En general, se trata de una cuestión de gustos y elección: a veces lo que la cabeza hizo con las cosas es preferible que las cosas. Digo que son las cosas, siempre que no condescendamos a la revisión. Bueno, el conocimiento de “las cosas” es un asunto peliagudo, lo sé. Permítanme saltear este asunto, así no me demoro tanto. Lo que quiero decir es que hay personas que habitan mejor los recuerdos que una mesa de café. Eso de que no hay que volver a los lugares donde unx fue feliz (o infeliz), aplica también a los libros, los juguetes, la ropa y los patios. Digo que lo que vive todavía, no precisa actualización, salvo que unx decida o esté dispuestx a asumir el riesgo de matarlo. Quizás, en el fondo, elegir sea una cuestión de equilibrio, de no perder pie.  

Ya no sé si está en , pero de “El suicidio” me quedó grabado esto: que existe algo llamado “olas suicidógenas”. No importa buscar la referencia y encontrarla, no quiero hablar de Durkheim, me quedo con la fuerza significante de esa expresión que gotea. Las corrientes marinas, la ola como manifestación de una potencia subterránea, y lo que trae aparejado (el movimiento hipnótico, el balanceo de las aguas, la espuma, la resaca, la orilla), aplicada a la muerte y más allá, a una pulsión. La idea de algo que corre por lo bajo y produce movimientos, formas específicas de aparecer de las cosas, una fuerza natural o, mejor la convergencia de fuerzas que arrastra en una dirección, hasta producir el fenómeno evidente de la ola. Frente a la preeminencia de lo obvio, lo que aparece como cosa separada de los misterios que hacen hondo y deseable el mundo, me gusta. Estoy pensando en el pasado, en lo que hacemos con la Historia, en los relatos cerrados, homogéneos, decorosos, que abrochan lo que alguna vez fue carne y espina o, mejor, esquina. En lo que trasciende nuestra parca individualidad, en lo que lleva la sangre, en el gen, en las historias familiares, y también, en el agua que corre por el cordón de la vereda e identifica el barrio, el viento que atraviesa las ciudades, las especies vegetales que crecen en una región, en eso que se condensa como epocal y nos aúna bajo una piñata repleta de símbolos. En esa palabra gastada y todavía linda: “energía”. Un poco de mística, de fantasmagoría, y otro poco de física, de ciencia, o todo junto, la mezcolanza, el espíritu material o la materia espiritual. Estoy pensando en lo que amordazamos bajo cuentos que sosiegan. En lo abierto que mana, en el caos o una visión de lo caótico, en ese lugar de origen del que quisiera no salir, porque mientras permanece abierto, habla y habla y habla hasta por los codos y nos invita a bailar. En lo que bulle, en el pensamiento que es creación, una operación interminable, sensible, que nos mueve y nos lleva siempre más allá. Eso que una vez escribió Lispector, algo así como estar asombradx ante un mundo siempre nuevo. 

¿Es el recuerdo un tesoro al que hay que proteger celosamente? Lo que no está todavía vive, y a los fantasmas se los puede matar. Hay momentos, nombres, ideas, que funcionan como ganchos, como correas. Retornamos obsesivamente a esos puntos de atracción inevitable. La seducción. ¿Qué cosas nos llaman por la espalda y nos obligan una y otra vez a girar? ¿Qué reconocemos en quienes no sabemos por qué, nos atraen? Cosas que no entendemos, no podemos o no queremos nombrar. Eso que nos mueve, nos conmueve. Somos la casa de lo que elegimos guardar, y mientras todo eso instaura un adentro, largamos humo por la cabeza y mantenemos los ojos encendidos. 

 

II 

¿Hay un inconsciente de la lengua? Si la lengua pudiera medirse como una entidad autónoma, una corriente que atraviesa el tiempo, el espacio, los cuerpos, ¿cómo sería una lengua de lo real, una estrato sub de la lengua? Estoy pensando en la literatura y en una serie de fenómenos simplificados bajo la etiqueta de “lo marginal”, una dimensión no integrada a las grandes corrientes de la Historia Literaria. Cuando volvemos a las décadas del ‘60 y ‘70 en la Argentina, cuando analizamos la politización del campo cultural, las relaciones entre militancia y literatura, los libros acuden velozmente a signar la Historia con una ristra de nombres, de polémicas, de dinámicas, de cristalizaciones estéticas. Podemos hablar de literatura testimonial, de realismo, de escritorxs desaparecidxs, de militancia en términos de partido y/o de organizaciones armadas, de tensión entre política y autonomía literaria, de una literatura que aparentemente nombra las cosas por su nombre. ¿Pero y si el nombre de las cosas no fuera verdaderamente el nombre de las cosas, o nos cerrara el ingreso a las cosas, las clausurara para siempre? Podemos hablar de esa otra literatura, la que eligió la metáfora, la estrategia alegórica, para referir la violencia institucional, sin mencionarla de forma directa. Al final, dormimos tranquilxs bajo el ala de un relato cerrado, relativamente homogéneo de una época, de una lengua sin conflicto. Este relato licúa y transforma en banderas inocuas palabras como “libertad” o “revolución”. Para hacer entrar lo otro, trazamos oposiciones, veredas de enfrente. Y si vemos que hay algo que no entra en esa calle, que se sale del sistema que armamos, entonces, decimos que es “marginal”, que son fenómenos menores, de poca o nula relevancia para la época, a pesar de su potencia disruptiva, de la impresión profunda que aún hoy nos genera. “¿Y esto donde entra?”, “¿y esto qué tiene que ver?”, nos preguntamos. Para tranquilidad del sueño histórico, nos zambullimos en dicotomías gastadas, en simplificaciones pavas, inaugurando nuevas piruetas: la vanguardia y la experimentación frente a una representación realista. La política, el compromiso ideológico con las masas, de un lado; la desidia, el individualismo, el pedo “burgués” (qué palabra antigua!), la irresponsabilidad del otro. Esto aplica a la literatura y a las artes en general. El de la “coherencia”, como el de la “comprensión”, es un mal tan viejo como inhabilitante para emparentarse con los procesos históricos, pasados y presentes.

 

III 

Una lengua de lo real sería una lengua entrelazada a la carne, una lengua sucia, mixturada, una lengua que emerge y se sumerge como pez viscoso en las excreciones del cuerpo. Es una hipótesis, un acercamiento curioso. No es mi intención provocar a lxs psicoanalistas. Una lengua real nos causaría una conmoción, no nos dejaría en paz, nos perseguiría en sueños, nos provocaría náuseas o risas, no nos dejaría indemnes. No sería necesariamente una lengua de grandes palabras, sino de palabras no dichas, de escenas censuradas, tendría algo de primitiva, de anterior a un orden.  

Cuando vi “La cinta blanca” (2009), de Michael Haneke, se decía que la película interpretaba el caldo de cultivo del nazismo en Alemania, eso previo que hizo posible la aparición de una figura como Hitler y la complicidad de una población con lo que acabó en genocidio. Los discursos fascistas no son una lengua de lo real, porque no nombran la carne sino que la esconden. La lengua de lo real sería la expresión del caldo, eso que se cocina en la olla, bajo la tapa, pero que no se reconoce colectivamente sino hasta mucho después. Sería una lengua primaria, cruda, sin filtro, una especie de leprosario verbal, de descomposición pionera, de extravío. Es erótica, y su erótica quiebra el hueso de la ley. Va y vuelve de lo cómico al horror, sin orden de continuidad. Monta salvajemente el culo de la ley y le hace sacar espuma por la boca. Esa espuma es su manifestación, la ola. No es una doma, sino una orgía rampante, un desquiciamiento del cuerpo, una descompostura, una fuerza animal que emerge de las entrañas de la lengua culta para mostrar sus vísceras.  

 

IV 

Hay recuerdos que están muertos, son una estampita, algo a lo que volvemos para rezar, por un no, por un sí, por un más, por un menos. Devolver al tiempo que corre el tiempo que la quedó, exige de anacronismos, de caprichos infundados, es un ejercicio lúdico en el que nos permitimos preguntas como: ¿qué hubiera hecho X hoy si…? Eso imposible y divertido, con sentido de la novedad. Hacerle decir otras cosas a las cosas que fueron, o que creímos que fueron, porque el suelo que pisamos se nos aquietó y el presente nos tiene secos, a medio momificar.  

Nunca fui buena lectora de revistas. Una vez le oí decir a un docente universitario que prefería las hemerotecas a las bibliotecas. Me horroricé. Los libros: una locura divina. Hoy creo entender algo más: que en su genealogía, el libro hizo migas con la cosa acabada, que estuvo más cerca de la idea de obra que de la de acontecimiento, más cerca de lo universal que de lo particular, que en las últimas décadas, de manera contundente, la literatura habilitó caminos menos prolijos, más cerca de la espontaneidad y sus formas, charlando con lo anodino, lo pequeño y desechable. Quizás se volvió más humilde, menos pretenciosa en sus objetivos. Ya casi no hay grandes relatos, sino pequeñas semillas diseminadas en infinidad de páginas, que pese a la crisis del papel y la mar en coche, no dejan de multiplicarse por todos los medios y de todas las formas posibles. Quizás, en la medida en que la literatura se destinó a tan nimios pasajes, y lanzó al cajón el deseo de atemporalidad y universalidad, las revistas fueron cediendo el paso. Pero no siempre fue así. Es otra hipótesis, pero habría que medir la cantidad de revistas que circulaban y se leían en otra época, y lo que pasa hoy con medios semejantes, sumado a su función. No me refiero al pasaje de la gráfica a los medios digitales. Digo que en otro tiempo las revistas fueron los órganos de discusión privilegiados, las escrituras del presente, la plataforma viva de las ideas, del cruce, la traducción verbal de los bares, los reductos de reunión, las calles, las esquinas. Y cuando pongo el ojo en esas publicaciones (Contorno, Pasado y Presente, El Lagrimal Trifulca, Envido, Nuevo Hombre, Los Libros, Literal, por mencionar algunas), todas las ideas que nos hizo la Historia de la Literatura sobre las décadas del ‘60 y el ‘70, se nos hace corta de miras, parcial, limitada. Cuando usamos la metáfora de la calle para hablar de las veredas opuestas, hablamos de una calle que es una maqueta de cartón, una fotografía que es también una estampita, una postal avejentada. En la calle viva, las personas cruzan, van de una vereda a la otra, se paran, se saludan, se tropiezan y caen, se gritan, se manchan con el agua de los cordones, son embestidas por colectivos, se hacen amigas, se enemistan, pasean, miran, se mueven, se alucinan con las luces de las vidrieras, ríen, silban, van y vienen. Las revistas son, imagino, la representación de ese movimiento, de ese ajetreo intelectual en el que al final podemos decir que la máquina de disección y el paraguas no son cosas tan distantes, o, para ir al imaginario local, la biblia y el calefón se rozan sin escándalo de nadie. 

 

V  

Volviendo a la literatura y a las “olas suicidógenas”, quiero mencionar algunos de esos fenómenos marginales, subterráneos, que quizás fueran parte de la muestra, del enclave de toda una época, de su lengua real. Me refiero a “El frasquito” (1973), de Luis Gusmán, a “El fiord” (1969) y “Sebregondi retrocede” (1973), de Osvaldo Lamborghini, a algunos textos de Perlongher (para el periodo que toco, “Evita vive y otros textos”, del ‘75, “Austria-Hungría” del ‘80) y “Ganarse la muerte” (1976), de Griselda Gambaro. La lista no se agota ahí. No es un grupo homogéneo, pero se trata en su mayoría, de textos revulsivos, de un trabajo con la lengua que va más allá de la representación, de la anécdota (escenas de violencia en el interior del hogar, en calles e instituciones, en barrios bajos, personajes del hampa, alusiones a otros históricos). Su efecto está menos en lo que narran, cuando hay una escena identificable, que en el modo en que esa lengua irrumpe, se quiebra, se expone con brutalidad. Es una lengua descarnada, de los fluidos, que puede descomponer a quien lee porque antes descompone el sentido, va mellando, trabajando una grieta por la que va a salir la mierda bullente de una época. Es difícil de describir lo que hace, porque afecta el cuerpo, hay que leerla, probarla. Podría decirse que es sintomatológica, pero quiero decir más que eso, porque imagino un goce contradictorio en nombrar lo que no puede ser nombrado, una tensión en encontrarle una lengua a lo que no la tiene, de nombrar lo real, eso que circula como corriente subterránea y estalla en la historia, en los cuerpos, en los crímenes de Estado. Se trata, no casualmente, de textos prohibidos que integran listas negras, que son decomisados y destruidos públicamente. A posteriori, no lo suficientemente revisados, tomados como excepción. Son textos que nombran las cosas por su nombre, textos no fascistas, que se hunden en la confusión de una época, en el sentido vital y potente del término, y la explotan, la hacen salir hacia afuera, como una bocanada de fuego. Y para incendiarlo todo, empiezan por casa: la familia, la institución escolar, todo ese circo ambulante que aparece en “Pequeñas anécdotas sobre las instituciones” (1974), de Sui Generis.  

Para volver atrás, lo que hoy se denomina “contracultura” de esas décadas, quizás alumbre más sobre la potencia de las ideas circulantes, que toda la literatura canonizada desde el relato posdictatorial, escritorxs genialxs, pero que han sido objeto de la taxidermia crítica que en la revalorización de una lucha y una generación, acabó reduciendo el proceso histórico al martirologio, separándonos para siempre. 

 

VI  

Volviendo al párrafo inicial de este texto, conviene decir que a veces también, las cosas pueden ser mejor que lo que la mente hizo con las cosas, que hay personas que habitan mejor una mesa de café que el recuerdo, y que a veces asumir el riesgo de matarlas, redunda en matar en nosotrxs el lastre, lo que ya no nos sirve, nos pierde del trato vivo con lo que fue y de las cosas que acá y ahora nos llaman. Digo que quizás revisamos para vivir, y que un mundo despelotado es más cierto que el que nos enseña con distancia un cartel publicitario, una foto de perfil o un hashtag. Digo que en asumir esa complejidad, radica también el placer por lo simple. 

 

Por Tamara Rutinelli