen alrededor de 20 años y se encuentran en un momento vital en donde el hogar, el espacio privado, de antemano precario, comienza a tornarse aún más inestable, ya sea por una disposición interna (en el caso de Ada), como por condiciones ajenas a su voluntad (en el caso de Víctor, quien debe entregar el lugar que le había proporcionado su familia a nuevos arrendatarios). En este sentido, los protagonistas se ven forzados a realizar un recorrido desde lo privado y lo interno hacia el espacio público, el exterior, el barrio y la calle. Es en la calle, por cierto, donde se reúnen sin conocerse siquiera. Ada se ha deshecho de sus diarios y Víctor, quien ha llegado a Buín simulando un viaje, se encuentra con ellos en la basura y los recoge. Como si fuera una botella lanzada al mar con un mensaje, Víctor lee esos diarios y deja en su lugar sus propias anotaciones y creaciones visuales. En un intercambio anónimo, Ada y Víctor construyen una historia que es la suya, pero también aportan materiales a la construcción que cada uno hace de la ciudad y de la realidad externa, lo que se va convirtiendo en el libro que nosotros finalmente leemos.
Es así que Víctor y Ada son los personajes de esta novela, pero también los creadores de la misma. Constructores, recolectores y ladrones de mugres, atentos a lo mínimo, trazando recorridos y diálogos particulares, que no responden a lo que socialmente se espera de ellos, personajes al borde de la indigencia que poseen sentido estético, erotismo, sensibilidad y pensamiento propio. Y si están a la deriva no es precisamente por falta de capacidades, sino porque en su búsqueda y experimentación de la realidad prefieren el merodeo al camino trazado, la divagación a las afirmaciones severas. Las voces de esta novela corresponden a sujetos que materialmente no tienen nada que tenga valor (socialmente al menos), no tienen dinero y parecen no buscarlo, más allá del necesario para comer y cobijarse.
Me parece que esta forma de abordar a sus personajes, sea consciente o no, es hermosamente política, pues no es literal ni programática: el solo hecho de darles una dimensión creadora, de dotarlos de erotismo, permite que podamos imaginar otro tipo de existencias, salir de los estereotipos y complejizar la realidad.
Encontrar el sol en la basura, o, dicho de otro modo, agudizar la mirada, ver de nuevo, ver mejor. Sin el mandato de las modas, ni siquiera las artísticas e intelectuales, obedecer tan solo al impulso interno, ese que se gesta en la escucha, en la lectura atenta. Carlos Leiton es uno de los mejores lectores que conozco y muchas de sus recomendaciones han llegado a convertirse en libros de cabecera para mí, también es profesor de yoga, y en este sentido sus lecturas contienen textos fundantes de corrientes orientales. Paisajes de Laverna confirma su capacidad de aunar diversas fuentes y crear un paisaje propio, genuino, y que sin embargo nos resulta conocido. Esta novela también confirma que son los textos los que construyen los géneros, y no los géneros los que moldean obras. La libertad que se despliega aquí, tanto visual como literaria se condice con la complejidad con que Leiton aborda el mundo en sus libros, cuestión que alegra y conmueve.
Por Nina Avellaneda
Fotografía de Luigi Ghirri
Sobre:
Paisajes de Laverna
Carlos Leiton
Traza editora
2024