Primero que todo, fue el mar.

El mar imposible, indómito y sin fin. Ella vino del mar, como viene lo más terrible y peligroso, lo más importante. Yo no lo sabía entonces. Ni siquiera un atisbo. Solo las velas de mi embarcación flameando y encima la sensación sólida, áspera del viento golpeando mi rostro.

Ahora me preguntan— Si hubieses sabido… ¿Habrías dado media vuelta? Cambiar de rumbo, buscar otras rutas con otro tipo de peligros, unos que no duelan tanto, que no sean tan hermosos. Pero no ese, no ella.

Me preguntan ahora, cuando ha pasado tanto tiempo ya. Respondo que no lo sé, con el sabor salado del mar aún en los labios, a pesar de los años. No lo sé ¿Cómo saberlo?

Es mentira. De saber, habría dirigido el barco directamente hacia ella. Habría reclamado todos los océanos para nosotras. Habríamos tenido más tiempo.

 

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Yo era una mujer en altamar, la única que llegaba a ese muelle. Ella era un monstruo, de esos de los cuales los marinos contaban escalofriantes historias en las tabernas antes de partir. Los bares que reemplazaban al hogar. Las historias que nunca contábamos nosotras.

Tenía más en común con ella, con sus escamas y las cabezas caninas emergiendo de su cintura, que con ellos.

Por eso escribo nuestra historia. Para que nadie más la cuente. Para que esta vez no se borre.

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Escila, torso de mujer y cola de pez. En su cintura, seis fauces enseñando los dientes como advertencia. A los perros parecía gustarles ver reventar las olas contra las rocas en las que Escila se apoyaba. Las escamas resplandecientes bajo el sol. Su rostro angular y el cabello oscuro cayendo como tirabuzones por sus hombros.

Había un filo peligroso en su mirada. Una nota triste también. El cabello revuelto, el aullido de los perros, el gusto a sal de mar entre sus pechos.

Los perros callaban al oírla cantar, sus hocicos apoyados en la larga cola de pez que volvía perlas las gotas de mar. Así esperaba al siguiente incauto, cantando baladas que hablaban de una vida distinta, alguna vez hace tiempo.

Entre Escila y Caribdis, los marinos elegían al remolino, la voluntad de la naturaleza por sobre la crueldad de sus garras.

Todos menos yo.

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Me estoy adelantando, por supuesto.

Luego conocería el exacto número de escamas. Las que iban dando camino a la piel de su abdomen —justo encima de los perros— y las que se endurecían en sus codos y hombros.

La primera vez que la vi, reparé en cómo se volvían tornasoles bajo la luz del día, su brillo hipnótico junto al sonido de las olas. El eco lejano de la tormenta que era Caribdis.

No fue suficiente el ladrido de los perros para que yo diera la media vuelta. Desde la proa grité con los pulmones llenos de un aire que se me hacía pesado, grité pidiendo permiso para pasar y ella echó a reír.

Era la risa de los parias y de los condenados. La risa de todas las mujeres del mundo. Se me hizo contagiosa así que largué a reír con ella. De pronto estábamos frente a frente, tan solo separadas por la estructura de mi barco y el roquerío que le servía de trono.

Podría haber sido una actriz en otra vida. Una cantante apoyada contra el piano en un bar de mala muerte, de esos a los solo va la gente triste. El cigarro rojo por el labial de su boca. La mirada en un lugar distante que no era yo.

“Podría comerte entera.” Me dijo. “Despedazarte y darles los trozos a mis perros.”

Yo la llamé mentirosa. Escila me dejó nombrar a sus perros, rascarles tras la oreja. Aullaron contentos como si nunca hubiesen sabido de afecto.

Nunca volví a usar otra ruta.

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Antes de ser criatura, muerte y caos, Escila había sido una ninfa.  Me lo dijo una mañana, estirándose desnuda bajo el sol de verano.

“Fui castigada.” La punta de sus dedos en mi cabello enmarañado. Como una canción de cuna, la ira de su voz me era familiar. “Hicieron un monstruo de mí y tuvieron la osadía de sorprenderse.”

“Me gustan los perros.” Respondí torpemente. “También las escamas.”

Escila se puso a reír, pero sin la crueldad que hacía a los barcos naufragar. No me importaba que lo hicieran. Era su derecho, el enojo legítimo de su corazón maltrecho por la injusticia.

“Fue la envidia la que envenenó mis aguas. Pero la envidia de ella brotó antes, de otros lugares. Era la envidia de los hombres. Era el odio de este mundo…”

“Me dijiste que Circe te había transformado ¿Buscaste vengarte de ella?”

“A ella no la culpo. Ella me entristece.”

“… Si, es un poco triste. Hacer eso por celos de un pobre bastardo.”

“Mi pecado fue no querer a un hombre.” Una pausa.  “Mi pecado ahora es amarte a ti.”

Que fácil habría sido elegir.

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Un día, los Dioses dijeron que era peligrosa.

No porque fuera tormenta y tempestad. No por la colección de barcos destruidos, huesos amontonados que yacían bajo la gruta en la que vivía. No por su voz, ni por su risa. Ni siquiera por su ira.

Los pobres navegantes, se justificaron. Miles de voces como una sola. Y ella allí, acechando por el estrecho de Mesina.

Pero los dioses no sabían de preocupación ni misericordia. Aquello que les espantaba era que amara. Era el amor la fuerza más peligrosa de todas.

 

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Escila me lo advirtió. Me dijo que vendrían, que esto no duraría. Hay cosas que una prefiere no escuchar, mentiras que esperas que te digan, aunque sea por cordialidad.

Ella no sabía de amabilidad, tan solo una sinceridad abrumadora como el simultáneo ladrido de seis perros hambrientos. Yo pensé que de poder con los perros, podría con todo lo demás.

Los colmillos eran lo de menos.

“Estaba aterrada” Me confesó. “El día en que me transformé en lo que ves aquí. Pensé que arrojarme al mar era mejor que esta existencia. Me alegra haber estado equivocada. Me alegra haber vivido para conocerte.”

Sonaba a despedida, pero yo era torpe y joven, sin palabras aún.

“Además, a mí también me gustan los perros.”

 

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Los navegantes que vinieron después juraban oír el rugido de las olas contra la roca. El aullido de alguien fuera de este mundo.

Yo siempre oí una canción.

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Llegaron los Dioses y la hicieron roca. Una estatua inmóvil en el mar, cubierta de sal y conchitas de colores.

La hicieron roca porque la roca es muda. Pero me quedé yo—de carne viva, sangrante y fresca abierta de par en par. Me quedé yo para contar su historia. No sé bien para que más.

Escila nunca odió a Circe. Escila maldijo a este mundo, pero me amó a mí. El amor triunfa por sobre la roca, especialmente si esta sigue cantando.

Esa no es muerte, le grité a los Dioses. Levanté mi rostro al cielo y los maldije con los puños apretados y el sabor de la sal de mis lágrimas mezclado con la sangre.

Ella me besaba con sabor a mar y en el mar se quedó.

Yo nunca cambié mi ruta y cuando veo brillar las rocas por el rabillo de mi ojo, recuerdo cómo se sentían ásperas sus escamas bajo mis manos, el sol sobre nuestras espaldas desnudas, los perros dormidos, el sonido del mar de fondo.

La memoria es nuestra victoria.

 

Por Valentina Lizama