21 de septiembre, 1951
Leo Hijo de ladrón. Llevo 50 páginas que me parecen de las más densas de humanidad, sensibilidad y riqueza de experiencia popular que haya leído en la literatura chilena. Manuel Rojas se limita a contar y es sin duda uno de los mejores narradores que existen en lengua castellana. Cuenta como los grandes autores de la novela picaresca. No dogmatiza, ni siquiera juzga; pero realiza la hazaña de convencer mostrando. Habría que decir que es un novelista fenomenológico. De su descripción del mundo de los ladrones y de la policía, surgen naturalmente una especie de demostración de la naturaleza humana. Ladrones y policías se parecen más de lo que se diferencian y no son tampoco tan distintos a los demás hombres como a primera vista pareciera. “Los rateros eran semejantes a los policías, a los jefes, a los abogados, a los gendarmes, a los trabajadores, a todos los que él conocía y a los que habría podido conocer” (p. 48). El ojo que hace esta comprobación no es, sin embargo, escéptico. Los individuos le inspiran ternura y, si mira con reticencia a las instituciones y al Estado, es justamente a causa de esta misma ternura. Las reacciones humanas del ladrón profesional son tan variadas, y tan imprevistas, como las de cualquier hombre, y sus tipos, los mismos que se hallan en otras corporaciones. Los hay simpáticos, irresistibles, generosos, artistas, vanidosos, ordinarios, finos, pesados. ¿Por qué no puede ser un ladrón un gran señor? Su profesión es más peligrosa que las otras, pero es al mismo tiempo más libre, menos aprisionada por la fatalidad mecánica que pesa sobre los hombres establecidos en los casilleros sociales “decentes”.
¡Qué raro! Este mundo de Manuel Rojas no es sórdido, aunque tiene todos los elementos de la sordidez, y más a causa de la generosidad del alma del autor, que da origen a una visión rica, enternecida, de esos bajos fondos. Allí descubre, ¡con qué naturalidad exenta de beato sentimentalismo!, el lado bueno de esa pobre gente: la humanidad en la miseria, hasta en el hampa. Es triste, no obstante, ese paisaje –¡ay!– demasiado real de nuestro pueblo flagelado por todos los males de la tierra.
26 de septiembre, 1951
Curioso. En Hijo de ladrón parece no haber crisis. La miseria de la gente ha estado con ella siempre. Lo más semejante a su atmósfera me parece el cine italiano de postguerra.
28 de septiembre, 1951
La atención que dispensa a la naturaleza Manuel Rojas en Hijo de ladrón es insignificante. Cuando llega a mirarla, sus ojos revelan cierta desconfianza, si no hostilidad. La cordillera, por ejemplo, es sobre todo el viento que echa al suelo las carpas de los trabajadores o la nieve que hace más intenso el sentimiento de la soledad entre las montañas y obliga a interrumpir la faena. No se nombra aquí ni a árboles, plantas ni pájaros por sus nombres particulares. Se trata de una novela urbana y al autor parece no interesarle sino las personas. Los intereses que animan a los personajes son escasos, pero no son por eso pobres. Aparte de los grandes intereses vegetativos que dominan la existencia de estas gentes que disfrutan solo de un pan precario, hay en muchos de ellos un sano, rico, tierno interés por lo humano, una innata cultura moral sin la cual serían bestiales y por cuya virtud son a veces personalidades más cabales que otras mejor favorecidas por la suerte.
No encuentro nada más semejante a la atmósfera que este libro crea que la del cine italiano de postguerra. Hay aquí análoga efervescencia de vida espontánea, de naturalidad en las relaciones humanas, de humanidad que baña la rudeza, la aparente vulgaridad, la miseria de los protagonistas.
El interés de la acción –no solo externa– de la novela casi impide en una primera lectura darse cuenta de los rasgos de su composición. ¿Cómo está escrita? Como por recurrencia de un tema central, diríase que musicalmente.
Por Luis Oyarzún
A partir de la edición de Diarios de LAR.
Edición y selección de Miguel Ángel Gutiérrez