Hay novelas que no necesitan ser leídas para saber su argumento. Todo el mundo sabe de qué van el Quijote, Moby Dick o El gran Gatsby, ¿no? Borges decía que no hacía falta leer el Ulises entero para opinar, como no es necesario ir a París para opinar de París. Bueno, Madame Bovary es una de esas novelas de las que cualquiera puede opinar, casi todo el mundo sabe de qué trata la historia de Emma, una francesa de provincias, que se casó con un tipo insignificante (Charles), tuvo una hija (Berthe), fue infeliz, tuvo dos amantes (León y Rodolphe), buscó ser feliz, no lo consiguió y se mató.

Emma Bovary es, como decía Piglia, el modelo ideal de lector porque cree en lo que lee, o mejor, porque lee para vivir lo que lee (donde dice Emma léase Anna Karenina, Alonso Quijano o Silvio Astier y pasa lo mismo), su ideal de felicidad es el leído. Como contrapunto podríamos decir que Charles Bovary es su opuesto o, por lo menos, eso demuestra su única escena de lectura: la de la carta perdida del amante. Charles elige no creer lo que lee. Pero ese es otro tema.

¿Cuánto hay de esa Emma en la literatura del siglo pasado, de este siglo? Respuesta: muchísimo. Desde Lolita a Betty Draper (¿o no son las series las novelas de comienzos del siglo pasado?). Madame Bovary somos todos, por supuesto. Faulkner decía que leía una vez por año Madame Bovary, algo que, desde el punto de vista estilístico, digamos, queda claro si se lee Sartoris o Santuario. Ahora, ¿cuánto hay de Madame Bovary en Las palmeras salvajes? Ese es el tema.

Vuelvo al principio. Las palmeras salvajes no es de esas novelas de las que todo el mundo sabe de qué van. De hecho, no es de las más conocidas de Faulkner (creo que, sin repetir y sin soplar, antes están: El ruido y la furia, Luz de agosto, ¡Absalom, Absalom!, Mientras agonizo, paremos de contar). Aunque en Sudamérica sí lo fue, probablemente porque al año de haberse publicado fue traducida por Borges.

 El libro narra dos historias que no se tocan, que no parecen tener nada en común (por empezar, ni tiempo ni espacio), pero que se intercalan capítulo a capítulo porque se necesitan. Un recurso que volvió locos a los críticos de la época y que Faulkner usó como el contrapunto musical: para elevar el tono. Los argumentos: la primera, la que lleva el título del libro, la historia de amor y locura entre Carlota Rittenmeyer y Harry Wilbourne; la segunda, “El viejo”, la más faulkneriana, narra las peripecias del penado alto, un presidiario que se pierde en el río Misisipi y después de pelear contra la naturaleza y consigo mismo decide volver a prisión. Parafraseando a Sartre: el hombre de Faulkner no tiene futuro.

Hablemos de la primera, la más flaubertiana, digamos. Tenemos un matrimonio que se rompe, el de los Rittenmeyer, Carlota decide irse de su casa con Wilbourne, dejando atrás a su marido y sus dos hijas. Viajan con lo justo, van desde el calor de Nueva Orleans, pasando por Chicago, hasta el frío de Utah, despojándose de lo material y desgastándose, o alienándose, el uno al otro (la pasión de Carlota es como el río Misisipi: una fuerza arrolladora). Pensemos en el perfil de Carlota: casada, lectora, aburrida, infiel. ¿Les suena? Digo, olvidémonos de las deudas y el tema del arsénico, tranquilamente podríamos suponer que en caso de que Emma se hubiera escapado con León, por ejemplo, podrían haber tenido un destino similar al de Carlota y Harry.

Emma leía novelas románticas para vivir historias románticas, ¿y Carlota? Bueno, cuando decide huir con Wilbourne dice: «…la segunda vez que te vi supe que era verdad lo que había leído en libros y lo que nunca creí: que amor y dolor son una sola cosa y que el valor del amor es la suma de lo que se paga por él y cada vez que se consigue barato uno se está engañando». Bingo.

Ahora, más allá del paralelismo entre Emma y Carlota, hay patrones que se repiten en ambas novelas: muerte trágica (por el suicidio en una, por el aborto en otra); la mujer que “corrompe”; el hombre endeble, inútil (Charles, Rittenmeyer); malos doctores (Charles y Wilbourne); buenos doctores que dictaminan que no hay nada que hacer (Canivet, el Doctor); el elemento químico (arsénico y cianuro); y, sobre todo, la necesidad de libertad.

Pensemos en dos escenas que funcionan como paralelas por el amor incondicional de los interlocutores (el amado y el amante) y que difieren en el destino.

La primera: Rodolphe se cruza con Charles con Emma ya muerta, se juntan a tomar una cerveza y el amante está nervioso, pálido, habla sin parar, le tiemblan los labios. Charles, siguiendo el mandato del «que no se culpe a nadie» de Emma, lo interrumpe, le dice que no le guarda rencor y deja al amante enmudecido. Charles lo mira fascinado y encuentra en él algo de Emma, hubiera querido ser el amante. Y culpa a nadie, es decir, a la fatalidad.

La segunda: Rittenmeyer visita a Wilbourne con Carlota ya muerta, se juntan en la celda del amante. Cruzan unas palabras y Rittenemeyer le deja cianuro. Wilbourne dice que no entiende, pero Rittenmeyer se va aclarándole que no lo hace por él. Wilbourne lo ve irse y piensa en Carlota, la dibuja, la recuerda. Piensa que mientras haya carne habrá memoria. Entonces con el dedo índice y el pulgar aprieta la tableta de cianuro en el lillo y lo reduce a polvo. Entre la nada y la pena elije la pena, claro.

Digamos entonces que Wilbourne elige la pena (la condena) y Charles muere por la pena (su condena). Siguiendo el juego de unos párrafos atrás, podríamos decir que si Charles hubiera tenido el cianuro a mano, probablemente lo hubiera tomado, es decir, hubiera elegido la nada.

Agrego otra escena demoledora en Las palmeras salvajes, apenas unas páginas detrás de la anterior, que actúa como preludio: Wilbourne preso en su celda ―es la primera escena en la que se lo describe ahí―, con las palmeras afuera murmurando por el viento, va y se sienta en su cucheta, agazapado, e intenta armarse un cigarrillo, pone el tabaco en el lillo pero las manos le tiemblan, como las palmeras afuera, y se le cae el tabaco. Vuelve a armarlo, se le cae la mayor parte del tabaco, pero igual lo arma con lo que tiene y da dos pitadas vacías. Enseguida lo tira al suelo, lo pisa descalzo y lo deja consumirse mirando fijo, inmutable, el café.

¡Fue culpa de la fatalidad!, diría Charles.

Por Manuel Álvarez