I

 

“Al que madruga, Zeus lo ayuda”, parece que dijo Hesíodo. Bajando a Zeus de un hondazo, Marx puso el asunto de la dignidad sobre la mesa. Al son de un valsecito, Sarmiento apuntó contra los gauchos por holgazanes. La biblia junto al calefón. A nadie asombraría leer sobre la fachada de la Ford, “el trabajo dignifica al hombre”. A la lucha de clases, se la llevó puesta el Diablo.

Al comienzo del capítulo “Los trabajos y los días”, de “El Juguete Rabioso”, Silvio Astier habla con su madre. Ella le pide que trabaje, le dice que la plata no alcanza. “¡No hable de dinero, mamá, por favor…! ¡No hable, cállese…!”, responde el hijo. Leo:
– Qué más quisiera que pudieras escribir.
– Eso no vale nada.
– El día que Lila se reciba y tú publiques…
Escribir. La plata no alcanza. Cómo, dónde, cuándo, se preguntaría Roberto Arlt refregándose las manos sudadas contra el saco. “Vagar, vagar, vagar”, repite contemplativo en su “Elogio a la vagancia”. Roberto Arlt es un escritor proletario, un periodista a veinte centavos la hoja. Desde sus despachos, los pulcros escritores de una Buenos Aires oligarca, denunciaban: “Arlt escribe mal”. Laburar, escribir.
Ante la premura impuesta por el campanilleo estridente de un reloj despertador, el Néstor Vignale de Talesnik, reivindica el derecho a la fiaca. Y los de la empresa, que chillen. Pone todo patas para arriba, como ese otro que desde su despacho repite “preferiría no hacerlo”, de la mano de Melville. Entre la necesidad y el derecho, entre la contingencia y la aspiración.
El diálogo citado entre la madre y el hijo, es una errata descomunal. Lo descubro cuando, con sorpresa, hojeo la edición de un amigo:
– Qué más quisiera que pudieras estudiar.
– Eso no vale nada.
– El día que Lila se reciba…
Pará, pará. ¿Qué mano graciosa intervino la novela de Roberto Arlt?
La persona contratada por Buró Editor para dirigir la publicación de “El juguete rabioso” que compré hace veintitrés años, ¿sería un escritor fracasado, un trabajador explotado, o las dos cosas? Buró es un mueble, pero también significa “oficina” (del francés “bureau”), y “órgano dirigente de algunas asociaciones”. “Bueno, esto con Borges, no pasaba”, le aseguro a mi amigo, que se ríe a destajo.
Existe una genealogía y una tipificación de las obras, que parte aguas, colocando de un lado lo culto y del otro, lo popular. ¿Norte/Sur? No, Sur se llamaba la revista del grupo Florida. Y ya que está, grietas hubo siempre, y mezcolanzas también, o mejor, apropiaciones.
En el siglo XX cambalache, no hay profesionalización del escritor que se salve del efecto residual de esas memorias. Lo popular, vinculado a lo anónimo, a las tiradas masivas, poco cuidado tiene con la figura del autor. Hágase el trabajo de buscar las variantes de una letra de tango a lo largo del centenar de reimpresiones que alguna vez inundó el mercado de las partituras destinadas a las orquestas locales. Imposible saber cuál letra es la original, amén de las variaciones operadas por los mismos cantores, amén de la ignorancia general sobre la autoría de las canciones.
Roberto Arlt lo sabía: al pobre no lo respeta nadie, y no hay trabajo que salve. El del autor es un privilegio de clase. Autor/autoridad. Y la literatura cosa de gente bien. Pero hay un sector social que en la primera mitad de siglo va transformando las ciudades, se las va apropiando, a las trompadas si hace falta. Y hace falta, por eso Arlt habla de un cross a la mandíbula para referirse a su literatura. Emerger es violentar, es violentar-se. “El violento oficio de escritor”, dice Walsh. La mística del sacrificio, es un cuento italiano. Mejor atracar un banco, tomar el poder por asalto, o hacer como los alquimistas, inventar la rosa de cobre. Escribir, un sueño de malandrines. En la Buenos Aires desarrapada de los años ‘30, ya es “el subsuelo de la patria sublevado”, como diría Scalabrini Ortiz en “Tierra sin nada, tierra de profetas”, una década después.

 

II

 

“¿Los escritores están condenados a envejecer en la pobreza? Este martes se movilizan al Congreso”, reza el titular de un diario. En la bajada: “Piden por la sanción de dos leyes que consideran urgentes, para contar con un régimen jubilatorio y se cree el Instituto del Libro”. La noticia es de noviembre del 2020.

Kafka trabajaba en una oficina de seguros. Felisberto Hernández era pianista. Jack London fue empleado de una empresa de enlatados, pescador ilegal de ostras, traficante de opio y agente de la patrulla pesquera. Horacio Quiroga fue profesor, fotógrafo y juez de paz. Alfonsina Storni era maestra. Roberto Bolaño fue vigilante nocturno de un camping, estibador, corrector y vendedor en un local de artesanías. Roberto Fogwill trabajaba en publicidad. Antonio Di Benedetto era periodista. Héctor Tizón fue ministro, diplomático y juez. Bucear en la biografía de los escritores para ver cómo y de qué vivían, resulta iluminador para el caso. Indagar en sus correspondencias y diarios, completa el panorama. La referencia al dinero como carencia, es una constante. Balzac escapaba de sus acreedores por una escalera secreta en la parte trasera de su casa. Melville, Vallejo, Salgari, murieron en la pobreza. En el mejor de los casos, los escritores se emplean en el periodismo, la corrección, la traducción, la docencia, el dictado de talleres. El tiempo destinado a la escritura es el tiempo robado al trabajo asalariado, cuando no al sueño. Un oficio clandestino, un tiempo ilegal, un “trabajo de condenados”, decía Marguerite Duras. Del otro lado, la marginalidad. En “Playtime”, Monsieur Hulot se pierde en un laberinto de oficinas regularmente emplazadas sobre una superficie infinita donde los empleados aparecen como los engranajes de una maquinaria perfectamente deshumanizada. La escena recuerda la oficina proyectada por Orson Welles para Joseph K, en su versión fílmica de “El Proceso”. Las palabras finales del personaje, resuenan en eco. “Como un perro”, es el hilo que enhebra los cuerpos de una colección de celebridades literarias. En el paisaje empresarial, se desarrollan todas las pesadillas. De esta encerrona pocos logran salir. Porque en el ábaco de las producciones culturales, la cuenta da siempre negativo. El valor que producen los trabajadores de la cultura no tiene paga. A su invisibilización colaboran mitificaciones de la más variada índole y una disputa de clase situada en la evolución social de la literatura. De atributo de una élite que pagaba escritores lo mismo que zapatos, a producto de consumo en el amplio mercado de los bienes culturales. La autonomía del arte, como eslogan de las clases dominantes, redunda en la espiritualización del artista. La literatura, no como práctica social, sino como emanación celeste.

 

III

Cuando en la apertura de la 46o Feria del Libro, Guillermo Saccomano titula a su conferencia “Un oficio terrestre”, señalando/denunciando la situación de precariedad que enfrentan los agentes del mundo del libro, en especial los escritores, la referencia a Rodolfo Walsh (“Los oficios terrestres”, 1967) no es vana. El escritor, no es un espíritu flotante, ni una mente desasida de la carne y sus necesidades mundanas. Quién sino Walsh tensó hasta semejante punto la relación entre cuerpo y escritura.

En “Los diarios de Emilio Renzi”, Ricardo Piglia escribe: “Se pusieron todos en mi contra no bien puse en cuestión la autonomía de la literatura, mejor, la ilusión de autonomía en la literatura. Reacción intempestiva clásica de la izquierda liberal, que considera la cultura un campo neutro en el que se trata de tener posiciones abstractas. Cualquier discusión sobre la condición concreta del trabajo intelectual los hace unirse en la defensa de sus quintas personales. Están acostumbrados a discutir con los peronistas y defender la alta cultura, pero no están preparados a enfrentar una estrategia de vanguardia que busque intervenir en las relaciones del arte con la sociedad (y no a la

inversa: de qué modo se ve la sociedad en el arte), o mejor, cuál es la función del arte en la sociedad.”
Cuando Roberto Arlt, en el prólogo a “Los Lanzallamas” anuncia que “el futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo”, la palabra “prepotencia” ¿da el golpe en la tecla o el tiro de gracia? Si Arlt logró instalarse cómodamente en el canon de la literatura nacional que preconizan las historias literarias de al menos los últimos cuarenta años, no logró nunca vivir de la venta de sus libros. Parece que hay trabajos, y trabajos. No hay puchero que alcance a pagar la literatura, y todavía hoy, la figura del escritor se debate entre lo espiritual y lo terreno. La condición de póstumos es, además de desgraciada, conveniente. Arlt muere a los 42 años, de un paro cardíaco, en una pensión de la calle Olazabal, con setenta centavos en el bolsillo, según cuenta su viuda.

Por Tamara Rutinelli